La crónica cósmica. El turista exhibicionista

Tal como está mandado, la saga del rinoceronte maldito tiene sus diferentes partes; y si hasta ahora he mostrado algunos trailers del “Rinoceronte en Beverlyhills”, con el jovenzuelo moviendo el trasero para gusto y disfrute de los turistas, y dándome a mí el placer de seguir su paseo por el río mientras yo lo hacía por un sendero paralelo del bosque, ahora ha llegado el momento de dar una mirada a la segunda parte, la del “Rinoceronte en el Parque Jurásico”. ¿Lugar? La pradera, por supuesto. ¿Hora? De atardecida. ¿Posición? Sentado sobre la hierba y observando hipnotizadamente el Sol enrojecido que se disponía a esconderse tras las copas de los árboles de la jungla. ¿Situación? Perfecta: ni una persona, ni un ruido que no perteneciese a la naturaleza. En la mano, un porrito; en la mente, una paz que me empujaba a sonreír. Pero, de pronto, todo ello se fue al carajo al escuchar el peculiar grito que usan los campesinos para, supuestamente, alejar a los rinocerontes.

Me levanté mientras mi relajación saltaba en pedazos. Quienes gritaban eran cuatro chicas que se encontraban recogiendo hierba a un centenar de metros. El causante de la alarma era un rinoceronte parecido a una locomotora que venía en su dirección y en la mía. Sabiendo con la clase de bicho que se las veían, ellas corrieron hacia distintos árboles y treparon hasta las copas con la agilidad de unos monos. Habiendo pasado anteriormente por situaciones parecidas, mi reacción fue la misma, y mi vista pasó automáticamente del rinoceronte a los árboles más cercanos seleccionando el adecuado.

Completando el espectáculo, apareció en escena el viejo elefante que regresaba de tomar su baño. Ambos mastodontes se cruzaron sin darse una mirada y dejando claro que, a pesar de conocerse de sobra, sus relaciones no eran las mejores.

El rinoceronte seguía viniendo hacia mí, y yo ya me había librado de las sandalias y tenía las manos en el tronco de un árbol, cuando, en el último momento, cambió de opinión y siguió camino del río. A pesar de continuar sintiendo la curiosa angustia que te provoca saberte a solas con tales elementos, me relajé mínimamente, y al mismo tiempo mi vejiga soltó unas gotitas celebrándolo. El rinoceronte se alejaba por mi izquierda y el elefante por la derecha; éste daba muestras de su avanzada edad andando muy despacio y deteniéndose de vez en cuando como si intentase recordar adónde iba.

Completando tan excitante jornada, al rato, cuando regresaba con las últimas luces del ocaso por el sendero que corre bajo el bosque con todos los sentidos alerta a cualquier ruido, de pronto me pegué un buen susto, “¡Ah!”, al escuchar justo a mis espaldas el frenazo de una bicicleta.

Al contarle tal encuentro a Shankar, me explicó que cuando los rinocerontes se persiguen son como “bulldozers” que arrasan con cuanto encuentran por delante, por ejemplo un árbol chiquito en el que hayas tenido la mala idea de buscar refugio. Los consejos de mi amigo acerca de los rinocerontes no tienen desperdicio: “Si un rinoceronte viene a por ti, debes correr en zigzag quitándote la ropa y arrojándola en diferentes direcciones para que él se entretenga pisoteándolas”.

Las imágenes que me provocaron sus palabras eran terroríficas. Una locomotora, con un cuerno de medio metro delante, corre tras de mí a setenta kilómetros por hora, mientras yo, por un terreno en el que ya es incómodo simplemente andar debido a que lo desnivelan continuamente las huellas de los elefantes y los rinocerontes, me voy quitando tranquilamente la ropa, ahora los pantalones, ahora los calzoncillos, sin dejar de correr en zigzag. ¡Bueno, es que no se lo creen ni los de Hollywood! La siguiente imagen es todavía más aterradora, pues en ella aparece una foto mía en la portada del “Kathmandu Post”, desnudo, y abierto de piernas, brazos, boca y ojos, bajo los titulares, “Muere empalado un turista exhibicionista”. No, gracias.

Durante las festividades de Divali que acaban de terminar, la gente se dedica a comprar, comer, beber, se va al barbero, se estrenan ropas y calzado, y, por supuesto, todo deja de funcionar. Hasta aquí normal, ¿no? Pero lo que ya no lo es tanto es que, igual que durante el pasado festival de “Dashera”, no aparezcan periódicos durante una semana; caso insólito que no había visto en ningún otro lugar. Ah, sí, al día de los perros y los cuervos le siguió, como no, el de las vacas, a las que adornaron con guirnaldas de flores y les pintaron la frente con polvos sagrados.

Era de noche, y estaba sentado en el jardín paliqueando con los amigos, cuando, ante la deliciosa y hogareña rutina que me rodeaba, con el barullo de los insectos, el canto de los pájaros nocturnos, y los trombones de varas de los tres elefantes de al lado, “supe” que había terminado el aterrizaje, que cada una de mis partes ya se encontraba en Sauraha, que el tiempo empezaría a correr a un ritmo que sería al mismo tiempo endiablado y suave, que los recuerdos que guardaría la memoria parecerían provenir de otra vida, y, en fin, que me encontraba de nuevo en mi perfecto ecosistema.

El bochorno ha empezado a remitir, las madrugadas son más frescas gracias a la neblina que sube desde el río (¡ya hemos descendido de los 20º!), el ejército mosquitero va de capa caída igual que lo hace la marabunta turística, y nos acercamos a la que es la mejor época del año en Sauraha.

Dos guiones distintos (y casi humanos) con el mismo decorado: los búfalos de la casa donde vivo permanecen continuamente atados y casi inmóviles, mientras que los de Shankar pastan libremente por las praderas y, cuando les apetece, incluso cruzan el río enfrentándose a los cocodrilos y se meten en el parque. Cuando lo hicieran un día durante los pasados monzones en que el río daba miedo, el tatarabuelo se lanzó al agua para ir tras ellos y terminó a dos kilómetros de distancia.

El tráfico rodado de la carreterita que recorre Sauraha, o sea la única calle, sigue el ritmo que marcan las docenas de patos patosos que transitan por ella; son familias al completo que picotean entre gallinas, perros, cabras, y críos de todas las edades. A pesar de la tranquilidad que reina en este lugar, resulta muy difícil hacer la siesta debido al canto de los pájaros.

Dos hermanos gemelos de veintidós años distintos. Ella es guapa, inteligente, simpática, trabajadora, y dirige la pensión donde resido cumpliendo con todos los cargos. Mientras que su hermano, al que el amigo riojano apodaba “el empanado”, golpeó a su padre, pegó a su mujer y, cuando ésta le mandó a paseo y regresó a casa de sus padres negándose a hablar con él ni tan siquiera por teléfono, el muy idiota rompió, por este orden, el teléfono, el “wifi” (que acababan de reparar después de esperar varias semanas), el cristal de una ventana, cuanto encontró dentro de la nevera (incluida la botella con la leche que le compro al amigo mongol), unos platos, y, para terminar, se dedicó a bombardear un muro con botellas de cerveza vacíos; después, cuando se tranquilizó, se plantó ante el espejo para dedicar un cuarto de hora a observar su vacía mirada.

Igual como sucede en algunos centros turísticos de otros países pobres, entre los jóvenes de Sauraha predomina el deseo, la determinación y el propósito de casarse con un (o una) occidental; y no es así solamente porque algunos quieran largarse a Europa, sino también para montarse la vida como varios “saurahareños” pioneros que pasaron de no tener dónde caerse muertos a ser propietarios de unas cabañas turísticas.

Les hablo a los “sauraheños” acerca de la ayuda al Tercer Mundo, de las personas que apadrinan niños, y de las colectas populares que se organizan para los damnificados de esto y aquello; y veo en sus rostros que tal tipo de información va más allá de su comprensión, o sea como si se lo dijese en chino.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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