La crónica cósmica. Por primera vez una Navidad asiática en familia

Aparte de las movidas de los visados que mencioné en la crónica anterior, yo subí hasta Katmandú para recibir a dos personas cuya visita iba a comportar que pasase por primera vez una Navidad asiática en familia. Al recogerles en el aeropuerto les imaginé sintiendo unas emociones parecidas a las que tuve aquí mismo hace treinta años, aunque el Katmandú de mil novecientos ochenta y uno fuese mucho más tercermundista que el de ahora. Una de tantas huelgas generales se encargó de aportar la imagen moderna de la ciudad cuando nos vimos obligados a tomar tres taxis diferentes, y andar también un buen trecho, para superar varios piquetes y llegar al centro de la capital.

Guiando a mis familiares regresé de nuevo a sitios tan emblemáticos de Sauraha como el jardín de infancia de los elefantes y “Los Veinte Mil Lagos” (los nepaleses son tan exagerados como mi cuñada; claro que los laosianos tampoco les van a la zaga con “Las Cuatro Mil Islas” que supuestamente forma el Mekong antes de adentrarse en Camboya). Estas excursiones se hacen pedaleando por la hierba de la pradera y cruzando varios ríos sobre puentes de los más diversos diseños artesanales.

La visita familiar también comportó que un servidor entrase por primera vez oficialmente en el Parque de Chitwan, (o sea pagando un ticket y acompañado de dos guías: Rajú al frente y otro amigo llamado Hari en la cola).

Empezamos la jornada descendiendo por el río en una canoa (creada a partir del tronco de un árbol). Habíamos calculado bien los horarios, y el Sol nos acompañó mientras se iba levantando la neblina. Vimos cocodrilos y, aparte de muchos pájaros, varias bandadas de los preciosos patos “Brahmini” (son de diferentes tonos ambarinos y dorados, y les llaman Brahmanes por ser vegetarianos como los integrantes de esta casta).

Después ya, solamente estuvieron el bosque y las praderas cubiertas de hierba de elefante por las que te sientes como una hormiga. La jungla continuó siendo poco distinta a la que ya conocía por estos alrededores. No era un mundo aparte como sucede con las junglas tropicales, y no te dejaba alelado en cuanto te metías bajo su techo verde, porque éste no alcanzaba alturas impresionantes y pocas veces cortaba realmente los rayos del Sol; pero también seguía teniendo la forma de un bosque amable en el que no se encuentran plantas agresivas (por ejemplo los pinchos de medio metro parecidos a flechas, o las hojas que, a pesar de su aspecto la mar de normal, cortan como una navaja, ambos muy usuales junto al Amazonas), y más parecía un jardín botánico que estuviese bajo el cuidado de un equipo de jardineros.

Los semblantes de Rajú y Hari no nos dejaron lugar a dudas acerca del peligro que corríamos cuando nos encontramos con un elefante salvaje al que no llegamos a ver debido a la espesura; fue una de las veces en que cambiamos de dirección y nos alejamos sigilosa y rápidamente. Mirando hacia las alturas vimos a una familia de monos “langur” (¿sabe alguien cómo se llaman en castellano?) que hizo las delicias de mis familiares, y galopando por abajo a una manada de ciervos moteados. Los dos momentos más excitantes de la jornada se dieron el uno tras el otro.

Cuando nos dirigíamos a una torre de observación, la presencia de Rajú atemorizó a un precioso venado de ciervo moteado (con la espectacular cornamenta todavía recubierta de satén, o lo que sea) que, huyendo de él, atravesó el muro verde de un salto viniendo hacia nosotros, y cambió de dirección prácticamente en el aire para evitarnos. Aunque desde las alturas de la torre abarcábamos grandes extensiones de la pradera, los ojos de mis familiares se limitaron a mirar hacia abajo, hacia el inmenso rinoceronte que pastaba justo allí.

Durante tres días, y empezando en el de San Esteban, se celebraron las competiciones deportivas anuales de Sauraha. Hubo carreras de carretas de bueyes y caballos; los elefantes también corrieron, pero, además, dos equipos de jovencitos jugaron al fútbol chutando la pelota con gran precisión, y los mayores al polo. El espectáculo, que incluyó la actuación de dos cantantes muy famosos y un montón de discursos políticos, se montó en la pradera que hay junto a la casa de Shankar y atrajo auténticas multitudes de toda la comarca. Lo mejor del festival estuvo en que me permitió gozar de un tipo de experiencia personal que me gusta llevar a cabo en los lugares en que resido: quedarme totalmente a solas en ellos; en este caso pude ser el único ocupante de la pensión y sus alrededores cuando todo el mundo asistió a esa fiesta.

Un jinete que daba sus primeras lecciones a un elefante joven le mostraba cómo debía bañarse en el río para duchar con la trompa a los turistas que pagasen por ello. Cuando salieron del cauce y se acercaron a la parte de la playa donde yo estaba, un impulso me animó a extender la mano hacia su trompa, y el elefante la cogió gentilmente para corresponder al saludo.

Sufriendo la mala suerte habitual de quienes se mueven empujados por el calendario, mis familiares partieron hacia Pokhara sin que, cosa rara, nos encontrásemos con alguno de los dos rinocerontes habituales de Sauraha. El mismo día en que ellos marcharon, y al regresar yo al atardecer, un rinoceronte salió trotando del bosque viniendo por mi derecha, así que le cedí el paso; luego descendió hacia el río, lo cruzó sin dejar de correr, trepó por la orilla contraria, y continuó su carrera marchando junto al cauce. ¿Qué hice yo? Lo copié en cuanto a la dirección y el trote, y lo seguí desde el sendero del bosque, hasta que, ¡ah!, giró de pronto, se metió de nuevo en el río, y lo cruzó en un santiamén viniendo hacia mí; entonces cambié el trote ligero por el galope desesperado, y salí levantando polvareda. Al día siguiente el mismo animal hizo algo que yo todavía no había visto: tumbarse sobre la hierba para echar una siesta.

Os confieso que estuve dudando acerca de si os lo debía contar porque tenía (y tengo…) la seguridad de que os ibais a reír de mí, “se nos ha puesto sensiblero”, “ya chochea”, “su candidez no le permite reconocer las burlas”; pero al fin, al recordar aquel sabio dicho babilónico, rescatado gracias a una tablilla de terracota, en el que se aconsejaba que ante la duda uno debía optar siempre por la más peluda, he decidido a narraros la siguiente anécdota arriesgándome a tener que tragar con vuestro sarcasmo. El decorado era el de siempre: la pradera, la puesta de Sol, y la soledad que dejó de existir cuando, viniendo por mi espalda, pasó cerca de mí una decena de turistas occidentales siguiendo al imprescindible guía. En la cola, y un poco rezagados, iban un chico y una chica de unos quince o dieciséis años; eran rubios, tenían los ojos azules, y en sus rostros destellaba toda la belleza juvenil acompañándose todavía de cierta dulzura infantil. Ambos se acercaron sonriéndome tímidamente, y el chico me preguntó con mucha amabilidad si le permitía que me tomase una foto; y entonces la chica me noqueó con un gancho de derecha al decir dulcemente, “You are so beautiful”. Como era de esperar, el auditorio ha estallado en sonoras carcajadas generales mientras el conferenciante solloza desconsoladamente.

Narmada, la esposa de Shankar, me presentó a otra de sus muchas hermanas diciendo que podría ser una buena esposa para mi sobrino; y cuando le repliqué que él ya tenía una novia, me recordaron que en el Nepal no existe un límite en cuanto al número de esposas.

Despedida y cierre: Al obtener constantemente cuánto quiero o necesito, que es muy poco, mi único deseo insatisfecho es vuestra felicidad.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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