La crónica cósmica. Sauraha, hogar de los «tharu»

Las satisfacciones que siente el extranjero adoptan dos formas diferentes. La más habitual, y también la que se da por sentada si se es afortunado, está en llegar por primera vez a un lugar que parece haber sido creado expresamente para él, para el explorador nato que, como un científico en su laboratorio, se dedica a estudiar compulsivamente el mundo en que nació. La otra, que sigue invariablemente a la primera, es la alegría que le domina al regresar a uno de esos paraísos particulares y ser reconocido y recibido amistosamente por los lugareños. Esta emoción también se acompaña del conocimiento comprendido de que su hogar se halla en todos lados y tras cualquier frontera.

Cuando desciendo del autobús que me ha traído desde Katmandú me encuentro entre una veintena de personas que me dan la bienvenida y me abrazan como si fuese un hijo pródigo. La supuesta estación término de Sauraha no pasa de ser un descampado polvoriento que se encuentra encerrado entre campos de cultivo. Quienes me saludan son currantes de diferentes hoteles que tratan de conseguir clientes. En mi caso ya saben que me instalaré en el más antiguo, simple y barato, que lleva el nombre de la etnia que habita esta parte del país. Son los “tharu”, que emigraron desde el desierto indio de Rajastán tras la invasión de los mogoles musulmanes, y fueron los únicos que lograron sobrevivir en este lugar cuando estaba plagado de malaria. Dando ya muestra de la autenticidad del establecimiento al que voy, y al contrario de los jeep que están aquí en representación de los otros, el medio de transporte es una carreta “tonga” de la que tira una jaquita tranquila.

Me hallo en un terreno absolutamente llano y cubierto de verdor. Los campos que en este momento son arrozales, dentro de un mes serán un jardín de mostaza de color verde y amarillo. Las aldeas “tharu” están formadas por casitas de adobe y caña con los tejados de paja. Entre éstas se encuentran los centros turísticos que, generalmente, tienen la forma de unas cabañas que se levantan alrededor de jardines muy espectaculares. Sauraha se alarga junto al serpenteante río Rapti que la separa de la jungla y las praderas del parque nacional de Chitwan. El rasgo más peculiar de Sauraha son los más de sesenta elefantes domésticos que conforman la mayor parte del tráfico que recorre las dos calles y media del pueblo. A este tipo de transporte público se le han sumado ahora unos carros, mayores que las “tongas”, en los que pueden viajar una decena de pasajeros; claro que quienes los usan se han de armar de paciencia y tener todo el tiempo del mundo, porque los encargados de tirar de ellos son dos toros (no bueyes) que, invariablemente, gustan de pasear a su ritmo, o sea sin prisas y logrando ir más despacio que los transeúntes.

Por experiencia, y para evitarme unos desengaños que ya se han repetido demasiadas veces, me he mentalizado preparándome para los inevitables cambios que se dan en todos lados. Nada es inamovible, nada permanece inalterable, y no vas a encontrarlo todo como si se tratase de una casa de la que cerraste la puerta al partir. Afortunadamente es esta ocasión la metamorfosis que encuentro en la pensión es de mi gusto. Las cuatro cabañas han pasado por un remozado que les ha sentado de maravilla a pesar de que esto haya comportado una subida de precios. Pero no termina ahí la cosa, y en el lado occidental del jardín han aparecido dos cabañas, más pequeñas y sin baño, que, alegrándome el día, son de adobe. Las cabañas caras salen a ochocientas rupias, y yo termino consiguiendo una de las auténticas por doscientas cincuenta rupias, o sea menos dos euros y medio, que, como la otra vez, incluirán la comida familiar. Gracias a los campos de cultivo que poseen y a las cuatro cosechas anuales que recolectan, a ellos les preocupa poco alimentar una boca más; mientras que a mí, al no asustarme la comida simple y repetitiva, me salva de tener que visitar los caros restaurantes turísticos.

Mis viajes acostumbran a comportar drásticos cambios dietéticos que no solamente se deben a cuanto me gusta profundizar en los sitios adonde voy, sino también a la creencia de que la diversidad ha de ser sana. Aquí usan poca sal y allí demasiada, etcétera. Cuando crucé las aduanas del Nepal me convertí de pronto en abstemio y vegetariano, y aparte de los cigarrillos “bidis” que tanto hecho en falta en Occidente, no he fumado otra cosa hasta ahora. Claro que esto cambiará irremediablemente porque los “tharu” fuman tradicionalmente marihuana mezclara con tabaco local, y sirva como ejemplo de ello que, solamente para empezar el día, el padre de la familia me invita a fumar unas pipas cuando voy a tomar el té con ellos.

Un poco en serio y otro poco en broma, durante las últimas décadas me he dejado guiar por una sutil forma de superstición en la que, cuando se juntan varios pequeños detalles y menores incidentes negativos, son éstos los que me marcan el camino a seguir. No, claro que no estoy tan loco como para tomármelos como señales divinas; pero sí que, al creer que las malas energías y el mal rollo que comportan son negativos para el humor y, así, para la salud, cuando un mosqueo menor va acompañado por dos parientes cercanos, yo digo, a tomar por el culo, y hago el equipaje.

Debido a que cada moneda tiene sus dos partes opuestas, yo también sigo el mismo sistema cuando se trata de energías positivas y, así, propicias; y, de haber tenido alguna duda acerca de si había acertado al atravesar medio mundo a ciegas para llegar a Sauraha en estas fechas, ésta se habría disipado cuando comprobé que, primero, lo había hecho adelantándome por pocos días a la marabunta turística, que se podría comparar con una maratón en la que compitiesen miles de corredores, de la que han dado la salida el primero de octubre y lo ha abarrotado todo consiguiendo que los precios se desorbiten. Segundo, también he acertado al venir en el momento en que ha dejado de llover y justo antes de que cosechasen el arroz, porque de la misma forma que no hay nada más hermoso que el color verde de esta planta, por el mismo lado tampoco hay nada tan feo como los campos secos que deja a su paso la cosecha. Para terminar, puse los pies en Sauraha cuando en el cielo aparecía la fina luna de Shiva. O sea que, de hablar “cockney”, yo hubiese exclamado, “that’s bloody auspicious, maam”.

Los nepalíes tienen prohibida la entrada en los casinos del Nepal. El salario mínimo del Nepal son 6.200 rupias, menos de sesenta y dos euros mensuales. Me encuentro con un paquistaní que reside en Canadá. Al comentarme que él había visitado Barcelona, yo le pregunto si le habían quitado la cartera; y él responde que sí, que le habían vaciado los bolsillos en el metro. A pesar de que la familia de la pensión ha edificado una sólida casa de planta y piso junto a la calle, ellos siguen residiendo en la de adobe porque es más de su gusto.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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