Japón es un país isleño pero, a la hora de la verdad, vive un poco de espaldas al mar. Y mira que lo tienen fácil, porque están literalmente rodeados de agua por los cuatro costados, y tienen kilómetros de costa para aburrir.
Pero, históricamente, los japoneses nunca se han destacado por ser un pueblo muy marinero. No han sido grandes navegantes (salvo en tiempos más bien recientes), y siempre han preferido quedarse en la comodidad de sus islas antes que aventurarse más allá de ellas, allende los mares. No se fueran a encontrar dragones en mitad de la Mar Océana.
Claro que, para ser justos, hay que decir que los mares que rodean Japón son bastante bravos, y no invitan especialmente a adentrarse en ellos. El Océano Pacífico, en estas latitudes, hace poco honor a su nombre.
Hoy por hoy, podemos ver fácilmente hasta qué punto es disfuncional esa relación que tienen los japoneses con su mar con solo acercarnos a una playa cualquiera un día de verano.
Si para nosotros eso de ir a la playa es sinónimo de relax, sensualidad y diversión, en Japón la experiencia es un poco… diferente. Y algo marciana, también. Pero, como decían en Pulp Fiction, la gracia está, precisamente, en las pequeñas diferencias. Aunque, en este caso, tal vez no sean tan pequeñas.
Para empezar, el paisaje humano es muy distinto al que estamos acostumbrados en Occidente. Aquí la gente disfruta de la playa de otra manera.
En las playas japonesas, comparativamente hablando, se ve más bien poca carne. Todo el mundo va muy tapado.
Bañadores de pata larga, mucha camiseta, algún que otro pareo, y muy pocos bikinis. De ir en top less o practicar el nudismo, ni hablemos. La chavalería enseña más cacho en las discotecas de Shibuya que en la playa.
La razón es sencilla: a los japoneses (a todos los asiáticos en general) no les gusta ponerse morenos. Aborrecen el sol. Por eso van a la playa forrados de ropa de arriba abajo. Sobre todo ellas.
Lo normal para el japonés medio es andar por la playa con camiseta y manga larga. Como mínimo. Olvídate de bikinis, aquí lo que se lleva es el bañador unisex, con camiseta, sombrero y parka por encima. Bien cubiertos, hasta la coronilla, no les vaya a dar el sol por algún resquicio de la armadura.
Van con la camiseta puesta hasta debajo del agua. Se ve que eso de mostrar las carnes les da pudor. Y, además, si se destapan lo más mínimo corren el riesgo de broncearse. Quita, quita.
Hasta a los niños los llevan con manga larga. Nada de chapotear en bolas en los charquitos de la orilla, como se ve tan a menudo en las playas españolas.
A veces, las playas de Japón parecen casi las de un país musulmán. Solo les falta ponerse burkini. Y espera que no acaben adoptándolo de aquí a unos años.
Tampoco les gusta demasiado meterse en el agua. El mar está para mirarlo, si acaso mojarse un poco los pies, y poco más.
Si se aventuran donde cubre más allá de las rodillas, lo hacen pertrechados con un montón de flotadores y manguitos, por si las moscas. Y bien tapados, por supuesto, no les vaya a alcanzar un rayo de sol a traición.
Lo que sí hacen es posar con el mar al fondo y sacarse miles de fotos, para subirlas luego a Instagram. Con una buena ración de filtros, evidentemente. Ahí sí que es posible que ellas, durante un fugaz instante, se quiten la camiseta o se bajen la cremallera de la parka para dejar el bikini a la vista. Que se note que han ido a la playa, y no a una sesión de spinning.
Los japoneses no disfrutan de la playa como nosotros, eso está claro. La pregunta es, viendo lo mal que lo pasan tratando de protegerse del sol, la arena y el salitre, si en realidad disfrutan algo de la playa.
Porque eso de estar tirados horas y horas a la bartola en una tumbona, sin hacer nada, tampoco les gusta demasiado. Se aburren a los quince minutos.
Al contrario que nosotros, los nipones son más de ir a la playa fuera de temporada. De octubre a mayo. A surfear, a pescar, a pasear con el perro por la arena.
En verano, en cambio, no le sacan mucho partido. Aunque en agosto las playas se llenan de gente hasta reventar, parece que lo hagan más por cumplir que por disfrutarlo de verdad.
Es todo una pose. Otra costumbre importada de occidente que no terminan de entender. Nos ven a los gaijin disfrutar del mar y del sol de Miami en las películas americanas, y ellos quieren hacer lo mismo. Les hace ilusión intentarlo. Pero, cuando se ponen a ello, no le acaban de ver la gracia.
La playa para los japoneses parece una moda exótica, aparentemente divertida, pero que no logran comprender del todo. Y eso que le echan entusiasmo, pero nada. Algo no termina de encajar.
Claro que, en esto, tampoco son muy diferentes de sus vecinos del resto de Asia Oriental. Cualquiera que haya ido a una playa en China, o incluso en Tailandia, y haya visto cómo se las gastan allí los lugareños, sabe a lo que me refiero.
Y eso que, en su momento, allá por finales de los 1990s y principios de los 2000s, entre a juventud nipona el rollo playero gozó de cierta popularidad.
Era la época de las gyaru, una tribu urbana (mayoritariamente femenina) que, desafiando los cánones de belleza clásicos, abogaba por los pelos teñidos de mil colores, los maquillajes estridentes y la piel morena. O sea, adoraban el bronceado.
Las gyaru eran una tribu eminentemente urbana y discotequera. Pero, ya que parte de su razón de ser consistía en lucir palmito y ponerse morenas, ¿qué mejor lugar que la playa para ello?
De ese modo, la costa nipona se convirtió en el hábitat natural de las gyaru, y la playa se puso más de moda que nunca. De ahí surgieron los chiringuitos, la musicota a todo volumen, y una cultura playera nueva, vibrante y llena de color.
Las gyaru (y también sus contrapartidas masculinas, los gyaru-oh) inundaron las playas de todo Japón con sus pestañas postizas, sus peinados imposibles y sus bikinis mínimos. Porque tenían fama de descocadas, y no les importaba enseñar cacho. Es más, un puntito de descaro sexy era parte de su identidad.
Por desgracia, hoy en día de eso apenas queda ya nada. Las gyaru están en vías de extinción, y las pocas que aún sobreviven prefieren ir a broncearse el cuerpo a salones de rayos uva, con lo cual las playas japonesas se han quedado tristes y oscuras.
Pero ese estereotipo de mozas (y mozos) exuberantes y de piel morena, amantes de la fiesta y del ligoteo, ha logrado sobrevivir de alguna manera. Aunque ya no están bien vistos por la puritana sociedad nipona, aún se dejan ver por las playas cercanas a Tokio.
Ellas, las últimas gyaru, lucen su palmito moreno por los chiringuitos, contoneándose al ritmo de la música en espera de que alguien se acerque a invitarlas a una copa. Ellos, los irreductibles gyaru-oh, prefieren pasear por la orilla, lanzándole fichas a toda incauta que se les ponga a tiro.
Así es la playa en Japón. Un espacio de contrastes, entre el recato de las chicas pudorosas que se bañan con manga larga y el alegre descaro de los últimos ligones playeros.
Pero, hablando desde un punto de vista estrictamente turístico, en general Japón no es un gran destino de playa. Eso hay que tenerlo claro. Si lo que buscas son aguas de color turquesa, arenas blancas y paisajes de postal, el país del Sol Naciente no es el mejor lugar para ello.
Aquí lo que abundan son las playas volcánicas, de arena negra, basta y pedregosa, bañadas por aguas oscuras y frías. Una imagen más parecida a la costa cantábrica española que a las idílicas playas del Pacífico Sur.
A veces, incluso, las playas japonesas pueden ser un entorno un poco hostil. La arena suele ser fría en invierno y ardiente en verano, hasta el punto de provocar quemaduras en los pies desnudos.
Y eso cuando hay arena, porque muchas playas son directamente de piedras, y hace falta un buen calzado para pasear por ellas.
Si uno se fija, la mayoría de los japoneses acostumbran a no quitarse las sandalias ni cuando se meten al agua. Por algo será.
El estado de la mar tampoco acompaña. En general, las playas niponas presentan aguas bastante poco apacibles. El mar aquí es frío, oscuro y bravío. Además de un poco sucio, a causa de la fuerte resaca que arrastra sus buenos montones de basura.
Invita poco a bañarse en él. Y, para colmo de males, las corrientes son tan fuertes que tampoco es excesivamente apto para el surf y otros deportes acuáticos.
Lo dicho, por estos lares, el Pacífico tiene poco de pacífico.
Con todo, también hay excepciones. La principal de ellas es la idílica Okinawa, ese pequeño archipiélago tropical que se extiende desde el extremo sur de Kyushu hasta casi rozar las costas de Taiwán. Pero Okinawa es otro mundo, del que ya hablaremos algún otro día.
La Península de Izu, a unos 100 km de Tokio, es otra honrosa excepción. Aquí sí que se pueden encontrar playas de arena fina y aguas transparentes y claras. Pero hay una pequeña trampa: geológicamente, la península desde Izu no es parte de Japón, sino que forma parte de la placa tectónica de Filipinas. Y eso se nota en sus aguas y sus paisajes. Vaya que se nota.
En el resto de Japón, con contadas excepciones, lo que abundan son más bien las playas como Enoshima. Apenas 50 km la separan de Tokio, así que es, de facto, la “playa” oficiosa de la capital nipona.
Siendo sinceros, como playa, Enoshima deja un poco que desear. Arena negra y basta, guijarros por doquier, aguas oscuras y frías, y montones de basura por todos los rincones, tanto de la que trae el mar como de la que deja la gente. Porque, al estar tan cerca de Tokio, Enoshima se llena de bote en bote cada fin de semana de verano.
Con todo, el sitio tiene su encanto. Los chiringuitos están siempre animados, el oleaje no está del todo mal para hacer surf, y es un lugar estupendo para echar una tarde de chill con los amigos y disfrutar observando al paisanaje dominguero nipón. Que es muy divertido.
Incluso, en días despejados, se puede ver la silueta del monte Fuji en el horizonte, recortada sobre el oleaje.
Todo eso, a apenas 45 minutos en tren de Tokio. Tampoco está tan mal.
Pero puede estar mucho mejor. Sin salir de las islas principales, es posible encontrar playas coquetas y de aguas más bien tranquilas en rincones recónditos de Japón, por ejemplo en la zona del Mar Interior (el Setonai Kai). Aunque cuesta llegar hasta ellas.
Conforme uno avanza hacia el sur del país, se puede observar cómo la arena se va haciendo ligeramente más clara y fina, y las aguas del Pacifico un poco menos bravas. Pero solo un poco.
Lo que nunca cambia, estés donde estés, es la belleza salvaje del paisaje. Y es que, aunque sus playas son sean gran cosa si las comparamos con las de otros destinos más playeros, Japón tiene un litoral de lo más pintoresco. Eso hay que reconocérselo.
Costas abruptas y rocosas, acantilados escarpados, ramas de pino colgando entre los riscos… Hasta, según donde estés, vistas del monte Fuji en lontananza, como las de Enoshima.
Parecen estampas sacadas de un grabado ukiyoe. Podrías pasarte horas y horas disfrutando de las vistas. Del baño… ya no tanto.
Lo malo es que, a menudo, la belleza natural se ve malograda por la mano del hombre. En las playas japonesas suele haber mucho cemento. Malecones, diques, paseos marítimos… Por desgracia, en Japón no es habitual encontrarse playas salvajes, rodeadas solamente de dunas y cañaverales.
La cosa tiene su porqué. Aquí los tsunamis son algo habitual, y hay que lidiar con ellos. De ahí los interminables malecones y los bloques de cemento armado apilándose en los rompeolas. El resultado no es estéticamente bonito, pero resulta efectivo. Gracias a eso, todos los años se salvan vidas.
Otra cosa que choca en muchas playas del País del Sol Naciente es que no suelen estar especialmente limpias. La mar arrastra mucha porquería a la orilla, y los lugareños también dejan la suya. Y, como no hay excesiva cultura playera, las playas no se limpian con regularidad salvo en temporada alta.
El resultado es una imagen poco aseada, que contrasta con la limpieza y pulcritud que reina en todos los rincones (tierra adentro) de Japón.
Se diría que los japoneses no valoran demasiado sus playas, ni se preocupan de cuidarlas. Las conciben como un mero espacio urbano, algo pensado más para el uso diario (pesca, paseos, etc.) que para el disfrute vacacional.
De nuevo, la excepción a todo esto es Okinawa. Al ser un destino turístico, allí viven de sus playas y las cuidan con mimo. Por la cuenta que les trae.
Para terminar, es de ley dar cuenta de algunas peculiaridades que uno puede encontrarse en un día de playa en Japón, y que serían difíciles de imaginar en cualquier otro lugar del mundo.
Ya hemos dicho que los japoneses disfrutan de la playa de manera diferente. Y una de esas maneras es comiendo. Y bebiendo.
Aquí, lo que les mola es alquilarse una parrilla en el chiringuito y montarse una barbacoa de mariscos en mitad de la arena. Para desgracia del resto de bañistas, que quedan atufados por el humo de las sardinillas asadas.
Hablando de chiringuitos, en una playa japonesa no pueden faltar. Pero es que, a veces, llegan a ocupar más de media playa, y no te dejan espacio ni para poner la toalla. Además de poner la música a todo trapo, para que se escuche a kilómetros a la redonda.
En lugares como Enoshima, la cosa llega a ser especialmente sangrante. Hileras enteras de bloques prefabricados, con sus mesas corridas y sus techumbres de cañizo, no dejan ver ni la arena de la playa.
Con semejante panorama, relajarse en la playa resulta complicado. Pero, si quieres intentarlo, mobiliario playero no te va a faltar. Tumbonas, hamacas, flotadores y sombrillas son parte indisoluble del paisaje.
Y, por supuesto, tiendas de campaña. Cientos de tiendas de campaña por metro cuadrado. Las playas japonesas parecen casi campamentos de refugiados. Todo para protegerse del sol a como dé lugar.
Un punto positivo es que las playas suelen estar bien acondicionadas. Es raro encontrar una playa, por pequeña que sea, que no tenga duchas, WCs, y a veces hasta papeleras. Todo un lujo asiático tratándose de Japón, el país que te obliga a llevarte la basura a casa.
Pero lo más chocante de todo es que aquí las playas tienen toque de queda. Sí, como lo oyes.
A las cinco de la tarde (o, como mucho, a las seis), ponen por megafonía la musiquilla cursi esa de la “Canción del adiós” de los Boy Scouts, y toca recoger los bártulos y largarse con viento fresco. Con la música a otra parte, literalmente.
Bueno, en realidad no es que cierren la playa. Lo que pasa es que la melodía da el aviso de que los socorristas terminan su turno, y por tanto se aconseja evitar el baño de ahí en adelante.
Pero la mayoría se lo toman como una señal inequívoca de que hay que batirse en retirada, y al poco de sonar la musiquilla la playa se vacía. Solo quedan cuatro gatos despistados, o que quieren ver la puesta de sol.
Tampoco es que hagan falta señales sonoras para que la gente salga del agua. Los japoneses, pese a estar rodeados de mar por los cuatro costados, no le tienen demasiado cariño.
Aunque eso también pasa en España. En los pueblos costeros, al menos en el Norte, quienes van a la playa son principalmente los turistas vendidos de fuera. Los lugareños no suelen acercarse mucho por allí, si no es para alquilarles flotadores y gafas de buceo a los domingueros.
Algo parecido ocurre en Okinawa, donde la palabra Chura Umi (“Mar hermoso”, en el idioma local) es un neologismo de nuevo cuño, usado casi exclusivamente como eslogan turístico.
Porque a los nativos de Okinawa su mar, pese a que es de una belleza arrebatadora, nunca les ha parecido especialmente bonito. Ni feo. Es, simplemente, el mar.
Algo que siempre ha estado ahí, con lo que llevan conviviendo desde tiempo inmemorial, y que para ellos es tan natural y evidente como el aire que respiran.
Por eso tenemos que venir los de fuera a hacerles notar que el mar, su mar, es particularmente hermoso. Porque ellos, ocupados en surcarlo día tras día, no han tenido apenas tiempo de pararse a apreciarlo.