20.000 monos. Después de haberos explicado varias veces cómo funcionaba mi relación con los macacos, “si no te veo, no existes”, comprenderéis mejor el temor que sentí hace unos días cuando se alteraron las reglas de comportamiento habituales de esos primates que, a pesar de tener solamente el tamaño de un perro mediano (mayor y más cachas en el caso de los machos), disponen de cuatro manos, de unos buenos colmillos, y de una mente humanoide (controlan perfectamente el tráfico y no he visto a ninguno que muriese bajo las ruedas de los automóviles).
Érase una vez en que yo regresaba por la carretera después del paseíto que hago al atardecer hasta un bosque que es de mi gusto, cuando, al llegar a una parte en que, debido a la pendiente de la montaña, te encuentras encerrado entre un muro que trepa por la izquierda y un precipicio que desciende por la derecha hacia el Lago Esmeralda, me di de bruces con la multitudinaria tribu de macacos que corre por aquí (hace años había contado a más de setenta, pero ahora deben superar el centenar). Puse la mirada sobre el asfalto cumpliendo con mi rol de hombre invisible, y empecé a cruzar entre aquella manada que venía en el sentido contrario. Los tenía por todos lados y no dejaban de llegar más y más.
Todo funcionó según lo esperado hasta que pasó junto a mis piernas una señora que, al estar a punto de tener la regla, la pobre iba un poco alterada, e hizo simplemente lo peor al empezar a chillar como si yo le hubiese mordido su ridícula cola. De forma parecida a cómo sucede con los lobos, los macacos acuden siempre a las llamadas de auxilio y, con ello, se arman frecuentemente unas terroríficas batallas campales en las que se reparten mordiscos a la velocidad del rayo. Y exactamente esto es lo que estaba organizando la monita con sus chillidos histéricos mientras tiraba de mi pantalón.
Tras una primera y errónea reacción en la que me revolví dispuesto a defenderme con la bolsa de tela que uso como honda (en la que llevo la imprescindible y sólida linterna china), lo único que conseguí fue aumentar el coro de monos que daban la alarma señalándome como en “La Invasión de los Ultracuerpos”.
Entonces, afortunadamente, tomó los mandos el superviviente que llevo dentro. Teniendo claro que me iba en ello la vida (según dicen, los macacos matan a más gente que los depredadores y las serpientes), reemprendí mi camino con los cojones encogidos y el corazón martilleando, y me obligué a no volver la vista hacia los idiotas peludos que seguían berreando a mis espaldas. Gracias a la señora Sicología, di en el clavo al suponer que los gritones se quedarían dónde estaban, y que, a pesar de lograr juntar a toda la parentela a su alrededor, lo harían cuando ya me hallara a buena distancia y sin que tuviesen claro quién era el supuesto enemigo. Os lo juro: si no me jiñé de miedo fue gracias a la virginidad de mi esfínter.
Faunópolis
Un buen día: Serían las seis de la mañana cuando llegué junto a la tumba de mi difunto amigo Fredy (el hijo de puta descansa, en paz, en la parte más bonita del bosque). Un pollo de “búho marrón” (qué nombre más desaborido para un pájaro tan espectacular) se había posado sobre la cerca metálica y me observaba tranquilamente. Todavía conservaba el inmaculado plumaje blanco; pero, a pesar de seguir siendo un pipiolo, cuando extendió las inmensas alas y voló hasta un árbol cercano instalándose junto a su madre, comprobé que ya igualaba a ésta en tamaño. En la rama de al lado, e igualmente sin perderme de vista, había un segundo “pollito”. Por la tarde, mientras estaba sentado en otro bosque con un porrito entre los dedos y la vista entre las ramas, descubrí de pronto y justo a mi lado, a menos de tres metros, a un ciervo que, debido a la dirección del aire, no se había enterado de mi presencia (excepcionalmente silenciosa, pues casi siempre estoy cantando). ¡Ja! Ambos tuvimos la misma sorpresa en el mismo instante y justo antes de que el ciervo saliese por piernas.
Igual que en Dehradun, Haredwar y Rishikesh, ahora el gobierno de Uttarakhan también ha prohibido las bolsas de plástico en los centros turísticos de montaña como Mussoorie, Ranikhet y Nainital. En realidad esta es solamente otra de las acciones simbólicas que tanto gustan a los indostanos, pues, al haber crecido la clase media que tiene dinero en los bolsillos, el número de las bolsas de plástico es mínimo si se lo compara con el de los envoltorios de galletas, chips, cacahuetes (y demás piscolabis de los que hay una diversidad impresionante), tabaco (de fumar, mascar o esnifar) y, por supuesto, el de las botellas de agua y refrescos que llenan las cunetas. La palabra reciclaje todavía no ha hecho acto de presencia en este país, y si ves un contenedor de basura lo más fácil es que esté por los suelos junto con todo su contenido. Evidentemente tal mal no se limita a la India, ya que el resto de los países del Sudeste Asiático le llevan varios decenios de ventaja.
Se quedó en el tintero. La noche del incendio forestal, mientras nosotros nos emborrachábamos en “Chill Street” y el señor Jabalí luchaba contra las llamas junto al lago Esmeralda, el señor Oso y su familia se las veían con un tercer incendio que llegó a pocos metros de su granja. Cuando estos bosques dejaron de humear, durante los cinco o seis días siguientes (sobretodo de noche) no dejamos de ver diferentes incendios que arrasaban con las montañas de los alrededores. Tras el paso de las llamas, y gracias a que los grandes árboles no sufrieron más que un poco de calor, el suelo ennegrecido se cubrió rápidamente de hojas secas en cuanto sopló un poco de viento, y a los pocos días ya no quedaba rastro del drama.
Sucesos
La industria japonesa invadió la India a finales de los años ochenta trayendo el plástico, la tele y, por supuesto, los automóviles (de los que antes solamente corrían unos pocos “Ambassador”, modelo que heredaron de los ingleses). Y durante los últimos pocos años, mientras las metrópolis y las carreteras se abarrotaban de vehículos, han aparecido en escena, y con mucho éxito, los coches de lujo de gran tamaño que conducen unos caballeros muy occidentalizados a los que ves paseando al perro de mañanita.
La India se está convirtiendo en una potencia económica mundial (sus multimillonarios no dejan de adquirir empresas europeas y norteamericanas y la vivienda más cara de la Tierra se encuentra en Bombay), pero ello no es óbice para que el 77% de sus habitantes sobreviva con menos de 20 rupias diarias (32 céntimos de euro), y 158 millones residan en barracas (el país también se encuentra en la cola en cuanto a derechos humanos). Desde el momento de su independencia del Imperio Británico, en la India ha habido 65 millones de desplazados (sobretodo tribus y “dalits”: los últimos de los últimos) de los que nadie sabe el paradero.
Uno de los datos que aparecen frecuentemente en los periódicos tiene que ver con la creciente profundidad en que se halla el agua subterránea en diferentes partes del país.
Mira lo que pienso
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.