Con vuestro permiso entraré en escena montándome el numerito de la conversación social, vecinal y superficial, y os daré los buenos días aclarando que son las nueve en punto de la mañana de un día primaveral: solecito, buenas temperaturas, y ni un poquito de niebla. Cosechan la mostaza y ya preparan el arroz. El espacio se llena de libélulas de vida efímera tras las que corren las gallinas y los pájaros insectívoros. Aunque me he subido el alquiler (en cada ocasión me preguntan cómo andan mis bolsillos), debido a la devaluación de la rupia sigo pagando menos de noventa euros al mes por la cabaña y la comida. Sauraha continúa con sus altibajos turísticos, y puede abarrotarse instantáneamente hasta los topes después de haber pasado varias semanas completamente vacía. Mis días se llenan con unas placenteras rutinas que altero pocas veces porque al llevarlas a cabo también creo estar realizando una ceremonia energética (¡Ja! Vamos a ver qué deducís de esto).
Érase una vez una conversación social que se daba alrededor de una hoguera. Las llamas rompían la oscuridad iluminando los rostros de los presentes desde abajo mientras un chico contaba: “Esta tarde un tigre ha matado a un hombre que estaba segando hierba en la jungla”. Continuando con el mismo tema, un hombre mayor dijo: “Hace un par de semanas, cuando mi primo recolectaba leña, se lo llevó por delante un rinoceronte al que, a pesar de su envergadura, no vio hasta que lo tuvo encima. Estuvo de suerte, pues no sufrió ninguna herida mortal y saldrá pronto del hospital”. A continuación tomó la palabra una campesina cubierta de arrugas: “A una vecina de mi aldea la mató un elefante. Igual que le sucediese a tu primo, ella prácticamente se metió bajo sus patas sin verlo. Lo sé porque estábamos juntas y me salvé por los pelos”. Ahora fue una chica joven quien tuvo algo que contar: “Hará cosa de dos años, una noche en que solamente estábamos despiertas yo y mi madre, ella puso de pronto el dedo sobre sus labios ordenándome guardar silencio y, después de escuchar atentamente, me susurró que había un elefante cerca. Entonces, en el mismo instante en que yo le respondía, “Qué va, son imaginaciones tuyas”, el muro (de adobe y caña) de la casa se vino abajo, y ante nosotras apareció un elefante que se disponía a triturarnos con sus colmillos de dos metros. Quizás os parezca difícil de creer, pero todos logramos escapar y nadie salió herido gracias a que el monstruo se entretuvo bebiendo el “roxi” (licor casero de arroz) que encontró”.
Un anciano tuvo asimismo algo que añadir: “Nunca se debe decir que vas a matar a tal o cual elefante porque te pude suceder lo mismo que a un vecino mío, quien, tras maldecir al que le había pisoteado los sembrados, éste se presentó en su casa por la noche y, aunque no trató de herir a nadie, aplastó la vivienda hasta que no quedó nada de ella”. “En nuestra aldea”, este era otro hombre, “nos hemos visto obligados a financiar nosotros mismos la instalación de unas cercas eléctricas porque el gobierno hacía oídos sordos a nuestras súplicas”. Y este un chico: “Durante la última semana hubo dos tiroteos entre los guardas forestales y los furtivos”. “Ayer encontraron a otro rinoceronte muerto”, esta era la chica de antes; “parece que ahora intentan enterrarlos para no dejar rastro de sus crímenes”. Yo abrí la boca para comentar una noticia del “Kathmandu Post”: “Este último mes la policía y el ejército han decomisado 142 kilos de huesos de tigre y 122 kilos de sus dientes. Pero también 1.550 kilos de lana del Antílope Tibetano (que se halla en peligro de extinción). ¡Para conseguir tal cantidad de lana (que en el mercado hubiese costado medio millón de euros) se habrían matado hasta diez mil animales!”. Quien me quitó la palabra era un funcionario del parque: “El gobierno indio y el nepalés están trabajando juntos por primera vez para llevar a cabo un censo de los tigres que hay en el Terai. Se supone que serán unos quinientos, pero para lograr un cálculo más aproximado se seguirá la fórmula de las organizaciones occidentales censando asimismo a los herbívoros que les sirven de alimento”.
La gente tiende a creer que los campesinos dedicados al cultivo de “plantas ilegales” se forran, y no es así en absoluto porque, como ya empezaran a hacer los británicos al obligarles a plantar opio en el Siglo XIX, tienen que aceptar el precio que les imponen los mafiosos, y a continuación gastan este dinero adquiriendo la comida que, de otra manera, conseguirían de sus campos. Y cuando a todo ello se le suma la llegada de la policía y la quema de la cosecha, el resultado ha de ser nefasto para unas familias que sobreviven día a día.
A pesar de que, como extranjero, me pondría generalmente del lado de los turistas advirtiéndoles de que les estaban tomando el pelo, al haberme convertido prácticamente en un “sauraheño” tomo el partido de los guías locales, que en realidad son mis vecinos y deseo que se ganen unas rupias extras con los despistados.
Telegráficamente hablando
Faunópolis: Durante los primeros y rápidos instantes de incertidumbre en que me encuentro con un elefante hasta que compruebo que es un anciano, las emociones que me dominan son totalmente extremadas al pasar del terror total a la tranquilidad. Ayer me crucé con uno en un sendero del bosque que generalmente me pertenece en exclusiva; al advertir su extraña forma y color en medio del verdor, la primera reacción fue la de comprobar si llevaba un jinete encima. Al ver que no era así, y que además no se trataba de uno de los “pensionistas” conocidos, mis manantiales de adrenalina empezaron a manar a tope. No, no era un elefante salvaje, pues de serlo no creo que os lo estuviese contando, sino uno doméstico al que no por ello temía menos, y mientras buscaba algún árbol al que pudiese trepar me aparté del sendero sin preocuparme de los pinchos ni perderlo de vista (él tampoco me quitaba el ojo). Luego siguió su camino, y me calmé.
Mira lo que pienso
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.