Aunque todos conozcáis de sobra el vino francés, el queso francés y, supongo, el beso francés, seguramente no sabréis cómo es el aperitivo francés, del que existe la versión del mediodía y la de la tarde. En esta época del año, cuando en la Francia meridional hace un calorcito muy mediterráneo (son las nueve de la mañana y ya estoy sudando a pesar de ir en bolas), las visitas y las invitaciones a tomar el aperitivo del atardecer se repiten con una deliciosa frecuencia, y yo, acompañando al amigo occitano, gozo de ellas un día sí y otro también.
Para aportaros unas imágenes suficientemente claras, me referiré a dos casos concretos. El primero se dio en una casa ajardinada de nueva construcción que se halla en una zona residencial a las afueras del pueblo; la pareja que nos había invitado, ambos de unos cuarenta años y pico, él mostrando sus genes franceses con una nariz y unas orejas de buen tamaño, ella hija de valencianos y luciendo en casi toda su amplitud unos senos recién operados, tienen un dogo argentino completamente blanco, pero no albino, de aspecto y tamaño impresionantes, que se me echó encima dándome lametazos en el momento que crucé la verja. Poco después llegó otra pareja de invitados que era natural de aquella parte septentrional del país en la que se filmó la divertida comedia “Bienvenidos al Norte”, y nos deleitaron hablando con la típica y cómica jerga de esa región, “¡Eh!”. En cuanto nos sentamos en el jardín, y bajo la sombra de un árbol, poco después de la siete, la mesa se cubrió de bebidas y diferentes tapitas. En Francia la palabra aperitivo es sinónimo de “pastís” (tradicional de Marsella), y ése es el licor con que se empieza generalmente el aperitivo (con el occitano, y dependiendo del día, lo alternamos con ron añejo del Caribe). Mientras nos tomábamos copas picoteando esto y aquello, el personal no dejó de liar canutos con hierba de producción propia. Después de dedicarnos a tales actividades durante dos o tres horas, y cuando un servidor ya llevaba un pedo mayúsculo y creía haber comido por tres, sirvieron una cena que incluía diferentes ensaladas, montones de carne y, por supuesto, vino. El cóctel que se creó en mi interior al juntar el “pastís”, con el tinto y las diversas y fuertes clases de maría, resultó explosivo, y poco antes de medianoche, siguiendo siempre mis normas características, desaparecí de escena justo antes de desfallecer.
El otro aperitivo francés lo tomamos en una antigua masía de piedra; en esta ocasión, intentando hacer menos el ridículo, limité la dosis alcohólica a un solo baso de “pastís” mientras a mi alrededor las cuatro parejas francesas, que andarían entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años, bebían whisky y vino sin dejar de liar continuamente porros que incluso llegaban a acumularse en el cenicero sin haber sido terminados. Las fórmulas fueron parecidas a las de la reunión anterior, en este caso asando la carne en una barbacoa y acompañándola con una deliciosa ensalada de arroz (evité precavidamente tocar el vino…). Sin embargo la fiesta empezó realmente tras terminar de cenar, cuando, sin más licor de por medio pero continuando con el mismo ritmo “mariano”, nos trasladamos a una bodega abovedada de piedra en la que había una extensa colección de instrumentos musicales y se conseguía un sonido de ensueño (cuatro guitarras eléctricas, un bajo, una batería, suficientes bafles y micrófonos para un concierto público, una mesa de mezclas, y todo lo que se pueda imaginar para la percusión con timbales y congas venidos de las cuatro esquinas del mundo). El más joven de los hombres se sentó tras la batería, el que se había pasado el rato cocinando tomó la guitarra solista, el occitano, la rítmica, una de las mujeres se pegó al micro, y yo estuve las dos horas siguientes gozando en exclusiva de una deliciosa “jam session”. Estas reuniones sociales resultan muy educativas para el viajero, pues te permiten observar de cerca a la gente y las costumbres locales; añadiré que, sin excepción, los amigos del occitano muestran en todo momento una delicada y buena educación que resulta encantadora. A pesar de comprender un poco la lengua francesa, yo desconecto de forma parecida a como lo hago entre los nepaleses o los indostanos, y me lo paso en grande sufriendo el ametrallamiento de ideas fantasiosas con que me ataca mi desmadrada imaginación.
Al comentar con el occitano las paranoias locales acerca de la seguridad infantil de la que os “hablaba” en la última crónica, me dijo que cuando era un crío pedalearía hasta veinte kilómetros de distancia para ir a bañarse en un río junto con sus amigos, de donde solamente regresarían al atardecer para cenar sin que sus padres tuviesen la menor idea de tales actividades. Caso parecido al mío, pues con menos de diez años íbamos en bicicleta hasta otros pueblos que se hallarían a diez kilómetros, a los once anduve perdido varias horas por las oscuras calles de Palma de Mallorca, y con catorce desapareceríamos durante semanas haciendo autostop (una de mis sobrinas cruzó varias veces Europa levantado el dedo cuando solamente era una adolescente). ¿Qué ha cambiado?
Según me aseguran, la lengua occitana (mucho más antigua que la francesa, a la que aportó muchas palabras) morirá cuando lo hagan los pocos ancianos que todavía la hablan. Además la situación del catalán, el bretón y otras lenguas locales es parecida a excepción del corso. Con ello creo que los catalanes ibéricos deberían felicitarse por haber sufrido al obtuso gobierno de Madrid que, con su inflexibilidad, y al contrario que el de París, ha conseguido que su cultura se halle quizás en un momento muy álgido. ¿Es una lotería cósmica parecida a la que situó a los tibetanos del Ladakh en manos del impresentable gobierno indostano en vez de aprisionarles bajo el yugo tiránico del de Pekín?
Telegráficamente hablando
Mira lo que pienso
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.