UNA EJECUCIÓN. Ayer, al llegar frente a la casa de Shankar mientras daba mi paseo matinal, vi de reojo y bajo unos árboles a dos hombres que tenían colgado de un árbol lo que de entrada, debido a mi cultura infantil, tomé por un cerdo al que hubiesen degollado y se dispusiesen a despedazar. Un instante después sufrí un duro choque emocional al comprender que en realidad se trataba del perro blanco que me acompañaba diariamente hasta el río, al que estaban ahorcando y todavía agonizaba. ¡Ah! Como diría Joe de Lanzarote, me puse como una moto a pesar de la amabilidad con que se dirigieron a mí los verdugos (que eran del Servicio Forestal pero iban de paisano) para explicarme, “Éste y los otros tres perros que viven por aquí (la perra rubia, el macho negro y, según él, también el de Shankar) se han acostumbrado a atacar a las manadas de ciervos que vienen a pastar de noche en la pradera de al lado, y hoy han matado a dos de ellos”.
Debido a que no era la primera vez, pues han cercado la pradera (en la que se celebran las carreras de elefantes) dándole la forma de una encerrona en la que los ciervos se sienten perdidos (en la jungla no los alcanzarían ni por casualidad), los cuatro habían sido condenados a muerte siguiendo el sistema nepalés para solucionar los problemas. El perrito de Shankar, que es corto de patas e incapaz de cazar tan sólo a un conejo, fue indultado tras muchas súplicas por parte de su amo. Los otros dos se salvaron porque se lo olieron (en este caso literalmente), y desaparecieron de escena obligando al oficial del Servicio Forestal a pasarle el encargo al borracho de la aldea, quien, por supuesto, se olvidó inmediatamente del tema.
Tras contaros todo esto añadiré que le solté los peores insultos (ya os dije que resultaban muy útiles), y ni tan siquiera me callé cuando me mostró a dos pobres ciervos con las tripas al aire. De regreso a mí cabaña, y a través del día, empecé a avergonzarme de mi comportamiento, más acorde con el de un turista que se mete donde no le llaman y cree tener la respuesta para todo (mi mujer le habría partido la cabeza y hubiésemos terminado en la cárcel); mientras que la filosofía del viajero ha de limitarse siempre a observar sin intervenir (posición que cambiaría si me convirtiese en vecino) aunque solamente sea para mostrar el debido respeto por las costumbres locales (¿o acaso debería haberme enfrentado al abuelo y patriarca de la familia que me había dado cobijo en una aldea africana cuando azotaba a su nietecita con una vara?).
Al atardecer le pregunté a Shankar, “¿Sabes dónde vive el puto verdugo?”, “Junto a la estatua del tigre”, “¿Puedes acompañarme hasta allí?”. No le hizo ninguna gracia porque, lógicamente, el otro también había terminado cabreadísimo, pero al fin cedió. Al verme llegar el oficial del Servicio Forestal, creí que iba a pegarme, pues tal era la ira que llevaba; pero, claro, el pobre no estaba preparado para enfrentarse a la verborrea judeo-catalana-radiofónica con la que le pedí perdón, y terminamos dándonos la mano como dos buenos amigos.
Yo cumplí con esa ceremonia diplomática (porque no es sano crear malas energías ni ser esclavo de tus emociones) sin dejar de cagarme mentalmente en la puta madre que lo parió a él y a los asesinos de todo el mundo que matan anualmente a unos veintidós millones de perros, animales que son unos encantadores idiotas natos y han colaborado activamente en la evolución de la raza humana.
Una veterinaria de mi pueblo que visitó el Nepal hace cinco años se horrorizó al ver cómo ejecutaban a los perros callejeros de Katmandú inyectándoles un pesticida que les provocaba una larga y dolorosa agonía, y fundó una organización mundial de veterinarios que vienen todos los años para vacunar, esterilizar y curar la sarna de tan sufridas criaturas.
COSAS DEL KARMA. Érase una vez un hombre de Sauraha, casado y con una hija, que se afilió el gremio de los guías forestales simplemente porque le gustaban los animales, la jungla y la maría, y en vez de perseguir a los turistas se pasaba las jornadas holgazaneando bajo los árboles. Tan placentera vida se fue al carajo el día en que unos guardas forestales le encontraron cerca de un rinoceronte al que se acababan de cargar unos cazadores furtivos con los que ellos habían intercambiado los obligados disparos. ¡Bang! ¡Bang!
A pesar de estar desarmado, y debido quizás a que le tuviesen un poco de ojeriza, le acusaron del delito, y fue condenado a seis años de cárcel, de donde, sorprendentemente, salió convertido en un santón (en vez de un criminal como sucede habitualmente…) que, como decíamos en los años ochenta, pasaba de todo.
Dándole la espalda a la sociedad, edificó un áshram de bambú en un terrenito que tenía, plantó maría por los alrededores, y se dedicó a fumar chíloms con los cada vez más numerosos seguidores. Meses más tarde llegó a Sauraha una mujer inglesa, forzuda, guerrera, calentorra, y antigua aviadora de las Fuerzas Aéreas Británicas, que quiso ligarse a un joven local; pero éste, al no estar acostumbrado a tal comportamiento femenino, se atemorizó y, para librarse de ella, la acompañó hasta el áshram, donde hizo gran amistad con el santón.
Después de pasar varios meses allí comiendo, fumando y viviendo como Dios, ella decidió partir, y le regaló al buen hombre un moderno chaquetón con docenas de bolsillos. Al quedarse él a solas él descubrió que la echaba terriblemente en falta, y se limitó a colgar ceremoniosamente la prenda en un árbol negándose a usarla. Llegado el invierno, y en un día lluvioso que era especialmente frío para un sitio como Chitwán, el santón recibió la visita de su hija; y cuando ésta, al ver que temblaba, le dijo que era un papanatas y prácticamente le obligó a ponerse el chaquetón, al hacerlo encontró en uno de los bolsillos varios miles de dólares (era antes del euro) que la inglesa le había regalado en secreto. Con tal fortuna pudo comprar un montón de hectáreas de terreno en las que, aparte de plantar más maría y árboles de “rúdrax” (para poder dar las sagradas semillas de sus frutos a los devotos), creó un pequeño paraíso para los animales de la jungla. La inglesa regresó tres años después y estuvo encantada con el fin que él había dado a su dinero. Karma.
MONÓLOGOS TABERNARIOS
FIN DE TEMPORADA. Termina el visado que podría alargar dos meses más en Katmandú, pero los reservaré para el otoño. Termina la primavera que aquí tiene la forma de un verano andaluz. Y he dado por terminada la novela que empecé en noviembre (360 p.). Me despido de nuevo de la encantadora gente de Sauraha (de la que, insólitamente, incluso me caen bien los jóvenes), de los niños que lavan diariamente sus uniformes escolares, del becerro de búfalo que vi nacer hace dos días, del chaval de catorce años que ayer sufrió un accidente con la motocicleta de su padre sin tener, por supuesto, carné de conducir, del tatarabuelo centenario que en realidad no es tatarabuelo de nadie porque nunca tuvo hijos con la difunta tatarabuela que sí tenía una hija de un antiguo matrimonio, de las manadas de ciervos que se dejan ver con más frecuencia gracias a la ausencia de turistas, del travieso elefante de tres años, y también me despido de mis buenos amigos los perros.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.