Hoy voy con retraso. A pesar de haber corrido de un lado a otro desde las seis de la mañana, ya son las diez y cuarto, y mira cómo estamos. Nos encontramos en esa época “terrible” en la que, debido al canto de los pájaros, a partir de tal hora ya no hay quien duerma. Pero las “molestias” no terminan ahí, pues además aparecen flores por todos lados y acabas mareado ante tanto color y perfume; en esa parte del decorado van incluidos unos inmensos árboles sagrados que se han cubierto de carnosas y grandes flores rojas sobre sus ramas peladas, con las que colorean el suelo. La maría también ha brotado, y su aroma me acompaña durante unos paseos de los que ahora regreso invariablemente sudando como un cerdo: ducha va, ducha viene.
Lo que aquí denominan como primavera, a cualquier europeo le parecería puro verano. Como cada año en esta época, Sauraha se ha llenado de recién nacidos. En el hogar de Shankar, que es el arquetipo de los demás, la cabra parió dos preciosos cabritos; ella no sabe que ha salvado el cuello gracias a que ambos son machos. Cada una de las tres mamás gallina va seguida de doce pollitos. Caso parecido al de las señoras pato, que gozan especialmente porque se están inundando los arrozales dejándoselos a su gusto y medida. Además la cerda parió siete lechones preciosos de los que han sobrevivido seis: cuatro completamente negros, uno rubio dorado y uno normal (o sea del color de los occidentales…); les quitan toda la dentadura al nacer (parecen tener un brújula que les guía inmediatamente hacia los pezones) porque, si no, a los dos días ya estarían martirizando a la madre y dejaría de alimentarlos. Éstos juegan con tres cachorros de perro que se quedaron huérfanos: a Dolly se la llevó un jeep por delante, a su hija se la zampó algún depredador nocturno, y a la madre del tercero la envenenaron. Contemplando tantos animales, le pregunté a Shankar si sabía cuántas gallinas corrían por su casa, y me confesó no tener la menor idea. Creo que el noventa y nueve por ciento de la fauna de Sauraha, incluida la humana, goza de una buena vida ya sea más o menos larga.
Hay otro espectáculo genial que se da solamente de mañanita en el que interviene como actor principal un elefante jovencito de talla media al que ya le salen los colmillos y está siendo domesticado debidamente. En la comedia (realmente cómica como lo son todas las que representan los elefantes jovencitos) también actúan su señora madre y una de sus tías. Las dos hembras lo encierran entre ellas, y los tres llevan una gruesa cuerda enrollada en el cuello que les mantiene unidos, mientras bajan por la calle a una velocidad endiablada y ocupando totalmente la calzada: “¡Abran paso!”.
Tal como era de suponer, la instalación y el cuidado de los corrales electrificados para los elefantes corre a cuenta de una organización extranjera, y al frente de ella se halla una veterinaria occidental. Hace poco fui testigo de una de sus insólitas tareas cuando se dedicaba a pulirle las “uñas” a la mamá elefante, a la que mantenían echada mientras el bebé (siempre travieso) se lo pasaba bomba molestándoles con la absoluta creencia de que todo era un juego organizado para distraerle.
El tatarabuelo nonagenario de la familia de Narmada es como un manantial del que brotan docenas de aventuras selváticas (avaladas por las cicatrices del escuálido cuerpo que no cubre ni tan siquiera en invierno), y el otro día nos contó una que no tiene desperdicio. Sucedió una mañana en la que se había adentrado ilegalmente en la jungla con los búfalos y éstos se dieron de bruces con un tigre que hacía la siesta. Sin pensárselo dos veces, los búfalos se lanzaron contra el tigre (yo no me fío un pelo de esos cornudos), y éste solamente logró salir ileso del percance pegando un gran salto con el que pasó por encima de ellos (que continuaron su carrera sin detenerse) y terminó aterrizando ante el boquiabierto tatarabuelo. Ambos se observaron por unos electrizantes instantes, y luego el gatito se alejó mostrando la dignidad obligada en el rey de la jungla.
Cuando yo era un poco más joven (no hace mucho de ello, tan sólo cuarenta años y pico) nunca tuve la necesidad de pelearme porque (aparte de ser listo, miedica y pacífico) entre mis amigos se encontraban un par de fuertes guardaespaldas que nos evitaban tales molestias. Con ello, y gracias a ellos, me especialicé en detener las peleas (generalmente cuando el bravucón de turno ya se encontraba en el suelo pidiendo clemencia). Tras explicar esto podréis comprender que el otro día reaccionase debidamente al ver que el hermano empanado de Shankar (quien se pasa el día sonriendo bobaliconamente hasta que coge unos cabreos impresionantes en un santiamén) se liaba a puñetazos con un tipo. El resto de la familia y el vecindario los contemplaban pasivamente siguiendo la tradición nepalesa de no mover un dedo, y continuaron quietos y observándome asombrados cuando fui hasta los contendientes para detenerles.
La relación con Shankar, Narmada y su familia empezó hace tres años cuando, tras verme visitar cada mañana el templo de Shiva que hay frente a su casa, me invitaron a tomar chai con ellos. A partir de entonces les estuve comprando diariamente medio litro de leche hasta que, al fin, me limité a pagar lo mismo pero tomando el té con ellos. El siguiente paso se dio hará cosa de un año el día en que el tatarabuelo prohibió que se me cobrase por la leche, y empecé a traer las pastas de hojaldre del desayuno. No obstante tal fórmula se alteró hará cosa de un mes al descubrir la gran cantidad de té y azúcar que gastaban, momento en el que me adjudiqué el cargo de intendente logrando mejorar todavía un poco más nuestra unión energética.
Talibania
Mira lo que pienso
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.