La crónica cósmica

La crónica cósmica. ¡Más, quiero más y lo quiero ahora!

EL EXTRANJERO EN CASA – He regresado a mi pueblo y mi domicilio es la misma cabaña de madera en que viviese la última vez que estuve aquí hace seis años largos. En ella encuentro el ecosistema adecuado para un marcianito como yo: es pequeña por dentro y grande por fuera, tiene un muro verde alrededor y un buen bosque a corta distancia por el que pasear y cantar asustando a los jabalíes, que en contadas ocasiones se dejan ver.

Aparte de docenas de pájaros silvestres, comparto este domicilio con dos gatos gordinflones (“a house is not a home without a cat”) que recientemente se cargaron a una pobre serpiente que vivía en el jardín. Su máximo interés, por supuesto, es colarse en mi cabaña y esconderse bajo la cama; título de la novela: “La Insolencia del Gato”. También hay un chucho pardo, pequeñajo y peludo, llamado Mic que pasó las de Caín antes de llegar aquí: primero estuvo entre las rejas de una protectora de animales cordobesa y después fue adoptado tres veces por gente que no valoró sus buenas aptitudes y se desprendió de él como si fuese un trasto inservible. Es un superviviente nato y ha obedecido mis órdenes desde el primer día consiguiendo que lo lleve de paseo sin tener que atarle.

Igual que me había sucedido en las últimas ocasiones que estuve en mi pueblo, me cruzo con viejos conocidos que me saludan afablemente, “¿Cuándo has regresado?”, a los que, ya sea debido a su avejentado aspecto o a mi senilidad, no recuerdo. Por suerte, ahora, excusándome en la maldita mascarilla anticovid, puedo pedirles que se identifiquen y evitar hacer el ridículo. Y hablando del puto virus, ya me he inscrito para conseguir la Cartilla Sanitaria Catalana y tener derecho a ser vacunado.

DE CINE – La película “Nomadland” no me pareció nada del otro mundo a pesar de mi admiración por la actriz principal, Frances McDormand, que se lo curra de valiente. Pensé que era una especie de reportaje acerca del tipo de vida de esos nuevos nómadas que os mencionaba en otra crónica. Supongo que le resultará más interesante a la gente que hace vida sedentaria y desde sus sofás observan con curiosidad y a través de la pantalla las costumbres exóticas de otros lugares.

A finales de los años noventa viví dieciocho meses de esa forma, en una auto-caravana. Partiendo de la Selva Negra alemana, crucé Suiza, parte de Francia, España y Portugal circulando siempre que era posible por carreteras comarcales. Yo iba al volante y mi mujer, de copiloto con la “Guía Michelin” en las manos. Iniciamos aquel largo periplo llevando con nosotros un gato, una gata de veintidós años y una perra.

Por lo general acampábamos en bosques, campos baldíos o cualquier sitio aislado, y solamente nos hospedábamos en algún camping cuando necesitábamos hacer la colada o deseábamos tomar una ducha caliente. Con anterioridad, ella y yo habíamos permanecido varios años en la India y el Nepal y habíamos desarrollado el olfato para localizar sitios de nuestro gusto. Solamente nos hubiese faltado que el vehículo tuviese tracción a las cuatro ruedas y unas placas fotovoltaicas para recargar las dos baterías sin vernos obligados a circular o regresar a la civilización para hacerlo; pues, por lo demás, nuestra auto-caravana rozaba la perfección, con una buena calefacción y demás comodidades.

Cuando acampábamos y abríamos las puertas, nuestros animales partían de inmediato a explorar los alrededores. A la vieja gata, Mushi, que había sido de mi difunto suegro, la mataron unos perros en una playa del Cabo de Gata. El gato, que era asilvestrado y un guerrero de cuidado, podría desaparecer durante varios días y a veces nos veíamos obligados a permanecer en un lugar más tiempo del planeado mientras esperábamos su regreso. En los parques de Sintra, en Portugal, se fugó definitivamente, y aunque aguardamos inútilmente tres semanas antes de partir, no nos fuimos apesadumbrados porque en aquella colina cubierta de árboles llegados de todo el mundo, había miles de gatas. En un bosque de Sevilla encontramos un cachorrito de podenco de pocas semanas que habría abandonado algún tipo insensible y lo adoptamos; era de color canela y lo bautizamos con el nombre indostano de Lalu (Coloradito).

Aunque, como he dicho, casi siempre nos instalábamos en el campo, también lo hicimos en algunas poblaciones históricas que deseábamos visitar a fondo; pero no aparcábamos en las afueras, sino en el mismo centro del barrio antiguo. De esa forma permanecimos varios días en Córdoba, Cáceres, Salamanca, Toledo, Lisboa, Ávila, Burgos y muchas ciudades más. Tras visitar a unos amigos en Dos Hermanas, entramos en Sevilla durante la Semana Santa justo antes de que, como todos los años, cerrasen la ciudad a cal y canto para llevar a cabo las celebraciones religiosas. Aparcamos en el Parque de María Luisa y pudimos darnos el gusto de ver todo el espectáculo, con miles de personas alrededor de nuestra vivienda sobre ruedas, mientras tomábamos unos cubalibres y nos fumábamos unos cigarrillos de la risa.
También recorrimos la preciosa ribera del Duero hasta su desembocadura en Oporto. Después visitamos las costas de Galicia, e hicimos el Camino Santiago de Compostela en el sentido contrario, partiendo de esta ciudad hasta llegar a Jaca, en Aragón, desde donde fuimos a saludar a la parte de mi familia que residía en el Valle de Benasque, al pie de los Pirineos.

Cuando al principio mencioné que circulábamos por carreteras comarcales, me quedé corto porque, gracias a la precisa “Guía Michelin”, nos dábamos el gusto de hacerlo por carreteritas dejadas de la mano Dios en las que resultaba raro encontrar algún vehículo, que casi siempre era un tractor. En la provincia de Córdoba estuvimos varios días aparcados junto a una carretera en la que no pasó ni un solo vehículo.

Aunque únicamente he nombrado unas pocas ciudades que conoceréis, estuvimos en docenas de pueblecitos de los que, para recordar sus nombres, tendría que releer los diarios que entonces escribía en unos blocs que guardo en la casa de la Selva Negra. Eran enclaves perdidos en el tiempo en los que sus gentes nos trataron siempre con mucho amabilidad e incluso se preocuparon de nuestras necesidades, como pedirle al alcalde que nos permitiese montar nuestro campamento gitano en la calle mayor si así lo deseábamos, o indicarnos el sendero que nos llevaría a un pueblo cercano famoso por su jamón, en el que los felices cerdos ibéricos corrían libremente por los bosques de encinas y sus habitantes iban a tomar el aperitivo montados a caballo.

Durante aquel año y medio solamente una vez nos cruzamos con un ratero, que forzó la frágil puerta de la auto-caravana en la capital portuguesa y nos mangó unos CD. Por lo demás, a pesar de estar casi continuamente en lugares solitarios, todo funcionó de maravilla sin altercados ni incidentes peligrosos. En realidad, así ha sido en todos mis viajes, pues los seres humanos me han tratado siempre de maravilla, fuese cual fuese el país en que me hallase.

Mi opinión acerca de los racistas incluye adjetivos como obtusos, incultos, palurdos, acojonados (el racismo brota del miedo), estúpidos y primitivos. ¿Acaso no hay que de definir así a quien meta en un mismo y despectivo costal a todas las personas de una raza o una nacionalidad de las que quizás no haya tratado mínimamente a una sola de ellas? A mí no me gustan los chinos o los rusos que se hallan en el gobierno, pero tengo muy buenos amigos de esos países, a los que estaría insultando si dijese cualquier cosa negativa de sus compatriotas. Me repelen los norteamericanos como Trump y sus secuaces, pero si hablo de los habitantes de su inmenso país lo haré pensando en mi buen amigo californiano. Caso parecido al de Netanyahu u otros fanáticos judíos que putean a los pobres palestinos, pues al recordar mis días en Israel pensaré en los amigos pacifistas que terminaban encarcelados por negarse a coger un arma. Y las mismas ideas y sentimientos tengo en cuanto a la gente que conocí, y con la que en muchos casos conviví, ya fuese en Turquía, Siria, Egipto, Sudán, Senegal, Gambia, Colombia, Bangladesh y otras docenas de países en los que los malditos racistas no han puesto nunca los pies, si no fue llevando una cruz por delante o todo un ejército detrás.

MIRA LO QUE PIENSO

A veces me arrepiento de lo que he dicho, pero siempre me arrepiento de lo que no he dicho.

Nos definen nuestras acciones, no nuestras palabras: somos lo que hacemos.

Los hindúes ya sabían hace miles de años que la Tierra era redonda.

Al cambiar continuamente de país, hago repetidas veces algo parecido al absurdo cambio de horario de verano e invierno, que a vosotros os obligan hacer dos veces al año.

En el Siglo XI, Avicena escribió: “La vida se mide por su intensidad, no por su duración”.

Quienes cortan el bacalao están posponiendo con diferentes excusas los cambios ecológicos sobre la energía sostenible y limpia para terminar con la polución, mientras que, debido a la aparición en escena del Covid19, se han llevado a cabo cambios drásticos e inmediatos. Uno de los que ha sido totalmente de mi gusto es el de las restricciones en la vida social y el silencio que reina por las noches en un país tan ruidoso como Celtiberia.

Ecología y consumismo: los seres humanos terráqueos sois como unos aristócratas decadentes y malcriados, y mataréis a la gallina de los huevos de oro porque vais a ser incapaces de cambiar vuestros hábitos: ¡Más, quiero más y lo quiero ahora! Sirva de ejemplo que, cuando vienes de un país como el Nepal, resulta chocante la cantidad de utensilios y potingues que hay en una cocina o en un cuarto de baño occidentales. Recuerdo que en cierta ocasión hice una comparación parecida diciendo que en una casa cualquiera de la India había más cosas que en toda una aldea africana.

A pesar de que los militares de todos los países se han demostrado repetidamente incompetentes provocando miles de muertes accidentales entre sus hombres o entre la población civil, han sido contadas las ocasiones en que se les juzgue o tan siquiera se cuestionen sus métodos.

Estoy leyendo con mucha satisfacción el ensayo del autor uruguayo Eduardo Galeano, “Espejos – Una Historia Casi Universal”, del que no haré más comentarios que el de decir que me ha recordado en cierta forma al que escribió Paul Tabori titulado “Historia de la estupidez humana”.

Información importante para los fumadores de maría: si os paran en un control de tráfico el día siguiente de haberla fumado y dais positivo en la prueba de saliva, podéis exigir que os hagan un análisis de sangre con la casi total seguridad que dará negativo.

No me interesa predicar, pero tampoco escuchar, y sólo ocasionalmente aprender.

Grandes inventos de la humanidad: la tortura, la calumnia, la falacia, el chantaje, la hipocresía, la mentira, la codicia, la ambición, la censura, la envidia, la sangrienta Inquisición y el alambre de espino.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba