SUTILES DIFERENCIAS. Cuando los animales de la especie humana cambiamos de sitio, país o cultura como yo al saltar de la India al Nepal, es inevitable que hagamos comparaciones. La sección de estas crónicas llamada Talibania se alimenta sobre todo con las noticias que selecciono de los periódicos indios, mientras que las del Nepal me sirven para la de Faunópolis, con gente que muere a causa de los animales (¡O los relámpagos!), y contrabandistas a los que detienen con pieles, colmillos, cuernos o huesos de animales protegidos.
Al cruzarme de noche (aquí en el Nepal) con alguna mujer que va a solas, o al encontrar a dos chicas sentadas en el bosque charlando tranquilamente, recuerdo las barbaridades que sufren las mujeres indias. Pero también pienso en los indios, en este caso los machos, cuando cojo una borrachera con hombres (¡Y mujeres!) nepaleses sin que enloquezcan.
Supongo que habréis visto en la prensa al rinoceronte que se estuvo paseando por el bazar de la cercana ciudad de Hetauda (pasé por allí el día antes viniendo de Bengala); el animalito (de varias toneladas) estaba de mal humor, y aparte de mandar al Cielo a una “anciana” de sesenta y un años, y a siete vecinos más al hospital, de paso mató a una vaca y a un búfalo que no le habían dicho ni “¡Mu!”. Al final lo llevaron de vuelta al parque escoltándolo con cuatro elefantes que hacían las veces de policía.
¡Maldita sea, me estoy adentrando en la crónica sin aclarar a los que andáis cortos de imaginación que me hallo en Sauraha y estoy instalado en la misma cabaña de las últimas veces, la del “Oso Perezoso”! Cuando venía hacia aquí e iba encontrando excusas para desechar los lugares que veía, al fin terminé confesándome que, después de dos años, me apetecía mucho regresar a Sauraha, deseo que se debía tanto al sitio como a sus amables habitantes.
La primera persona con la que me crucé fue la madre de la familia con la que vivo, y a ella la siguió su encantadora hija, quien, tras darme un abrazo más europeo que nepalés, me hizo la pregunta que más me gusta: “¿Cuánto quieres pagar?”. Después de residir tres meses en la diminuta habitación de Konarak (2 x 3 m.), esta cabaña (5 x 5 m. sin contar el amplio baño) me parece inmensa; añadidle a esa información que además está decorada con gusto y tiene una cama de matrimonio, y otra sencilla que yo uso.
A pesar de suponer que ya os había contado estas cosas en otras ocasiones, os las suelto de nuevo al suponer asimismo que estaréis un poco amnésicos (como yo) y no las recordaréis. ¿O es que acaso voy a empezar esta obligada acuarela sin mencionar a los elefantes que tengo como vecinos y durante la noche se meten en mis sueños con sus conciertos de trombón de varas o el grave gruñido parecido al de un león monstruoso?
En mi primer recorrido por la población fui saludado de tal manera por unos y otros como para hacerme creer que había regresado a mi pueblo, y no fue así solamente con la gente, sino sobre todo con los perros; hay una perra negra y larguirucha a la que conocí al venir en el 2009 que, a falta de palabras, hizo una gran demostración de mímica para darme la bienvenida; caso parecido al del peligroso macho negro que, cuando regreso de noche, se me viene encima gruñendo y, quizás para que no me pierda, me agarra la mano con la boca para guiarme hasta mi cabaña acompañado de otros perros.
Igual que en las últimas ocasiones, cada día tengo tres sitios entre los que escoger a la hora de cenar, en mi pensión porque el precio de la cabaña (85 euros mensuales) incluye la alimentación, y en las casas de dos buenos amigos que me miman y se disputan todas las tardes mi compañía convenciéndome de ser menos antipático de lo que pensaba.
Sin pedirlo o desearlo, pero también sin rechazarlo, durante esta primera semana he comido carne cada día (“nonveg”), y a veces también en el almuerzo. En cuando al alcohol ha sucedido más o menos lo mismo sin que yo haya comprado una sola botella, y al fin les tuve que parar los pies negándome en redondo a tomar una copa más; fueron cuatro días de abstinencia que terminaron anoche con el licor casero de arroz llamado “roxi” que nos ofreció la abuela porque no le apetecía beber sola.
Los guardas forestales detuvieron recientemente al tatarabuelo centenario dentro del parque. Os lo retrato: tiene el pelo blanco, la piel cobriza, y casi dorada, cubierta de cicatrices producidas por cocodrilos y otros animales, está flaco como un fideo, en invierno viste solamente un pequeño lungui y en verano un taparrabos, va descalzo, y lleva una caña de bambú en la mano con el que plantará cara al más pintado. Continuemos: al ser un tipo indomable, pidió permiso a los cándidos guardas forestales para echar una meada, y se les escabulló arrastrándose entre la hierba de elefante. ¡Ja! Tras haberos hecho algunos comentarios en las últimas crónicas acerca de la caza de brujas, ahora os explicaré que este marchoso tatarabuelo es un renombrado brujo y chamán (igual que su preciosa bisnieta), y ayer recibió la visita de un tipo que le quería contratar para que matase a alguien haciendo magia negra; el buen hombre se limitó a excusarse diciendo que no tenía tiempo para esas tonterías.
La metamorfosis de Sauraha continúa paulatina pero imparablemente: Los bares y restaurante con terrazas que hay frente al río han cortado la playa y ya no es posible recorrerla de arriba abajo, los edificios de ladrillo se multiplican y sustituyen a los de adobe, los campos son parcelados y entre ellos se van adivinando unas futuras calles.
Un cambio positivo: Se han levantado más cercas electrificadas y los elefantes afortunados ya no pasan los días esposados. Lo que no cambia: La gallina y la docena de pollitos que pasan la noche bajo un armario, sus hermanas que pretenden hacerlo sobre el respaldo de las sillas y han de ser llevadas al gallinero, el árbol sin hojas cuyos extraños frutos resultan ser una veintena de loros haciendo la siesta, la sabrosa agua subterránea que se extrae con bombas manuales (de las Naciones Unidas…), el barullo nocturno que arman diez mil ranas en los arrozales recién inundados, las miríadas de diminutas ranitas (tamaño de la uña del dedo meñique) que saltan por todos lados obligándome a hacer milagros para no pisarlas, y el silencioso paso de los elefantes domésticos, de los que ya hay más de un centenar.
LOCURAS DEL INDOSTÁN
TALIBANIA
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Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.