NOCTÁMBULOS. En cada ocasión que me dispongo a regresar hacia mi cabaña bajo las estrellas tengo que escuchar el mismo consejo por parte de la abuela (mujer que no tendrá más de cuarenta y cinco años pero es la más vieja y la jefa de la familia matriarcal desde que muriese su abuela el año pasado): “Debes tener mucho cuidado porque Turbe cruza por aquí todas las noches”. Os aclararé que el tal Turbe es un elefante de largos colmillos al que bautizaron con el nombre de un oficial de los Guardas Forestales muy reputado al que mató. Las recomendaciones de la abuela también incluyen el alcohol, pues sabe por experiencia que a los elefantes les va la marcha y, guiados por su fino olfato, se meterán en una casa buscando la vasija de “roxi”.
Debido a las muchas veces que en el pasado la abuela sufriese ataques nocturnos por parte de los elefantes, con el frágil tabique de caña y adobe viniéndose abajo y el monstruo metiendo la cabezota en el dormitorio, ahora continua sufriendo el mismo temor aunque reside en una sólida casa de ladrillo. Curiosamente, ella me suelta el “No bebas para que Turbe no vaya a por ti” a pesar de ser la que elabora la bebida (no solamente con arroz, sino también con diferentes tipos de verduras) y nos la sirve sin tener que pedírsela.
Para terminar de provocar mis paranoias, me dice que yo debería evitar vestir de blanco porque, siempre según ella, es uno de los colores que molestan a los paquidermos, caso contrario al de las panteras que no parecen verlo o comprenderlo.
Por el momento no he tenido el gusto de conocer personalmente a Turbe, pero al moverme en medio de la oscuridad absoluta creo verlo por todos lados hasta que empiezo a escuchar los “peligrosos” gruñidos con los que mis amigos perrunos me confirman que no hay elefantes en la costa.
Es una pena que el tatarabuelo centenario peque de silencioso (como tantos hijos de la jungla), porque el número de sus aventuras es incontable y se podría llenar un libro con ellas. El mayor de sus biznietos me cuenta una de las anécdotas que la familia recuerda frecuentemente por la noche alrededor de la hoguera: “La difunta tatarabuela siempre acusaba al tatarabuelo de que se metía en el bosque para encontrarse con sus amantes, y un día en que estaba más celosa de lo normal le persiguió con un hacha en la mano consiguiendo que él desapareciese durante todo un mes, tiempo que pasó en la jungla durmiendo en los árboles y alimentándose con las setas, los tubérculos y la fruta que recogía”. ¿Os lo imagináis? ¿Veis al viejo flaco como un fideo, con cara de mala leche y vistiendo solamente un taparrabos, agarrado al tronco de un árbol y corriendo el riesgo de caerse durante el sueño mientras escucharía correr por debajo a los tigres, los osos, los elefantes y los rinocerontes? ¡Ni Tarzán ni hostias, lo de este viejo reviejo sí que es el poder de la jungla!
Antes de cerrar esta crónica “sauraheña” comentaré que estamos gozando todas las tardes de unas ruidosas tormentas premonzónicas que aligeran el creciente bochorno, y ayer, mientras veía unas escenas de la preciosa película “Caballo de Guerra” (gracias señor Spielberg) en las que caían rayos y truenos a mansalva acompañados de un viento huracanado, sucedió exactamente lo mismo en la realidad (en este caso con los elefantes del vecindario colaborando en el espectáculo con sus trompeteos), y pensé que esa sería la forma adecuada de apreciar el séptimo arte.
FAUNÓPOLIS
MONÓLOGOS TABERNARIOS. En la crónica de la semana anterior me inventé el personaje de un pirata cosaco al que supuestamente había encontrado en una taberna marsellesa, asimismo ficticia, y en cuya boca puse las palabras que había escuchado de una persona real; es una clase de patraña que uso para mantener el anonimato de la “Voz Profunda” de turno (Watergate) al mismo tiempo que intento darle el toque de “érase una vez” para hacerlo más ameno (“¡Fracasaste, mamón!”).
A causa del imparable flujo de información interesante que me está llegando a través de ese conducto, he decidido crear una nueva sección a la que he bautizado como “Monólogos Tabernarios”; y el primero de éstos se lo dedico a una alemana de unos cuarenta años, rubia, feúcha y delgada llamada Ingrid, quien me contó: “Vine por primera vez a la India cuando era una adolescente convencida de ser ya una mujer, pero en la ciudad de Bhopal el conductor de un “auto-ricchó” se encargó de dejarme las cosas claras al detener el vehículo en un descampado, ponerme un cuchillo en la garganta, y violarme repetidamente; después me robó cuanto poseía y me dejó a solas en la noche. Acababa de descubrir en qué tipo de país me encontraba, y no denuncié el caso a la policía temiendo que el remedio fuese peor que el mal. Empeorando las cosas, me hallaba en un barrio musulmán en el que las pensiones y los hoteles, siguiendo las leyes del Islam, tenían prohibido alquilar una habitación a una mujer sola, y terminé durmiendo en el suelo de la sala de espera para mujeres de la estación ferroviaria, donde por cierto disponían de dormitorios para los hombres pero no para las mujeres. Contradictoriamente, me enamoré de la India, y desde entonces he continuado viniendo a pesar de ser molestada y toqueteada docenas de veces”.
GILIPOLLEANDO. Este mes otorgaremos nuestro premio a la mayor gilipollez al señor Dehnavi, residente de Teherán y religioso de profesión, quien afirmó: “Si un hombre deja embarazada a su esposa pensando en otra mujer, su hijo será homosexual”. Lo que no explicó ese obtuso caballero es en qué o quién estaría pensando su padre al follarse a su madre para que su hijo le saliese idiota.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.