LOS GITANOS EN RUTA POR LA CARRETERA. Aunque desde Kanchanaburi podría ir hacia el norte de Tailandia en autocar, prefiero regresar a Bangkok para hacer el viaje en tren y durmiendo confortablemente en una litera. Sigo aterrorizándome al adentrarme en la inmensa metrópoli durante más de una hora y media compartiendo un minibús prácticamente vacío con dos soldados y un lama. Luego voy hasta la estación central de los ferrocarriles en un rápido “tuk-tuk”, (triciclo-taxi).
Al ir sobrado de tiempo (como siempre) puedo dedicarme a gozar del espectáculo que incluye montones de turistas occidentales (todos pegados a la “tableta” o al teléfono), yonquis esqueléticos (auténticos zombis más muertos que vivos) y, por supuesto, las caras de muchas chicas tailandesas de una gran belleza que son auténticas obras de arte (Bangkok continúa pareciendo un desfile de modelos).
Suena el himno nacional y todo el mundo se pone de pie guardando un respetuoso silencio. La conjura de los abstemios: Han prohibido el alcohol en las estaciones y los transportes públicos: 10.000 bahts de multa (casi 300 euros), 2.000 por fumar, y 5.000 por no llevar el cinturón de seguridad en los autocares, un año de cárcel por pintar el símbolo anarquista en los muros de un edificio público (caso real), pena de muerte por criticar al rey o al ejército, y también en los casos de corrupción: ¡Dictadura militar!
Cruzo la calle para tomar una cerveza en un bar donde un camarero “lady-boy” da un masaje gratuito a los clientes. Ceno en un chiringuito acompañado de varias ratas del tamaño de un gato.
Normalmente habría escogido un vagón con ventiladores (que además son más baratos), pero el tren que me llevará hacia el norte es completamente de aire acondicionado (730 bahts), y me veo obligado a pasar un frío polar. Comparto el espacio con una tribu de simpáticos holandeses (treinta y cinco incluyendo a catorce niños de diferentes edades). Limpieza tailandesa: Un tipo va detrás del revisor barriendo los fragmentos de papel que se desprenden de los billetes al ser perforados. Un empleado me hace la cama con sábanas impecables y una manta recién salida de la lavandería. Duermo como un angelito y despierto en cuanto empieza a amanecer.
Voy en busca del vagón restaurante y me alegro al descubrir que es de los antiguos, o sea que no tiene el puto aire acondicionado, las ventanillas están abiertas y, rizando el rizo, todos los currantes del tren se juntan allí para fumar: “¡Bidi pió! ¡Chai pió!”.
Me siento junto a una ventanilla gozando del viento y el paisaje. Recorremos unas densas junglas. El color verde de los trópicos me sabe como una ducha purificadora que se lleva el agobio provocado por la gran ciudad. Veo por primera vez lo que (sucede habitualmente) podría denominarse como “la muerte del bambú”, cuando todas las plantas de esta especie la palman de pronto en varios kilómetros a la redonda. Están preparando los desayunos y empaquetan con láminas de plástico cada plato, vaso o taza. Una veintena de perros, y un número similar de gallinas, esperan ansiosamente la llegada del tren en una pequeña estación parecida a una casita de muñecas con unos delicados jardines, y entiendo la razón cuando el cocinero se asoma por la ventanilla para arrojarles las cortezas de pan de los bocadillos.
Llegamos a Chiang Mai a las nueve y media de la mañana del día 17 de julio del año tailandés 2558. Me informan que la estación de autobuses se encuentra solamente a unos tres kilómetros y, pensando en hacer un poco de ejercicio, voy hasta allí andando con el equipaje a cuestas. Al enterarme que el autocar con el que continuaré mi viaje no partirá hasta varias horas después, en vez de dar un paseo por esta ciudad que ya conozco de otras ocasiones, opto por sentarme en una cafetería y dedicarme a leer la excitante novela de Tom Clancy “Threat Vector” que llevo conmigo: ¡Maldita sea, sus personajes se cuelan en mis sueños nocturnos mezclándose con los de las películas que veo y los de la novela que escribo, y además lo hacen en mi pueblo y entre mis familiares y amigos! ¡Esto de recordar los sueños es realmente agotador!
El autocar (seis horas: 270 bahts) tiene una azafata que reparte agua, galletas y dulces entre los pasajeros, y después se pasa el resto del tiempo paliqueando con el chofer: “No hable con el conductor”. ¡Ja!. Hay pocas poblaciones que rompan con el verdor continuado que enmarca la carretera. Fin de trayecto en Chiang Khong y frente al Río Mekong cuando ya es de noche. Mañana termina mi visado tailandés y cruzaré el “Puente de la Amistad IV” para entrar en Laos.
RECUERDOS DE UN PASADO RECIENTE
ASÍ HABLO EL SEÑOR TOLSTOI (con quien comparto el amor por los animales y el horror que sufro ante el trato que les dan los seres humanos
PALIQUE VIRTUAL. “Tras la última charla llegué a la conclusión de que no nos enviabas tus empalagosas y aburridas crónicas para que te conozcamos mejor, sino para vengarte de que te pongamos a parir”, “Chico listo”. “¿Y planeas insistir mucho en tu vendetta?”, “La pura verdad es que mi corazoncito me suplica casi todas las semanas que os indulte”. “No te mortifiques, pues, aparte de mí, que soy masoquista, nadie las lee”, “Umm, esto me tranquiliza”. “Has afirmado en más de una ocasión que (con las crónicas) también pretendes alimentar nuestra imaginación, pero de lo que puedes estar seguro es que nos provocas ganas de viajar, sobre todo al demostrarnos continuamente que se puede hacer con poco dinero”, “Vaya, hombre, ahora ya no me caes tan mal”. “Vete al pedo”, “Que te zurzan”.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.