LO QUE SE QUEDÓ EN EL TINTERO. ¡Rediós, parece inevitable que siempre me precipite, y que, tras dar por terminada y enviada la crónica de turno, empiece a repasarla mentalmente descubriendo que le faltaba un trazo por aquí y un poco más de color por allá! A la prepotente descripción de cómo conseguí que Gora me rebajase el precio de la cabaña, debería haberle añadido que no me empujaba solamente mi tacañería judeo-catalana, sino también el hecho de tener un miserable saldo de trescientos euros en mi cuenta corriente y saber que, si no deseaba quedarme colgado, debería ahorrar para poder pagar los futuros desplazamientos y los malditos visados: A los amigos indostanos les comento muchas veces que el valor del dinero se multiplica por el número de kilómetros que te separan de tu tierra.
Poniéndole un poco de fantasía podríais completar o alterar esa comedia de enredos imaginando que, mientras yo me montaba el número del tahúr, Gora pensaba, “Echaré una mano a este pobre viejo occidental aunque no me cubra tan siquiera los gastos de electricidad”. La alegoría de llevar una carta escondida en la manga debería haberla completado aclarando que al hacer ese tipo de movida estoy apostándolo todo a una sola carta, pues lo hago sin tener todavía la menor idea acerca de la comida familiar, los ruidos molestos (los altavoces que han instalado en una diminuta iglesia cristiana para celebrar las Navidades y funcionan con un generador), la existencia de senderos para pasear, o el vecindario, que puede ser insoportable al convertirte en su centro de atención o distracción: Ahora mismo, mientras estoy escribiendo sentado en el porche, unas niñas me contemplan alucinadas desde el camino que pasa frente a esta finca, y sacan la cabeza entre el muro verde como lo harían unos guerrilleros tratando de camuflarse. En Laos salí escaldado al instalarme en una casa que pocos años antes fuera un reducto de paz y ahora tenía un bar al lado del que sólo descubrí su existencia al llegar la noche.
Terminaré con esta parrafada aclarando que, como sucedía con las familias de las Colinas Kumaon y Sauraha, Gora puede hacerme este precio tan simpático porque me alimenta con las verduras de su extenso huerto (muchas de ellas desconocidas) y el arroz de sus campos, y que está encantado de tener en su casa al único turista que se ha dejado caer por aquí desde hace varios años porque, esa es la realidad, la gran mayoría, vosotros incluidos, se limita a aportarle beneficios a una u otra compañía hotelera sin que jamás dé a ganar una rupia al pueblo llano.
VIDA SOCIAL. Nuestro corresponsal en Colombia me comentaba que a estas crónicas debería añadirles de vez en cuando algún mapa de situación para orientar a los sufridos lectores; pero al no poder ni saber hacerlo me limitaré a explicaros que me hallo cerquita de la frontera meridional de Bhután, país del que ayer recibí la visita de una chica encantadora que tenía una belleza asiática digna de ser plasmada en una cuadro y me estuvo haciendo preguntas hasta terminar con mi paciencia. Esas visitas al que ya denomino como mi porche se suceden unas a otras sin que por el momento lleguen a ser agobiantes. La más sorprendente tuvo como protagonista a un policía que, tras cruzar la valla de bambú que delimita la finca (como lo hacen con todos los campos, huertos y viviendas para evitar la entrada de las vacas, los cerdos negros y rechonchos, y las cabras (a éstas les cuelgan una varilla del cuello con la que impiden que se cuelen entre las cañas) que van por todos lados a su aire), se acercó hasta esta cabaña y me pidió permiso para subir; yo pensé que vendría a comprobar mi visado o el inexistente libro de registro (en estos últimos dos meses solamente me registraron debidamente en la pensión de Varanasi), y estuve a punto de soltar una carcajada cuando se postró ante mí para tocarme respetuosamente los pies: ¡Estos indostanos están locos!
FAUNÓPOLIS. Aunque la aldea de Dharikari se halla a varios kilómetros de los lindes del Parque Nacional de Nameri (la mayor concentración mundial de búfalos), cuando le pregunté a Gora si tenían problemas con los animales, me dijo que por lo general no era así, pero que a uno de sus hermanos lo había matado un elefante frente a su casa. La prueba de la presencia de elefantes está en el característico estiércol que encuentro al pasear por la jungla, éxito que se lo debo a los senderos abiertos por los leñadores furtivos, pues de otra manera es impenetrable.
Ahí van unas imágenes que incluyen uno de esos senderos (de un metro de ancho) encerrado entre unos muros de matas (de tres metros de altura) que me cortaban completamente la vista. La mayoría de los árboles eran jóvenes, y solamente de vez en cuando sacaba la cabeza alguno gigantesco y centenario. En las ramas de uno de éstos merendaba una familia de monos langur de pelo negro que no había visto nunca. Pasó volando un pájaro del color del lapislázuli (mayor que una paloma), al que un momento después lo siguió otro que era igual de espectacular, un “oriol dorado” (como el que ahora mismo me observa desde un árbol que hay frente al porche). Y entonces, junto a mí, pero tras el muro verde, retumbaron de pronto los cascos de un ciervo (diría que de buen tamaño a pesar de que no lo viese) que me devolvió el susto que yo le acababa de pegar, y empezó a ladrar en cuanto se hubo alejado un poco. Ahora el “oriol dorado” (en realidad amarillo eléctrico) está haciendo el tortolito con una “tórtola”: “¡Mezcla de castas! ¡Sacrilegio!”.
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Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.