“¡Ding – Dong! ¡La compañía “Royal Jordanian” anuncia la salida de su vuelo hacia Amman!”. “Podrían añadir que lo hacen con una hora de retraso”, les comenté a los numerosos miembros de una familia de mi pueblo que iban a pasar una semana visitando ese país (el abuelo, los tres hijos con sus esposas, y una colección de críos). Al ir corto de tiempo, tras aterrizar en Amman crucé el aeropuerto trotando para embarcar inmediatamente en el siguiente avión que me llevaría hasta Delhi.
Hacía tiempo que no ponía los pies en la India debido, especialmente, a las gilipolladas que se monta su gobierno para concederte algo tan simple como lo es un visado de turista, y en esta ocasión podría haber sucedido de nuevo. Cuando ya había adquirido el billete para una fecha determinada, tuve que cambiarla porque la embajada india me devolvió la solicitud diciendo que debía acompañarla con un certificado de solvencia económica. ¡Ja, son increíbles! Afortunadamente me había puesto en manos de una eficiente agencia de viajes en vez de hacer personalmente todo el papeleo a través de Internet, y ésta, aparte de sacarse tan absurdo certificado de la manga, se las arregló para que la compañía jordana cambiase mi reserva sin un cargo extra. Sin embargo, todavía no habíamos terminado, pues los kafkianos funcionarios indios incluyeron en mi visado de seis meses una pequeña nota en la que consta que dentro de noventa días deberé abandonar el país aunque solamente sea para salir y volver a entrar. Lo de que son increíbles se queda corto: ¡Son la hostia… de imbéciles, claro!
Al empeñarme en sacar siempre el mejor partido de las circunstancias (sean cuáles sean), aprovecharé este obligado cambio de planes para visitar ciertas partes de la India cercanas a la frontera oriental que no conozco. Hice el segundo vuelo acompañado de una joven pareja musulmana de la que, al ver que no dejaban de bromear continuamente entre ellos (especialmente la chica), llegué a la conclusión que debían ser hermanos. Entre la colección de películas que podía escoger, me quedé con “El abuelo que saltó por la ventana y se largó”, novela que leyera este verano en casa del amigo occitano.
Aterrizamos en el aeropuerto “Indira Gandhi” poco antes de las cinco de la mañana, y lo hicimos acompañados de unos bochornosos veintiséis grados de temperatura que parecían cuarenta. Milagrosa e insólitamente no había las colas habituales, y solventé los trámites de aduanas en un santiamén. Me encanta el mundo moderno; en este caso me refiero al Metro que, aparte de ahorrarme las rupias del taxi, me llevó en otro santiamén hasta la estación central de los ferrocarriles y al barrio de Pahar Ganj. Me adentré en sus dormidas callejuelas y, entre docenas de hoteles, alquilé como en las últimas ocasiones una habitación en la pensión Rama (que dispone de un generador y el ventilador continúa funcionando cuando cortan el servicio eléctrico) por el precio de cuatrocientas rupias (un euro = 77´66 rupias). Era el tipo de residencia denominada como “hotel de veinticuatro horas” porque no debes dejar la habitación libre antes de las doce del mediodía, sino cuando se cumplan las veinticuatro horas de tu llegada. Dormí un rato y salí a la calle (igual de cansado) dispuesto a solucionar asuntos prácticos.
Empecé a sudar inmediatamente como un cerdo, e igual que si estuviese en Bangkok o Belem tomé una ducha cada vez que volvía a mi habitación. Saqué dinero de un cajero automático (lo digo de nuevo: me encanta el mundo moderno). Fui a la estación de los ferrocarriles y conseguí un billete para esa misma noche hasta Kathgodam con el descuento de un cuarenta por ciento que hacen a los viejos como yo. A continuación me dediqué a comprar las cosas que no hallaría al llegar a mi destino: una linterna recargable, incienso de buena calidad que no sea tóxico, una camisa “kurta”, “Liv.52” (el mejor reconstituyente natural para el hígado), y cigarrillos bidis (o biris dependiendo de la pronunciación) de mi marca preferida.
Comprobé que la inflación de los últimos años había disparado los precios con la única excepción de los chíloms (pipas), de los que conseguí uno de primera calidad por setenta y cinco rupias. Un detalle: los comercios de Delhi ya no usan bolsas de plástico, igual que en California, donde las han prohibido. Mientras corría de un lado a otro sudando sin cesar adiviné que aquel exagerado bochorno iba a provocarme cagaleras, y las acepté sin darle dos pensamientos ni correr hacia la primera farmacia temiendo haber cogido una disentería: ¡Un servidor no toma ni aspirinas!
Lo primero que te sorprende al llegar a la India es la cantidad de bebés que ves por todos lados; los llevan en brazos, sobre todo los padres, y se podría creer que son un órgano más de sus cuerpos. Pero también te asombra la exagerada densidad de la población. De ésta tuve la mejor muestra al meterme por la noche en la estación de los ferrocarriles de la Vieja Delhi, donde no dejaban de llegar y partir larguísimos trenes completamente abarrotados en los que los pasajeros debían luchar enconadamente para lograr simplemente entrar o salir; se debía a que estábamos en el mes de octubre y se juntaba el fin de la larga celebración de Dussehra (pronunciado Dashera y dedicada a la diosa Durga) con una festividad musulmana, y al día siguiente empezaba la de Purnima (la Luna). Mientras contemplaba aquellas multitudes (que me recordaban a las de Bangladesh) desde la confortable litera de mi tren con aire acondicionado (sábanas, almohada y manta = 310 rupias), vinieron a mi memoria las opiniones de los amigos que me visitaran en Chitwán, Nepal, a quienes les sorprendía la poca población de ese país al compararla con la India.
Cuando nos pusimos en marcha dejando atrás aquella locura, me limpié la nariz, y al ver la asquerosidad negruzca que salió también pensé en el reportaje que leyera pocos días antes acerca de la buena salud y demás ventajas que comporta la vida en el bosque. Desperté al llegar a Kathgodam, que es el fin de la línea y se halla a quinientos metros de altitud. Desde allí tomé un jeep con el que ascendí por una serpenteante carreterita hasta los mil trescientos metros en tan sólo veinte kilómetros. Me dirigía a la misma casa de las Colinas Kumaon rodeada de campos y bosques en la que pasara los monzones hace un par de años, donde era esperado porque les había avisado de mi llegada desde Delhi.
Mira lo que pienso
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.