Aunque he pasado este último mes pensando en quedarme más tiempo en Laos, me mosqueaba tener que pagar los tres dólares diarios que me cobraban para extender el visado (me salía más a cuenta ir hasta Tailandia y volver inmediatamente a Laos), y solamente decidí largarme el último día, que precisamente era el de Navidad.
A las nueve de la mañana salí de casa, a las nueve y media partí en la parte trasera de un pick-up, y a las diez tomé un autocar turístico (en el local-bus que vine a Vang Vieng llegaron a meter una motocicleta y dos cabras en el corredor). A las tres de la tarde llegué a Vientiane, y fui en un “tuk-tuk” hasta una pequeña estación de los ferrocarriles (no sabía que existiesen) en la que ya pasé las aduanas laosianas. El tren partió a las cinco, y un cuarto de hora después cruzaba el “Puente de la Amistad” sobre el Río Mekong (hay un semáforo que se encarga de detener a los vehículos para dejar pasar al pequeño tren).
A las seis se ponía en marcha el tren hacia Bangkok, adonde llegamos (con tres horas y media de retraso) a las nueve y media de la mañana. Sin pisar la calle, tomé el Metro, y luego un autobús que me paseó durante una eternidad entre los constantes atascos de tráfico de la capital. A las dos de la tarde, y en un microbus, salí disparado de Bangkok (el joven conductor iba de Fittipaldi, y me lo pasé bomba). A las cuatro llegué a Kanchanaburi y, tras alquilar un pick-up hasta el sitio al que deseaba ir, a las cinco me instalaba en una habitación que se encuentra a tres metros exactos del Río Kwai y a un par de kilómetros de su famoso puente.
Con vuestro permiso, ahora haremos un pequeño viaje en el tiempo, exactamente al año 1987 (o sea el 2530 de los budistas). Aquel verano permanecí varias semanas en un lago de Cachemira llamado Manásbal (una joya de la naturaleza que está rodeada de prados y esconde diecisiete manantiales bajo sus puras aguas) en el que hice amistad con dos mujeres muy distintas, una suiza y la otra holandesa. La primera, que era muy bonita, se encaprichó conmigo a pesar de que (o precisamente debido a esto…) yo no le hacía el menor caso, porque tenía puesta toda mi atención en la holandesa. Llegados aquí, os aclararé que ésta se llamaba Eva, y solamente tenía de holandesa el pasaporte, pues sus padres provenían de las Islas Molucas, y su cara y el color de la piel eran los típicos de aquellas gentes. Era poco atractiva, menos coqueta, siempre estaba seria, y hablaba solamente de cosas serias. Añadiré que era dura como el granito, y que, por lo menos aparentemente, pasaba totalmente de mí. Aunque no llegase a enamorarme de ella, sí puedo decir que me atraía de una forma muy especial (hubiese sido la primera vez que me enrollase con alguien que no me gustase físicamente), y nos estuvimos escribiendo varios años. Una prueba de su carácter: viajó a solas por la China, el Pakistán y Kuwait.
Ahora volveremos al presente, y al autocar que me llevó de Vang Vieng a Vientiane. Cuando nos detuvimos durante el viaje para tomar algo, mis ojos se encontraron con los de una mujer canosa cuyo rostro tenía algo de asiático. Fueron solamente unos cortos instantes, pero su penetrante mirada pareció atravesarme, y con ello provocó que mi memoria reaccionase de forma parecida a las veces en que veo en un film a un actor secundario al que creo reconocer y no paro hasta dar con el origen aunque fuese una década antes. Cuando me llegó al fin la respuesta, yo busqué a la mujer entre los otros pasajeros y, tras acercarme a ella, le pregunté, “Tú eres Eva, ¿verdad?” Al momento ambos estábamos dando saltos y abrazándonos. Ella me presentó a su marido, y éste se emocionó como lo estábamos nosotros. Cuando nos despedimos al llegar a Vientiane y le confesé que había estado bastante colado por ella, Eva me dejó patitieso diciendo lo mismo. ¡Ja! ¿Qué habría sucedido si en el verano del año 1988 hubiese ido a Holanda (como tenía planeado en un principio) en vez de salir volando hacia Río de Janeiro para pasarme nueve meses recorriendo Sudamérica?
Yo vine por primera vez a Tailandia en el mismo año de 1987, y pasé unos días aquí, en Kanchanaburi, acompañado de un joven holandés que terminaría casándose con una chica de mi pueblo a la que conoció trabajando junto al Lago Titicaca, y al que encontré veinte años más tarde frente a la casa de mis padres. Éstos han sido solamente dos ejemplos de los frecuentes encuentros insólitos que se dan entre los trotamundos.
Al sospechar que Kanchanaburi habría cambiado mucho durante los últimos veinticinco años, yo venía mentalmente preparado para todo. Afortunadamente la ciudad ha crecido sobretodo por la parte apartada del río, y aunque han edificado muchas pensiones junto a éste, el sitio sigue siendo una preciosidad. ¿Una imagen? Mientras estoy escribiendo esta crónica sentado sobre la cama, a través de la ventana veo pasar a una mujer que anda entre los nenúfares con el agua hasta las rodillas. Tras ella cruza una de las esbeltas y rápidas canoas de diseño local (van a mil y solamente rozan el agua). La otra orilla se encuentra quizás a unos cien metros, y tiene el color verde de la hierba y los cocoteros.
Personajes variopintos
Mira lo que pienso
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.