VIDA DOMÉSTICA. ¡Feliz Divali! ¡Divali Je, Divali, Divali Je, Divali! Es la fiesta de las luces, los colores, las carpas, la comida y, sobre todo, las compras. En fin, que es la versión indostana de las Navidades, aunque debido a su antigüedad quizás fuese más correcto expresarlo al revés diciendo que las Navidades son la copia occidental de Divali, como también lo son sus divinidades y libros sagrados, que fueron evidentemente plagiados del hinduismo. Divali me recuerda asimismo a las verbenas debido a los petardos y los fuegos artificiales a los que los indios son exageradamente aficionados y no han dejado de petar continuamente desde hace cuarenta y ocho horas (ahora mismo, de mañanita, escribo acompañado de su estruendo). Como sería de esperar en un país caótico, esa afición deja tras de sí un montón de heridos, y también muertos, pues es raro el año en que no salte por los aires alguna fábrica ilegal de fuegos artificiales como sucedió hace pocos días matando a los trabajadores y llevándose por delante parte del vecindario. “¿Industria peligrosa?; ¿y esto qué es?”.
Por la noche en esta casa que resido actualmente reina un absoluto silencio a menos que la ronde el leopardo como sucedió anteayer, caballero que con su ruidosa y curiosa respiración despertó a la esposa haciéndole creer que alguien estaba serrando el candado de su tiendecita; pero durante el día, y gracias a los cuatro niños de diferentes edades que solamente saben hablar a gritos, el alboroto es prácticamente constante.
Bueno, en realidad sus madres hacen igual, y siguiendo las costumbres indostanas no dejarán de llamar a alguien hasta que conteste: si no lo ves, no te lo crees, pues se pueden pasar diez minutos insistiendo: “¡Pepito!, ¡Pepito!, ¡Pepito!, ¡Pepito!”. ¡Ja! Cuando hago la siesta este sonido ambiental me obliga a practicar el yoga de la abstracción hasta lograr que, a pesar de seguir oyéndoles, sus gritos y el ruido de sus carreras choquen con una especie de huevo protector parecido a un filtro contra las molestias. Lógicamente, y dependiendo de mi estado, unas veces funciona y otras no; pero ayer tuve un éxito total porque conseguí dormir una hora mientras estallaba un petardo tras otro en la sonora galería de la casa, o sea junto a mi puerta, que en cada ocasión se acompañaba del griterío infantil.
Aunque no me hayan gustado nunca los petardos (caso contrario al de unos buenos fuegos artificiales), valoro el hecho de que mantengan alejados a los putos macacos; me refiero a las tribus (o sea los grupos, siempre los grupos…), porque la relación que mantengo con los machos solitarios que encuentro por el bosque es respetuosa y tranquila aun hallándonos a un palmo de distancia. Para que comprendáis mejor el tipo de peligro que uno corre con estos monos debéis compararlos a un perro de mediana estatura, pero de increíble corpulencia, que en vez de pegarte un mordisco en la pantorrilla podría clavarte los colmillos en medio de la cara mientras te araña con sus cuatro manos.
El perfecto ecosistema de mi domicilio incluye el bosque perfecto bajo el que me meto con tan sólo cruzar el camino (que han convertido en calle con una capa de cemento de la que pronto no quedará ni rastro). Tras dar veinte pasos ya empiezo a acariciar árboles, hojas tiernas y flores, y puedo dedicarme a cantar sin correr el riesgo de ser apaleado. Mis paseos por la naturaleza son por lo general rutinarios (un sitio desconocido exigiría mi atención), ya que aparte de ir a los mismos sitios (que son, por supuesto, solitarios y totalmente de mi gusto) lo hago repitiendo las mismas ceremonias; lo comparo a los rituales místicos que los creyentes llevan a cabo en los templos (la jungla es mi templo), y las canciones que canto son parecidas al mantra que ellos recitan porque me permiten dejar volar la mente.
Me acostumbré a cantar mientras andaba al descubrir que de esa manera el ritmo respiratorio se adaptaba automáticamente al de mis pasos, y hace unos días, cuando hice de guía forestal para una pareja de Delhi, me encantó enterarme a través de la mujer que su gurú le había recomendado precisamente esto: Que pasease y, al mismo tiempo, cantase usando tonos graves, OM, porque de esa manera sus pulmones absorberían mejor el oxígeno. Ya que he hablado de esa mujer, quien por cierto es la delegada de Greenpeace en la India, aprovecharé para hacer también un comentario acerca del hombre, un reputado fotógrafo de la capital con sesenta y siete años a sus espaldas, al cual, tras haber sido presentados por el señor Jabalí y haber charlado un rato comprobando que entre nosotros parecían saltar chispas, le pregunté acertando, “Tú debes ser géminis como yo, ¿verdad?”.
Otra virtud de mi actual domicilio está en la comida; y es así porque, aparte de preparar los chapatis con el trigo que se ha cultivado en los campos familiares, en esta época del año el huerto que hay frente a mi ventana no deja dar verduras de todo tipo que en muchas ocasiones pruebo por primera vez. También puedo agradecer la buena y equilibrada alimentación a la absurda y galopante inflación que ha multiplicado el precio de las patatas hasta cuarenta y cinco rupias el kilo (normalmente estaría por debajo de las diez rupias), consiguiendo que hayan dejado de formar parte de casi todos los menús como estuvo sucediendo durante los últimos años (¡Rediós, te metían papas con arroz!).
Terminaré con el tema de mi domicilio apuntando unos últimos datos. Tras dormir varios meses sobre colchones occidentales, durante los primeros días la cama indostana me pareció más dura de lo que es. Estoy viviendo de nuevo la curiosa experiencia que comporta no disponer de un espejo y no haber visto mi “atractivo” careto desde que llegué aquí.
TALIBANIA
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.