UN DÍA CUALQUIERA. Despierto al amanecer con el canto de los pájaros. Al salir de la mosquitera descubro que la rata de campo que inspecciona todas las noches mi cabaña ha dado con las manzanas que compré ayer y mordisqueado una de ellas dejándome claro cuál es la más sabrosa: ¡Su poder olfativo dobla al de los perros! Aparte de este roedor de morro alargado y gran rapidez, y debido a la deformación que hay en la parte baja de la puerta de entrada, mi domicilio recibe continuamente la visita de un montón de bichos, sobre todo de diferentes tipos de escarabajos a cuál más colorido a los que frecuentemente debo rescatar y devolver al jardín porque el baño tiene para ellos una forma de encerrona de la que no saben salir.
También “gozo” por supuesto de la compañía de las termitas, de las cuales, tras tenerlas conmigo en las habitaciones de Assam y Orissa (dejaron el armario de Konarak convertido en una obra escultórica de arte rupestre), ya empiezo a preguntarme si se habrán metido en mi equipaje y estarán viajando conmigo.
Hago limpieza general (por este orden) de las tripas, la garganta, el cuerpo y el “hogar”. Suelto unos sonoros “¡OM!” esperando despertar a la pareja china de recién casados que se ha pasado la noche armando barullo en la cabaña de al lado. Salgo al exterior cuando el Sol saca la cabeza entre las palmeras que encierran los arrozales, y le deseo los buenos días juntando las palmas de las manos frente a mí, saludo parecido al que doy a un árbol sagrado (para los budistas) que hay en el jardín (del que ahorita no recuerdo el nombre). La población despierta lentamente.
Compro leche porque las ocho búfalas de los amigos con quienes tomo el té se han puesto todas de acuerdo en cerrar el grifo. Recorro un par de kilómetros saludando a unos y otros, buenos días por aquí y namasté por allá. La calle está bordeada de maría silvestre, y el terreno alrededor del templo de Shiva al que voy acompañado por cinco perros parece una jungla de tan beneficiosa planta; ningún “saurahanés”, sea cual sea su edad o sexo, cruzará frente a este lugar sagrado sin santiguarse.
Desciendo hasta el río cuando también lo hace una veintena de aldeanas con la hoz en el cinto que pretenden cruzarlo para meterse ilegalmente en el parque en busca de forraje, pero entonces aparece en escena una patrulla de guardas forestales, y salen todas por piernas. Encuentro a una de ellas escondida tras unas matas, y me cuenta, “Ayer una de mis vacas fue atacada por un cocodrilo mientras cruzaba el río, pero logró escapar llevándose como recuerdo solamente una herida en las ubres y otra en la cola. El año pasado esos mismos cocodrilos que toman el sol frente a los turistas se comieron a dos pescadores de mi aldea”. Os recomiendo dar una mirada a la foto que colgó un turista en Wikipedia bajo el título “El cocodrilo de Chitwan” en la que tal bichito sale disparado del agua con la bocaza abierta tratando de cazar a un pato “brahmini” que se salva por los pelos (o eso espero).
Saboreo el “chai” que ha preparado Narmada junto con el porrito que ha liado su marido; ellos lo beben sin leche alegando que están engordando demasiado, y les comento riendo que no se deberá tanto a esa pequeña cantidad de leche como a la carne que ahora comen casi diariamente. Al regresar a mi cabaña encuentro el “Kathmandu Post” bajo la puerta. No puedo dejar las sandalias afuera porque me las robaría la encantadora perrita blanca y manca que ha adoptado la hija de la casa. Si Willy Deville hubiese conocido a esa chica, seguramente le habría dedicado la canción “Cadillac Walk”; el amigo riojano sabe de qué hablo.
Tecleo unas páginas más de la novela que hasta ahora incluye en su elenco de héroes a dos comatosos catalanes, una indómita monja aragonesa, un navegante francés y su perro, dos agentes de la KGB que se enamoran de dos contrarrevolucionarias cubanas, un jamaicano amigo de Bob Marley, un mecánico indio que practica el Tantra, una desvergonzada chica inglesa, y el actor italiano de un serial que termina creyendo ser el personaje que interpreta.
El estómago me manda camino de la cocina: arroz de los arrozales familiares, lentejas, y verduras del huerto biológico que cultiva el padre.
Después de la obligada siesta, regreso a la casa de mis amigos para celebrar con ellos la fiesta del “Bartamán” en la que sus hijos de catorce y dieciséis años reciben el cordel que les distingue como miembros de las castas superiores (organizan algo parecido cuando un bebé cumple los seis meses); desde esta fecha serán responsables de sus actos y su karma, y podrán casarse. Hay montones de invitados que bailan al ritmo que marca un pinchadiscos profesional, algo que se nota y agradece, pues, caso insólito en tal tipo de celebraciones en las que acostumbran a poner el volumen a tope hasta que distorsiona dolorosamente, en esta ocasión el sonido es limpio y claro.
A pesar de que tanto los hombres como las mujeres han estado bebiendo licor desde la mañana, y al contrario de lo que sucedería en la India, solamente hay un tipo que va un poco pasado de rosca; de todas maneras la única muestra de su descontrol la da al seguir bailando cuando se interrumpe la música, payasada que realiza acompañado de un feliz y sonriente sordomudo: ¡Ja! Otro tipo de profesionales se encargan de cocinar cincuenta pollos y veinticinco kilos de pescado.
Al conocer mis gustos me instalan en el interior de la casa, y a través de las ventanas puedo contemplar el espectáculo que bautizo como “Película nepalesa”. El número de felices adultos está en armonía con el de la chiquillería que juega por los alrededores. Una niña de diez años da de beber un sorbo de “roxi” (licor de arroz) a una de cinco creyendo que es agua, y la madre de ésta, tras dar por sentado que la han envenenado, solamente se tranquiliza cuando le cuento que a mí me dieron brandy a una edad parecida. Un niño se harta de comer porquerías, léase snacks empaquetados, y cuando termina vomitando provoca el temor general porque son todos increíblemente asustadizos, supersticiosos y paranoicos; así que deciden trasladarlo hasta el hospital más cercano para que lo atiborren de fármacos.
Recuerdo docenas de ocasiones en las que los hallé histéricos debido a unos miedos que siempre fueron infundados. Tampoco olvido lo sorprendidos que se quedaron la vez en que me mordió accidentalmente un perro y me limité a limpiar la herida con agua antes de cubrirla con cúrcuma. Un chamán lee las líneas de mi mano derecha, y a continuación, sumando las cifras de la fecha de nacimiento, me ofrece una extensa demostración de numerología asegurándome que el Cosmos está de mí parte y las estrellas a mí alcance; después quema la hoja de papel en que ha realizado los cálculos para evitar que alguien pueda hacerme magia negra.
¿UNAS CIFRAS?
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.