EN UN PAÍS MULTICOLOR, VIVÍA NANDO BAJO EL SOL – Langkawi, Malasia. Para ser más preciso, debería decir que sólo de mañanita y al atardecer me enfrento a los tórridos rayos del sol tropical. Pero vayamos por partes y, con vuestro permiso, empezaré esta crónica con un poco de información geográfica.
La isla de Langkawi se encuentra en la costa occidental de Malasia, al principio del Estrecho de Melaka y en el Mar de Andamán. Su archipiélago está formado por noventa y nueve islas. Muchas de ellas son diminutas y la mayoría están deshabitadas, pero todas tienen en común el verde de las densas junglas que las cubren.
Algún listillo podría pensar que la jungla siempre es verde, pero yo le replicaría que todo es del color del cristal, o, mejor dicho, de los ojos con qué se mire, pues alguien que estuviese alucinando podría ver la jungla, pongamos por caso, de color rojo.
Si os parece exagerado que en este pequeño archipiélago haya noventa y nueve islas, os recordaré que Filipinas tiene siete mil cien, e Indonesia, más de diecisiete mil. En cuanto al tamaño de Langkawi, es un poco menor que Ibiza y, aparte de su única ciudad, Kuah, en el resto solamente hay aldeas y playas turísticas, como la de Pantai Cenang, en que yo me hallo.
Los primeros que me hablaron de Langkawi fueron los amigos valencianos, quienes, tras residir aquí una temporada, adoptaron a Songkran: un gato que podría aparecer en la Guinness porque ha viajado por medio mundo y que ahora vive entre las plantaciones de naranjos de Alicante.
Sin embargo, el responsable de que yo haya venido a Langkawi es Gonzalo, el amigo gallego con el que me encontré varias veces en la pequeña isla malaya de Kapas, en la costa oriental del país y en el Mar de la China Meridional. Para que podáis conocer mejor a Gonzalo os remito al reportaje “Una cerveza con… Gonzalo”, de este mismo blog.
Cuando el gallego y su simpática esposa, una malaya de origen indio, estuvieron en Sauraha hace un par de años, y poco después supe que habían decidido montar una pensión aquí, en la playa de Pantai Cenang, empecé a planear visitarles y aprovechar la ocasión para conocer esta isla.
La pura verdad es que, para mi gusto, Pantai Cenang es demasiado turístico. Pero, igual que sucede con Sauraha, en Nepal, o Kanchanaburi, en Tailandia, lo que me ha satisfecho como para saber que regresaré en más ocasiones, ha sido la ubicación de la tranquila vivienda que Gonzalo me ha conseguido: una casa que comparto con Wan, el propietario de origen indio de la pensión
The Cottage, que se halla justo al lado, pero a suficiente distancia para no verme obligado a relacionarme con sus huéspedes si no es para desearles los buenos días, adonde se llega por una callejuela que serpentea entre el verdor de unos campos y los jardines de varias casitas.
Cerraré este boletín informativo acerca de Langkawi explicando que la pensión de Gonzalo, frente a la que paso al dirigirme a la playa, se llama Home Sol. Pero no os confundáis, como hice yo, creyendo que él había mezclado una palabra inglesa, “home” (hogar) con una castellana (sol), pues ambas provienen del gallego, idioma en el que “home” significa hombre.
¡Ah, olvidaba felicitar a quien corresponda el año nuevo chino 4.723, que es el de la Serpiente, y se celebró el 29 de enero!
PASO A PASO – Río Negro, Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior. El motor de una embarcación rompió el silencio de la laguna cuando estaba devorando un copioso “café de manhá” en aquel vetusto hotel flotante. Al volverme con la boca llena de papaya vi acercarse la barca del “senhor” Baldomiro. Era una embarcación de madera, ligera, de once metros de eslora y tres de manga, color gris claro, de aspecto tan pulcro y cuidado como para parecer nueva. De forma parecida a casi todas las barcas que navegaban por aquellos ríos, tenía un techo de madera, que la protegía tanto del tórrido sol como de las frecuentes lluvias, y solamente la proa y la popa se hallaban descubiertas.
El timonel iba cómodamente sentado en el centro. Pegados a babor y estribor había unos simples bancos corridos. En la popa se encontraba una señora mayor, de formas redondas y piel tostada por el sol, que vestía un traje de baño negro y fumaba en pipa. A esta embarcación la seguía una ligera piragua sujeta a una cuerda.
“Te presento a Elena, mi mujer”, dijo el señor Baldomiro en cuanto hubo amarrado su barca junto al hotel. “Ella se encargará de la pesca y la alimentación”.
Comprobé asombrado que las únicas vituallas que llevábamos para toda la semana, aparte de sal y aceite, se limitaban a cuatro verduras, harina y unos kilos de patatas. Por el momento no logré adivinar cuál podría ser la utilidad de un contenedor térmico en el que se guardaba un gran bloque de hielo.
No me libré de esas dudas dietéticas hasta que nos pusimos en marcha. Entonces vi que la señora Elena, aparte de fumar continuamente en su cachimba, echaba al agua un anzuelo que, atado a un fino hilo, tenía adherida una resplandeciente plancha de acero. El juego terminó en muy pocos instantes. Casi inmediatamente, la buena mujer empezó a recoger el hilo sacando del agua un pez de buen tamaño, que introdujo en el frigorífico. Y así, una y otra vez.
“Estas aguas están abarrotadas de “tucubarés”, me explicó el señor Baldomiro. Un pez que, en cuanto ve el reflejo metálico, se lanza contra él sin dudarlo”. Después añadió: “La selva es como el Paraíso y, si la conoces, encuentras comida por todos lados”.
Enseguida estuvo clara cuál sería la rutina del viaje. Mientras ascenderíamos lentamente por la corriente del Río Negro, el señor Baldomiro se encargaría invariablemente del timón de aquella barca, que mantendría en todo momento cuidada, limpia e inmaculada. Incluso el ronroneo del motor demostraba un perfecto funcionamiento, sin soltar por ningún lado una sola gota de aceite. En cuanto a la señora Elena: sólo abandonaría sus artes pesqueras para encender el fogón de petróleo cuando nos detuviésemos.
Yo iba casi permanentemente sentado en la proa, absorbiendo cuánto podía del entorno que se me ofrecía en exclusiva. Dando las gracias al dios de aquella selva, que difícilmente se podría visitar más confortablemente, pensé: “Si antes de salir de Lanzarote se me hubiese aparecido un hada buena para concederme un deseo dorado, seguramente habría pedido éste, sin creer que se pudiera conseguir tanta perfección, a menos que fuese un millonario que comprase pueblos y gentes”.
Durante el ocaso de aquel primer día, y cuando yo estaba liando un porro, la barca varó contra un bancal sumergido. El señor Baldomiro masculló: “¡Estos putos ríos! Al pasar seis meses subiendo de nivel y otros seis bajando, siempre te espera una u otra sorpresa por mucho que creas conocerlos”.
Tras comprobar que el motor no tenía suficiente fuerza para liberar la embarcación, Baldomiro nos pidió a mí y a Elena que nos metiésemos en el río para empujar. La mujer aceptó a regañadientes porque no se fiaba un pelo de los habitantes que pudiese haber bajo la superficie. Yo me hundí hasta el pecho y, sin dejar de arrimar el hombro, observé a mi alrededor.
El sol se escondía por un lado, al tiempo que una luna casi llena lo espiaba por por el otro. El cielo de tonos rosados teñía el agua del mismo color. Una familia de grandes delfines rosados cenaba glotonamente, armando barullo cerca de la embarcación. Tardamos casi media hora en lograr nuestro propósito. Tras trepar de nuevo a bordo, di unas caladas de “maconha” y empecé a cantar cierta canción que habla de la vida de color rosa.
Con la última luz, y dejando la corriente principal, el señor Baldomiro introdujo la barca por una ensenada entre los árboles, detuvo el motor y tiró el ancla. Después, mientras la señora Elena se dedicaba a preparar una suculenta cena, el patrón se alejó con la piragua para colocar unas redes entre los árboles, dejando claro que la pesca continuaría durante la noche.
Al terminar la comilona, el experimentado hombre del río comentó: “Los platos los limpiaremos por la mañana, antes de zarpar. Así evitaremos que los restos animen a alguna anaconda a subir a bordo buscando más comida”.
El matrimonio colocó sus hamacas perpendicularmente en la popa; yo lo hice en la proa, justo antes de caer en el más plácido de los sueños rodeado por la mayor selva del mundo. Mi último pensamiento fue: “Valía la pena cruzar medio mundo solamente para llegar hasta aquí”. Continuará.
MIRA LO QUE PREGUNTO – ¿A qué se debe que no haya ninguna mujer entre los cien mejores ajedrecistas del mundo? ¿A qué se debe que sean mujeres quienes se encargan del casting de la gran mayoría de películas? ¿Por qué no se obliga a pasar exámenes psicotécnicos a los políticos, a los jueces y a quienes tengan cargos gubernamentales? ¿Los microplásticos nos diezmarán igual que lo hizo el plomo con los romanos hace dos milenios?
A la memoria de la cantante Marianne Faithfull.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.