Sin billete de vuelta

La aventura de navegar todo el Amazonas colgado de una hamaca: de Pucallpa a Iquitos

Arrancamos este nuevo Sin billete de vuelta, queridos viajeros, con una de las aventuras más impactantes e inolvidables que me ha tocado vivir en mis periplos por Latinoamérica.

Tras más de seis meses recorriendo las dos Patagonias en zigzag desde el Cono Sur hacia el norte llegué hasta la frontera de Argentina con Bolivia, crucé la divisoria por la Quiaca y me puse manos a la obra para recorrerme el país altiplánico y subir algunos de sus ‘seismiles’ (hice dos, el Huayna Potosí y el Illimani).

Mapa del río Amazonas

Bolivia es un país maravilloso que atrapa y sigue siendo de lo más auténtico de toda América, pero desde sus altas montañas andinas, desde su salar de Uyuni y desde su Titicaca casi podía oler el denso aroma de la Amazonía.

La tenía tan cerca y llevaba tantos años pensando en navegarme su río al completo y poder adentrarme por la selva en la medida de lo posible que crucé a Perú bordeando el Lago Titicaca y desde Puno me marché a Arequipa a comer bien y a divisar el pico del volcán del que brotan las primeras gotas del mayor río del mundo.

La navegación empieza en Pucallpa

Sus primeros 1.000 kilómetros no son navegables porque discurren entre quebradas y desfiladeros estrechos. Así que apunté mi proa hacia Pucallpa, ya en la zona tropical al otro lado de la cordillera andina donde arranca la gran historia que ahora os cuento.

La anárquica y barrosa Pucallpa, con sus gentes vendiendo cerca del río.

Todos conocemos el Amazonas pero realmente nadie lo conoce. Amazonas es, esencialmente, una forma de vida, un espacio etéreo y húmedo que no entiende de fronteras ni idiomas, una inabarcable mancha verde amacheteada por una espina dorsal color chocolate de 7.062 kilómetros, los que separan la andina Quebrada de Apacheta de la atlántica Belém.

El río más largo y caudaloso del planeta, ese que atesora una quinta parte de toda el agua dulce en estado líquido del planeta y que contiene más agua que los ríos Nilo, Yangtsé y Misisipi juntos, acaricia con sus incontables tentáculos decenas de millones de hectáreas de selva ecuatorial repartidas por seis países.

Gran serpiente de aguas de barro que desciende en círculos casi perfectos para oxigenar el pulmón del planeta, ese que sufrió la neumonía de la deforestación durante décadas y ahora intenta caminar hacia una sanación tan profética como necesaria.

Los puestos callejeros de pollo frito que dan olor a la ciudad portuaria.

El verde rabioso de la selva y la riqueza del río amamantan a millones de amazónicos, muchos de ellos pobres, pero autosuficientes gracias a los ricos recursos que les provee el río y la selva: pesca, caza y recogida de frutas son la base alimentaria de toda esa gente que mira de frente a un río que esconde tantos tesoros como peligros.

La fisonomía de sus gentes

La vida, los olores, los colores, la risa, las creencias, las leyendas, la comida, los tragos, las etnias, los amaneceres, la piel bañada por las gotas de sudor, los techos de las malocas, sus músicas, sus lluvias y las ajadas plantas de sus pies hacen de estas gentes una especie diferente que trasciende los límites geográficos para ser simplemente eso, amazónicos.

Es esa gente amable y delgada, cariñosa y de piel tiznada por la madre selva, servil y orgullosa, la que acompaña a este viajero en este largo periplo fluvial. Las prístinas aguas que chorrean desde el Nevado del Mismi y su arroyo glacial Carhuasanta, en la Quebrada de Apacheta del Departamento de Arequipa (Perú) van tomando cuerpo al bajar hacia Pucallpa, una anárquica y ruidosa ciudad tomada por los motocarros y bañada por el río Ucayali, considerado por los científicos la principal fuente del Amazonas.

Es aquí donde se puede empezar a navegar el río Amazonas. Pero no hay servicios comerciales ni de pasajeros, así que toca abordar los cargueros que hacen la ruta Pucallpa-Iquitos. Llegué el primer día, dejé la mochila en el hostal y me fui directo al puerto a hablar con el contramaestre, ya que me habían avisado de que no hay día fijo de salida y los barcos zarpan cuando cubren al menos un 80% de su capacidad de carga.

Os presento al Henry 8, el carguero que me llevó a Iquitos

El amigo Rodolfo, que así se llamaba el jefe de la tripulación, me dijo que en dos o tres días zarparía el Henry 8, un barco de 2.100 toneladas que navega sin sonda ni GPS y utiliza un pequeño bote de apoyo para medir con una vara la profundidad del río en zonas poco profundas en la época seca.

Cuelgo la hamaca en la cubierta del carguero

El precio de mi pasaje es de 110 soles (unos 25 euros) por los cinco días de trayecto, que me dan derecho a colocar mi hamaca entre dos de los muchos pilares de hierro que sustentan el techo de la última cubierta y a las tres comidas del día.

Me tocaba esperar y hacerme con esta ciudad portuaria que tiene un olor extraño, mezcla de la mala combustión de los tuktuk y del pollo frito o asado que se sirve en los puestos callejeros, y está ubicada a unos 6.000 kilómetros de navegación de la desembocadura del río en la brasileña Belém.

Que bien dormí en mi hamaca en esos cinco días de navegación.

Me puse a pasear y a hablar con la gente, a hacer las compras necesarias y probar el pez del Amazonas del que todos me hablaban, el segundo más grande de agua dulce después del esturión beluga. Aquí lo llaman paiche y en Brasil pirarucú, puede superar los tres metros de largo, pesar hasta 250 kilos y goza de la peculiaridad de poder salir a respirar aire fuera del agua -su vejiga natatoria hace las veces de pulmón- cuando sus branquias no consiguen absorber el oxígeno que necesita del río.

Me fui a un restaurante típico y me tomé un buen filete de paiche a la parrilla con una ensalada de chonta, el cogollo de las palmeras del mismo nombre. Al día siguiente me dediqué a brujulear por los mercados callejeros para comprar dos hamacas, una grande para dormir y otra más pequeña para poder guardar en altura la mochila y las cosas de valor.

Galletas, café, agua, ron y chocolatinas

También compré latas de conserva, repelente de mosquitos, un sudadera fina, una soga para hacer deporte a la comba en cubierta, una botella de ron añejo, café soluble, una bote de aceite de oliva argentino, galletas saladas, chocolatinas, diez litros de agua, un táper, dos platos, cubiertos de plástico y papel higiénico. Encontré por las calles una papelería con dos estantes llenos de libros de segunda mano y me llevé ‘El hombre que amaba los perros’, de Leonardo Padura, y los ‘Detectives salvajes’, de Roberto Bolaño.

Al día siguiente bajé al puerto, un poco nervioso porque tenía ya unas ganas terribles de partir, y Rodolfo me confirmó que salíamos a la mañana siguiente y me recomendó venir pronto para coger un buen espacio para dormir por el centro de cubierta, porque muchos de los toldos laterales estaban estropeados y cuando los aguaceros tropicales arrecian, el agua se cuela varios metros hacia adentro.

Con los atardeceres en el río Amazonas casi se saltan las lágrimas.

Me instalé en la cuarta cubierta, porque la tercera ya estaba llena de hamacas colgadas. Nunca imaginé que un carguero llevaría tantos pasajeros pero tardé poco en entender por qué. La mayoría eran familias peruanas con pocos recursos, muchas de ellas cargadas con fardos para su venta en Iquitos. Para ellos los precios del avión o el transporte terrestre son prohibitivos, así que la opción del Henry 8 es imbatible.

La cubierta iba llena de familias peruanas

También viajaban muchos trabajadores, hombres y mujeres, que iban a buscar una oportunidad a Iquitos, la capital de Loreto, mucho más turística y con más actividad comercial e industrial. Lo mismo ocurría en la cuarta planta, aunque el perfil de mi entorno cercano era diferente, un grupo de ocho jóvenes -chilenos, argentinos y mexicanos-, con poco más que arena en los bolsillos, que financiaba su viaje con malabares en los pasos de peatones, tocando la guitarra o el charango y vendiendo chocolatinas o pulseras.

Iban casi con lo puesto y confiaban en que los turistas de Iquitos pagaran por sus servicios callejeros y así ahorrar un poco y seguir avanzando. Y al lado, dos menonitas alemanes que no hablaban ni español ni inglés.

Zarpó la gran mole de carga con casco de color rojizo y al poco de salir de puerto aparecieron los primeros delfines rosados, que entraron por estribor para juguetear con el casco e interpretarnos su danza fluvial.

Mis vecinos de cubierta, gente pobre que iba a buscarse la vida a Iquitos.

La civilización se perdió por la popa y me reservé para más adelante la subida a la última cubierta. Desde tierra me había hecho una idea de la altura del carguero e intuía que la perspectiva cenital de las vistas de la selva venía con premio y regalo de bienvenida. Tenía que disfrutar de esta liturgia yo solo desde el punto más alto del barco y no quería precipitarme. Colgué las dos hamacas, dejé todo el hato bien adujado, subí y me dejé llevar por la emoción del momento. Me puso hasta poético.

Un sueño hecho realidad

Lo que más o menos sentí en aquellos momentos lo recojo así en el libro ´Sin billete de vuelta´: “El rojo marciano del desierto de Atacama y el blanco salado de Uyuni aquí se porfían con la rabia de un verde obsceno, insultante, trenzado en su perfección en el manto de una bóveda selvática que rebota los haces de luz de satélites reales e imaginarios.

Y en el medio, en su afrenta divisoria, ese garabato fluido, terroso e interminable que traza en onduladas serpentinas el camino hacia su dilución y muerte en el océano, y que ahora mecía mi propio sueño, el que flotaba sobre una mole poco romántica de hierro, contenedores y hamacas. 

Sobrecoge ese primer impacto, aunque se vaya predispuesto para ello. Hice el ejercicio de virar lentamente los 360 grados y la planicie verde era estática, sin perturbaciones, se perdía alineada hasta fundirse con el azul del techo y sus frágiles esponjas blancas.

Paró el barco en Contamana y bajé a comprar hortalizas y más comida

Y al mirar al frente, siguiendo la línea de crujía del barco, la parsimonia del cauce, ancho y poderoso, abriendo su paso como lo hacen los rompehielos del Ártico, pero sin ruidos ni estridencias. Desasistido por las coordenadas espacio-tiempo, que el sopor de la tarde dejó en suspenso, la mente se me fue a blanco hasta que la sirena de un maderero que navegaba corriente arriba me despertó. Caía la tarde y una leve bruma comenzó a pixelar la estampa, anticipando la llegada de la noche”.

Comida de rancho y cucarachas

Salí de mi sueño astral y volví a la realidad para hacerme con la dinámica y funcionamiento del barco. Sonó la campana de las comidas y me bajé a por la cena. Aquella sopa de arroz insípida era incomible y los trozos de pollo eran carcasas sin carne que rebañar. Tampoco podía pedir mucho más, lo sorprendente era que el ínfimo precio que había pagado por el viaje incluyera tres comidas al día.

Me adapté sin problema porque en mi retaguardia acaparaba intendencia suficiente para aguantar los días de navegación. Pero en previsión de que necesitaría más viandas, al llegar a la primera parada del barco pedí permiso a la tripulación para bajar al mercado de la aldeíta peruana de Contamana y cargar con hortalizas y fruta.

También me acostumbré a ducharme en los malolientes baños con el agua sólida y terrosa que las bombas extraían del lecho del río y las cucarachas que siempre nos hacían compañía.

La proa del Henry 8 en su maniobra de acercamiento a puerto.

Bajaba con los chicos al comedor para recoger mi comida y dársela a ellos, y para hablar y reírme con los dos cocineros ‘trans’ que cometían las atrocidades gastronómicas en el Henry 8 pero que sin duda eran el alma de la fiesta.

Siempre sonriendo y bailando mientras servían la comida. Es curioso constatar el hecho diferencial de la Amazonía, donde en muchas zonas la transexualidad está más aceptada que la homosexualidad, muy al estilo Tailandia aunque no tengan nada que ver.

La visita de los delfines rosados

El caso es que se pasaron de forma muy entretenida los cuatro días de navegación con amaneceres que ablandan corazones, noches de niebla, tormentas tropicales, muchas risas, vistas espectaculares de la selva, delfines rosados bailándole a la proa del bajel, mucha música, un poco de ron, barcos madereros, lanchitas con cargas imposibles, arrozales de supervivencia, ricas ensaladas ‘made by me’, calor, humedad y algo de frío en las hamacas de cubierta.

Una vez llegada la noche la brisa selvática, tras acariciar las aguas del río, se colaba por los toldos de las cubiertas para impregnarnos de su fresca humedad, mientras las cucarachas aprovechaban para salir a pasear en busca de su sustento.

Uno de los barcos varados en Iquitos, al que yo bauticé Fitzcarraldo.

Un día antes de llegar a destino, los cocineros nos informaron, por orden del capitán, de que estuviéramos pendientes de la navegación porque en unas horas arribaríamos a La Boca, el punto en forma de V en el que confluyen el Ucayali y el Marañón, los dos ríos peruanos cuya unión da lugar al gran Amazonas, ese que a partir de aquí empieza a forjar su leyenda.

El Marañón y el Ucayali se unen: el gran Amazonas

Cada uno baja con su propio color, el Marañón chocolate oscuro y el Ucayali chocolate con leche. Al fundirse tardan varias millas en aceptar su mestizaje y diluirse el uno en el otro, para enfilarnos río abajo camino de la ciudad cauchera de Iquitos, la capital de Loreto, el departamento más amazónico del Perú.

Esa ciudad fue inmortalizada para el cine el gran Herzog con su Fitzcarraldo, mientras se mataba a ostias con Klaus Kinski (¿cómo llegaron a odiarse tanto?). El actor alemán con cara de loco nos regaló ese excéntrico personaje llamado Fitzcarraldo, que quiso construir un teatro de la ópera en medio de la selva y fracasó estrepitosamente, aunque al menos consiguió que el propio Caruso cantase en la cubierta de su barco mientras navegaba por el río.

Sin billete de vuelta, por Balta