Relato divergente

Relato divergente. Una sonrisa desdentada

Al ver acercarse un hombre, la campesina levantó la mirada de la verdura que había recolectado esa mañana de su huerto y que vendía en las calles del barrio histórico de Katmandú. La había transportado desde su aldea en el triciclo con el que su hijo se ganaba la vida.

Según las creencias populares, que otros denominarían de supersticiones como se hace habitualmente con las creencias de los demás, ella daba por sentado que, si conseguía un buen cliente a primera hora de la mañana, a éste le seguirían muchos más y ese día vendería todos sus productos. Por eso se dispuso a atender amablemente al desconocido con una sonrisa desdentada que habría atemorizado a un occidental de los que visitan periódicamente al dentista.

Relato divergente. Una sonrisa desdentada

«Namasté, hermana”, dijo él.

“Namasté”.

“¿Cuánto cuestan las berenjenas?”.

“Las vendo a treinta y tres rupias el kilo”.

“Me parecen muy caras”, le replicó él adivinando que ella estaría dispuesta a hacerle una rebaja para no perder al primer cliente de la jornada.

“Si hubieses cultivado, recolectado y transportado estas berenjenas tú mismo, ¿pensarías también que el precio era elevado?”, le preguntó ella sin perder su antiestética sonrisa.

“Quizás tengas razón, pero todos hemos de luchar para salir adelante, ¿no te parece? Además, resulta que tengo solamente veinticinco rupias”, dijo él sacando del bolsillo la cantidad que había planeado pagar.

“¿Sabes una cosa?, yo no nací ayer, y tengo la impresión de que la ropa que vistes, las gafas que llevas y el reloj que tienes no son precisamente los de un hombre que solamente posea veinticinco rupias”.

Él se ruborizó y ella sonrió un poco más al haber ganado el primer asalto del regateo que llevaban a cabo. Eso le daba ventaja para prepararse de cara al siguiente. Los humanos son animales muy competitivos, de ahí su rápida evolución; y ella competía regateando de forma parecida a como otros jugaban al póker, al ajedrez o al backgammon.

“No te voy a vender sólo unas berenjenas”, pensó ella para sí, “sino también tomates, patatas y unas setas; y nunca llegarás a sospechar que estaría dispuesta a hacerlo por mucho menos del precio que pido”.

El hombre deseó mandarla a paseo, pero, aparte de que ella tenía la mejor verdura del bazar, su esposa le lapidaría si regresaba a casa con las manos vacías y sin los ingredientes necesarios para el “dal bhat”.

“¿Qué te parece si lo dejamos a medias?”, le preguntó con pocas esperanzas porque ya empezaba a intuir que ella era de armas tomar.

“Estás loco si crees que te rebajaré el kilo de berenjenas a treinta rupias…”.

“No, a treinta no, sino a veintiocho…”.

“Si acaso, sería a veintinueve”.

“Pues que sea a veintinueve rupias y zanjamos el trato”.

“Ni lo sueñes”.

“¡Pero que tozuda eres!”.

“A los de mi aldea nos han parido así; pero estaría dispuesta a negociar el precio de las berenjenas si me comprases también algunos de estos preciosos tomates y esas sabrosas patatas tiernas que esta madrugada se hallaban todavía bajo tierra”.

“¿A cuánto va el kilo?”.

La campesina tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimular su regocijo. ¡Aquel hombre que creía sabérselas todas se había metido en la trampa por su propio pie y ella había ganado el segundo asalto! ¡La competición seguía adelante!

Mientras discutían los nuevos precios y la campesina rebajaba por aquí y subía por allá, junto a ellos se habían detenido varias mujeres que parecían más interesadas en el espectáculo callejero y gratuito que en hacer alguna compra. De todos modos, su presencia no molestaba a la campesina, pues sabía que, por lo menos, atraerían a otros viandantes. Además, con sus artes de comerciante quizás consiguiese venderles algo.

Dio un paso en esa dirección preguntándoles:

“Vamos a ver, señoras, ¿a qué precio creen ustedes que vendo estas patatitas”.

Las había llamado señoras para captárselas a pesar de que su aspecto dejase claro que pertenecían a la clase baja: era otra triquiñuela que pocas veces fallaba. ¿A quién no le gustan los halagos? Ella lo denominaba el Síndrome del Ego, ese mentiroso al que todo el mundo cree aún a sabiendas de que jamás ha dicho una verdad.

La campesina, sin dejar de mover la batuta de las ventas que esperaba lograr, pues tenía la habilidad centrarse en distintas cosas al mismo tiempo, recordó las lecciones que a ese respecto recibiese de su sabio abuelo, cuando era una adolescente:

“Si alabas a una persona realmente inteligente diciéndole que lo suyo es el no da más, seguramente te mirará con sorna; mientras que, si le dices lo mismo a alguien que sea estúpido de remate, no dudará en creerte y pegará brincos como un perro al que vayas a dar un hueso. Un cojo es consciente de su cojera con cada paso, y lo mismo les sucederá a los miopes, los sordos o los mudos, que serán incapaces de olvidar sus carencias ni tan sólo un momento. Sin embargo, este hecho no se da en los estúpidos, que no parecen mirarse jamás en su espejo interior. En parte es una suerte, porque, por lo general, de esa manera logran vivir toda su existencia sin advertir la clase de bicho que son”.

“El abuelo sí que era un hombre de verdad”, pensó ella. “Fue el único de la aldea que tuvo el coraje de enfrentarse a los guerrilleros maoístas cuando quisieron fusilar al maestro de la escuela porque se negaba a pagarles la cuota que exigían a todo el mundo. Se salió con la suya al conseguir el apoyo de gran parte de la población, sobre todo el de los alumnos del maestro y el de las madres de éstos. Aquellos asesinos partieron con la cola entre las piernas, pero como eran unos malos perdedores, dos días después cuando el abuelo estaba a solas en el campo, le tendieron una emboscada. Lo ataron al tronco de un árbol y lo fusilaron. Luego colgaron de su pecho un letrero en el que constaba: traidor. Aunque las guerras sean una absurda barbaridad, quienes mueren en ellas son soldados que van armados; pero, por el contrario, en la supuesta revolución de aquellos desquiciados sanguinarios fallecieron sobre todo unos pobres civiles que únicamente deseaban vivir en paz”.

Un nuevo hombre se juntó con los demás posibles compradores; llevaba un periódico en la mano, y la campesina, al fijarse en la fecha, exclamó silenciosamente:

“¡Caray, pero si hoy es el aniversario del asesinato del abuelo!”.

Llegada esta fecha, la campesina celebraba todos los años con el beneplácito de su familia una ceremonia privada dedicada a la memoria del abuelo. Una curiosa ceremonia que se apresuró a llevar a cabo, alegrándoles el día a quienes deseaban comprar.

“Queridos clientes”, dijo levantado la voz, “me ha salido un asunto que debo atender urgentemente y estaré dispuesta a vender todos mis productos a mitad de precio”.

Un cuarto de hora más tarde ya había liquidado las existencias, y telefoneó a su hijo para que viniese a recogerla.

“¿Lo has hecho de nuevo?”, le preguntó él sonriendo.

“Sí, cariño, porque el abuelo seguirá entre nosotros mientras sigamos recordándole”.

RELATO DIVERGENTE*, de Nando Baba

*Relato divergente es una sección de relatos ficticios en los que Nando Baba escribe inspirado por nuestras fotografías de viaje.

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