La crónica cósmica

La crónica cósmica. Mi mente permanentemente demente

UN PERIPLO – Sauraha, Parque Nacional de Chitwán, Nepal. Cuando me deleito metiendo las narices en el diccionario de la lengua castellana, encuentro nombres que crean automáticamente imágenes en mi mente (permanentemente demente) sin necesitar que se acompañen de una descripción, o tan siquiera de un adjetivo: árbol, caballo, casa, lago, locomotora, montaña.

Por el contrario, la palabra periplo, o sea un viaje que termine en el mismo punto de partida, no tendrá forma ni color, a menos que se detalle su recorrido. La ambigüedad de ese nombre me lo parece más porque se usa igual para un periplo de cien metros alrededor de la plaza del pueblo, que para el recorrido de un cometa que se deja ver tras darse un garbeo por los confines del sistema planetario.

¡Ja, vaya comidas de coco matinales que me monto, ¿verdad?! Total, para acabar explicando que ayer se coló entre mis cejas la palabra periplo al pensar en el recorrido que hice durante los pasados ocho meses, desde que partí de Sauraha, adónde he regresado por enésima vez.

Es un retorno que repito periódicamente desde que, en el año 2010, descubrí esta población contigua al Parque Nacional de Chitwán, tan solo separada de él por el río Rapti.

Durante ese tiempo permanecí un mes en Mae Hong Son: hacía varios años que no me dejaba caer por esa encantadora localidad ajardinada y rodeada de densas junglas que se halla al norte de Tailandia; pero, igual que sucede con algunas viejas amistades, mi amor por ella rebrotó de inmediato, y ahora, buscando apoyo en la ley del deseo, me llama de vez en cuando, “ven, ven”, como si fuese una adicción.

Después estuve otros treinta días junto al río Kwai, en Kanchanaburi, ciudad tailandesa que descubrí en 1987.

A continuación pasé tres meses en la isla Langkawi de Malasia: fue una novedad que me satisfizo suficientemente para que entrara a formar parte de los destinos a los que regreso periódicamente. Mi lugar secreto de las Colinas Kumaon, al norte de la India y en la cordillera de Shivalik, fue la última etapa de mi periplo antes de regresar aquí, a Sauraha.

Para no aburrir a los seguidores antiguos de estas crónicas, no os describiré Sauraha, pues ya lo hice en docenas de ocasiones anteriores, y me limitaré a explicar a los nuevos lectores que, a pesar de ser éste un destino muy turístico y que anualmente se construyan nuevos edificios de ladrillo, substituyendo a las aldeas de adobe de la etnia Tharu, sigue teniendo la forma y la atmósfera de un gran jardín en el que priman la naturaleza y los animales que habitan en ella.

Por el momento, los monzones en Sauraha han sido bastante débiles. A pesar de llover con cuentagotas, y que cuando escampa la gente bromee diciendo, “Vaya, hombre, hoy no ha llovido”, esa limitada cantidad de lluvia no ha ocasionado contratiempos a los cultivos locales gracias a los diferentes ríos que descienden de las colinas y convierten esta comarca en una especie de isla que, lógicamente, está sobrada de agua subterránea.

Peor lo han tenido en las tierras orientales del Nepal, donde, poco después de que se celebrara el festival de Rastrilla Dhanropai Diwas, que es cuando se planta el arroz, dejó de llover y se les arruinó la cosecha. ¡Qué dura es la vida de los campesinos, ¿verdad?!

PASO A PASO – Lago Titicaca, Perú, otoño de 1988. Continúa de la crónica anterior. Igual que me sucedió en la brasileña Breves, me quedé en Puno más tiempo del previsto sin haberlo planeado. La primera razón fueron las buenas compañías, que empezaban con Pere y Marta y continuaban con la docena de extranjeros que convivían conmigo en el Hotel Europa. Gente con la que quizás no cruzara mis pasos durante el día, pero que encontraba por la noche en uno u otro bar para charlar, bromear, reír y, por supuesto, beber.

La segunda razón que me retuvo en Puno fue el mal de altura. Esos problemas físicos habían aquejado a cuantos me rodeaban sin que me afectasen hasta que, sorprendentemente, y cuando ya creía sobrepasada la adaptación a los cuatro mil metros de altitud, empecé a sentir el típico cansancio febril que me obligó a permanecer varios días en la cama.

Durante mi convalecencia pasaron a visitarme diferentes amigos que se preocupaban por mi recuperación. Una pareja danesa me trajo té y flores. El vecino argentino, lectura. Y en cuanto a Pere y Marta, vinieron a despedirse. “Nos vamos unos días a la isla de Amantani, ya nos veremos al regresar”, me explicó Pere.

“¿Cómo te encuentras?”, se interesó la simpática Marta, y le respondí: “Os confesaré que, debido a mi pereza compulsiva, esta excusa para estar todo el día acostado me va de maravilla. La única putada son las paredes de esta habitación, porque a través ellas se oye todo lo que sucede en las contiguas y tengo que reprimir mi afición a hablar solo”.

La pareja catalana se marchó riéndose de mis locuras, y yo reemprendí mi distracción favorita contemplando desde la ventana lo único interesante de Puno: los tenderetes del mercado y la vida de la calle.

De pronto, al ver a las mujeres quechua vendiendo flores y pasteles, recordé que aquel día se celebraba la fiesta dedicada a los difuntos, en la que todo el mundo iba al cementerio llevándoles a sus ancestros las mejores comidas y bebidas, y que éstas eran compartidas con quienes pasasen junto a la tumba familiar. “Vaya, vaya, voy a perderme una gorreada de lo mejor”, pensé sin sentir la mínima vergüenza.

Bajo mi ventana había un tenderete en el que alquilaban tebeos a los críos. Para matar el rato contraté los servicios permanentes de un chaval que podría leerlos gratuitamente si se encargaba de traérmelos a mi habitación junto con el periódico “El Comercio”.

Un día apareció en éste una de las típicas noticias tétricas del Tercer Mundo, término que se hacía sentir más en Sudamérica que en Asia: “Un perro rabioso mordió a una mujer y a su hija; cuando se dirigieron al médico del pueblo, éste les dijo que, debido a las penurias económicas y al descontrol administrativo, no tenía vacunas y no podía hacer nada por ellas. Siendo pobres y no disponiendo del dinero necesario para tomar un ómnibus hasta la ciudad, las dos mujeres se encerraron en casa, donde quince días después murieron debido a esa terrible enfermedad”.

Pero no creáis que las vergüenzas peruanas terminaran con este tipo de noticias, pues todos los años, y también por falta de vacunas, fallecían miles de campesinos debido al tétanos.

De todas maneras, la mayor mortandad ocurría entre los niños pequeños, a quienes, para evitar comerse el coco, no les daban un nombre ni los contaban entre sus hijos hasta que habían logrado la proeza de superar la edad de dos años.

Tan funesta realidad iba aparejada con que muchos padres no cuidaran precisamente de sus vástagos: el Perú destacaba por el gran número de niños de la calle, a los cuales habían echado a empujones de sus casas cuando acababan de cumplir los cinco años y terminaban siendo esclavizados.

Adivino que os costará creer que sucedieran tales barbaridades a finales del Siglo XX; pero yo lo sabía a ciencia cierta porque, gracias a la afición que tenía de meter las narices en todos lados, había entablado conversación con uno de tales esclavos.

Éste me contó algunas de las situaciones inimaginables en que había estado, e incluso me confesó que una vez, tras haber sido liberado de su esclavitud por una organización caritativa, él mismo había buscado a un nuevo amo para evitar morir de hambre. ˝Mejor ser un esclavo con el estómago lleno que ser un líbero famélico˝, me dijo.

Otro peruano encargado de ampliar mis conocimientos acerca del país fue un joven llamado Pepe que, excepcionalmente, no llevaba la mínima sangre andina en sus venas y se mofaba de la cultura local.

“Los europeos no os podéis imaginar lo bestias y primitivos que son estos descendientes de los incas. Te lo demostraré con unos ejemplos que te van a horrorizar. Una de sus diversiones favoritas consiste en matar un burro y llenar su interior con alcohol. Luego lo abandonan en la montaña y esperan a que venga un cóndor a comérselo. De esa forma logran que el pobre pájaro, al que de otra manera no cogerían ni por dios, esté tan borracho que no pueda volar.

Después de agarrarlo entre gritos y risas, lo atan sobre la espalda de un toro. Mientras los hombres hacen sus apuestas, empieza el verdadero espectáculo, quizás el más sanguinario que se pueda imaginar, en el que uno de los dos animales acabará muriendo, generalmente el toro. Atroz, ¿verdad?

En otro de sus sanguinarios pasatiempos inmovilizan al cóndor en el suelo y pasan galopando montados en un caballo intentando arrancarle la cabeza de un tirón; claro que, como el pájaro tiene unos reflejos cosa fina, acostumbra a dejar las caras de los jinetes cubiertas de cicatrices antes no logran matarlo.

Sin embargo, la “mejor” de sus fiestas, la que demuestra el nivel evolutivo en que se hallan, consiste en encontrarse en medio del campo dos grupos de hombres de distintos pueblos, como quien va a jugar un partido de fútbol, para liarse a pedradas usando hondas y también las manos.

Al tiempo que ellos se dedican a tan “noble” deporte, sus mujeres cantan canciones y les surten de piedras. La alegría será general si muere alguien, pues creen que ese año habrá buena cosecha”.
Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Las personas se diferencian entre quienes se sienten a gusto cubriéndose con un uniforme, y por supuesto les encanta ver desfilar a un grupo de robóticos uniformados, y quienes preferiríamos ir con el culo al aire antes que vestir un uniforme.
  • La parte más profunda de los mares se halla en el llamado Abismo de Challenger, en las Islas Marianas del Pacífico: fosa que mide 10.929 metros de profundidad.
  • Los criminales de quienes se demuestre que son idiotas, deberían ser condenados a permanecer en lugares parecidos a los manicomios, como se hace con los locos.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba