Decía el añorado Félix Rodríguez de la Fuente aquello de «…para que en las noches españolas no dejen de escucharse los hermosos aullidos del lobo». Eran los años 70; los más viejos del lugar lo recordarán. Décadas después, parece que su labor divulgativa en pro de la naturaleza y la biodiversidad acabó dando sus frutos. Hoy en día, con sus más y sus menos, los lobos se siguen dejando ver por los montes de España.
En Japón, en cambio, hace mucho que no se oye el aullido del lobo. Más de un siglo, para ser exactos. El lobo japonés se extinguió (o, mejor dicho, lo extinguieron) en allá por 1905, año en el que cazaron al último ejemplar.
O tal vez no.
Porque, en lo más profundo de los montes nipones, los lugareños dicen haber escuchado aullidos que, aseguran, solo pueden provenir de un lobo. Incluso hay quien, en algún sendero perdido de montaña, se ha cruzado con criaturas que, lo mires por donde lo mires, se parecen mucho a un lobo.
Aunque eso, en principio, es imposible. Porque, como decimos, el lobo japonés lleva oficialmente extinto más de cien años.
¿Qué hay de verdad en estos avistamientos? ¿Es posible que este mítico animal haya escapado a su destino y siga viviendo su vida, oculto en la espesura de los bosques nipones, en pleno siglo XXI?
Lo único seguro es que esta es una cuestión espinosa. Tan esquiva como el propio lobo japonés.
Hoy en día, los únicos lobos que se pueden ver en Japón están en parques zoológicos. Pero esos no son lobos japoneses. Son especies extranjeras: lobos grises, lobos canadienses, etc. La razón es sencilla: como hemos dicho, el lobo japonés, el autóctono de las islas el Sol Naciente, ya no existe.
Y tampoco está muy claro si alguna vez existió. Porque, más allá de las leyendas urbanas sobre avistamientos y aullidos en la noche, biológicamente hablando el animalito es bastante misterioso.
Se supone que el lobo japonés era un animal de tamaño más bien pequeño, menor que el de los lobos comunes que encontramos en Europa, y América. Este fenómeno evolutivo, conocido como enanismo insular, no es nada raro. Se da a menudo en especies animales que viven confinadas en ecosistemas isleños, como es el caso de Japón.
Suponemos que el lobo japonés existió, mayormente, porque hay testimonios escritos, tradiciones y cuentos populares sobre él. Incluso grabados de época que lo representan.
Pero, como se extinguió hace más de cien años, antes de que pudiera ser debidamente clasificado por la ciencia, y tampoco han quedado ni fotografías ni restos fiables, lo complicado es discernir cómo era exactamente.
Apenas se han conservado un puñado de ejemplares disecados, unos cuantos huesos aquí y allá, algún que otro trozo de pellejo… y poco más. Y, lo que es peor, el estado de algunas de las piezas disecadas que quedan deja bastante que desear. Dan vergüenza ajena, se ve que el taxidermista de turno no tuvo su mejor tarde cuando se puso a embalsamar al pobre lobo.
Total, que los restos que han llegado hasta nuestros días, además de escasos, son poco fiables. No está muy claro si pertenecen a lobos, a perros salvajes, o a otra especie de cánido sin identificar. Y su estado de conservación es tan malo que los análisis de ADN que se pueden extraer de ellos son, por decirlo mal y pronto, poco concluyentes.
Cien años después, el lobo japonés sigue siendo un misterio.
Al menos, el nombre científico del animal, Canis lupus hodophilax, nos da una pista curiosa sobre la imagen que los japoneses de antaño tenían del lobo. Lo de canis lupus, más o menos, nos puede sonar. Así es como se denomina al lobo, de forma genérica, en los manuales de zoología.
La parte de que se las trae es la de hodophilax. Vaya nombrecito, ¿no? Pero, si vamos a su etimología, la cosa se pone interesante. Ese palabro, hodophilax, proviene del griego, la lengua que se suele usar en estas nomenclaturas tan rimbombantes que les gustan a los científicos. Y viene a significar algo así como «guardián de los caminos».
Porque esa es, precisamente, una de las características que la mitología japonesa atribuye al lobo (y también a otros animales similares, como el zorro), desde tiempo inmemorial.
Según la tradición del sintoísmo, la religión primigenia de Japón, el héroe Yamato Takeru (descendiente de la mismísima diosa del sol, Amaterasu) se perdió un buen día por los intrincados bosques de Chichibu. Y allí se habría quedado, sin poder salir jamás de esas montañas, de no ser porque un gigantesco lobo blanco acudió en su ayuda, lo guió por los caminos, y lo llevó sano y salvo hasta su destino.
Esa criatura fantástica que lo sacó del atolladero era nada menos que el dios de los lobos, que desde entonces quedó elevado a los cielos del panteón sintoísta como deidad guardiana de los caminos, mensajero de los dioses y benefactor de la humanidad.
Así, el culto al dios lobo arraigó a lo largo y ancho de la región Chichibu, donde los japoneses de hace 2000 años levantaron el imponente santuario de Mitsumine Jinja en su honor. Y, desde allí, la leyenda del dios lobo se extendió por todo Japón. Hoy, podemos encontrar santuarios dedicados a su figura por todo el archipiélago del Sol Naciente.
Antaño, al lobo se lo consideraba una criatura benigna, amiga de los campesinos. Les ayudaba a mantener a raya a ciervos, jabalíes, conejos y demás alimañas que se les comían las cosechas y les destrozaban los sembrados.
Además, como en el Japón antiguo no había apenas ganadería, los japoneses nunca tuvieron que temer que el lobo se les comiera ninguna oveja. Porque… básicamente, no tenían ovejas.
Por eso lo veneraban como un dios protector. Era un ser que les hacia la vida un poco más fácil.
Todo eso cambió en el s. XIX, cuando Japón entra de lleno en la era Meiji y, de golpe y porrazo, la fiebre de la modernización se extiende por todo el país.
Por influencia occidental, los japoneses empiezan a explotar masivamente los bosques y los montes. Hay que producir madera para la industria. Crear pastos para el ganado. Hay que desarrollar el país y explotar sus recursos al máximo.
Es el espíritu de los tiempos: el progreso a cualquier precio. Aún a costa de esquilmar los montes y arrasar con ecosistemas enteros.
Y el pobre lobo, que antes era una criatura benigna, incluso divina, empieza a ser visto como una amenaza. Un peligro para el recién introducido ganado. Una alimaña. Un bicho que transmite la rabia y otras enfermedades. Un ser al que hay que exterminar, como se hacía en la Europa de la época.
Y acaban haciéndolo.
El último lobo japonés del que tenemos noticia fue cazado en 1905, en una aldea de la prefectura de Nara. Un zoólogo norteamericano, que estaba de viaje por Japón, les compró el cadáver a unos cazadores locales por 8 yens. Al cambio, hoy serían unos 120 euros.
Se quedó con la piel y los huesos, con la intención de preservarlos y estudiarlos. Hoy, la calavera y la piel de ese lobo, el último de su especie, se encuentran conservadas en el Museo de Historia Natural de Londres. El periodista Alex K. T. Martin cuenta toda la historia de manera magistral en su artículo para The Japan Times.
En cualquier caso, aquel zoólogo no podía imaginar que, al adquirir ese espécimen, en realidad estaba haciéndose con unos restos únicos en el mundo.
Desde ese día, jamás ha vuelto a verse un ejemplar de lobo japonés. Ni vivo, ni muerto. A todos los efectos, el Canis Lupus Hodophilax está extinguido. Ha desaparecido de la faz de la tierra para siempre.
Al menos, oficialmente.
Porque, como ya hemos apuntado, hay quienes opinan lo contrario.
Hoy, el lobo japonés se ha convertido en una criatura de leyenda. Un críptido, como el yeti o el Monstruo del Lago Ness.
Muchos dicen haberlo visto. Escuchado sus aullidos. Seguido sus huellas. ¡Hay incluso fotos! Pero nada concluyente. Ninguna prueba tangible.
Ese animal que aparece en todas esas fotos (a menudo borrosas) bien podría ser un perro. A fin de cuentas, las razas autóctonas son bastante parecidas en tamaño, colores y fisionomía a como se supone que era el lobo japonés.
O sea, un bicho más o menos del tamaño de un shiba inu algo grande; o de un shikoku inu, pero sin el rabo enroscado. Aunque estos perros, cuando les da la gana, también van por ahí con el rabo desenroscado…
De noche, en la espesura del bosque, ¿cómo distinguir claramente si se trata de un lobo o de un perro asilvestrado? Solo las pruebas de ADN podrían sacarnos de dudas definitivamente.
Sean lobos o sea otro tipo de animal, en los últimos años, se suceden las noticias de encuentros y avistamientos varios. Los hay por todo Japón, sobre todo en las áreas de mucho monte. Pero la mayoría de ellos, curiosamente, se concentran en la región de Chichibu, una zona montañosa a apenas 80 km al Norte de Tokio.
No puede ser casualidad. Las montañas de Chichibu son esas mismas en las que, como hemos contado más arriba, se perdió el semidiós Yamato Takeru y el gran lobo blanco tuvo que venir a rescatarlo.
Las mismas que llevan consagradas al dios de los lobos desde hace, literalmente, milenios. Chichibu es la tierra sagrada del lobo, guardián de los caminos.
¿Qué mejor lugar para ver lobos (reales o fantásticos) que este?
Que se lo pregunten a Hiroshi Yagi, un vecino de la zona que, asegura, se topó con el lobo cara a cara en 1996. Hasta le dio tiempo a sacarle unas cuantas fotos. Según dice, el animal no mostró ningún miedo al verlo, e incluso llego a acercarse a escasos metros.
Un lobo japonés auténtico.
Vivito y coleando. Desafiando a la lógica, a la ciencia y a la historia.
Esa criatura no debería estar allí. Qué diablos, no debería ni siquiera existir. Pero, según Yagi, por imposible que pareciera, estaba.
Tras este encuentro, Yagi se obsesionó con el lobo. Como un caballero de la Mesa Redonda en busca del Santo Grial, ha consagrado su vida a dar con la prueba definitiva de su existencia.
Este buen hombre se ha pasado las últimas tres décadas recorriendo la comarca de Chichibu de arriba abajo, recogiendo testimonios de personas que afirman haber visto u oído al lobo. Y los ha encontrado a montones. Algunos se remontan a los años 70, pero otros son tan recientes como el año 2000. Hasta hay turistas extranjeros que dicen haberlo visto.
La última pista, la más fresca, la más reciente, es una grabación de 2018. En ella se puede ver a un ciervo corriendo ante la cámara y, de fondo, se oye lo que parece un aullido de lobo.
Porque Yagi también han instalado decenas de cámaras por los montes de Chichibu, para tratar de captar los movimientos de su ansiado lobo.
Y, como el hombre ya va teniendo una edad, y eso de estar todos los días monte arriba, monte abajo ya no es tan fácil como antes, ha reclutado un grupo de acólitos para que le ayuden en su misión. Juntos hacen batidas por los montes, a ver si hay suerte y logran dar con algún ejemplar.
De nuevo, Alex K. T. Martin nos lo narra con todo detalle en su serie de artículos para The Japan Times. Es una historia digna de conocer.
Hasta ahora, la búsqueda ha sido en vano. Pero Yagi y su equipo de cazadores de mitos siguen con su cruzada. En busca del lobo perdido.
Quién sabe, el día menos pensado lo mismo acaban dando con él.
O quizás sea mejor que nunca lo hagan. Si quedan lobos en Japón, probablemente lo mejor para ellos es que sigan ocultos a los ojos del mundo. Que nadie sepa dónde están. Así podrán seguir con sus vidas libres, tranquilos, y en paz.
Y que, parafraseando al gran Félix, en las noches japonesas se puedan seguir escuchando los hermosos aullidos del lobo… o de lo que sea que aúlle por esos montes perdidos.
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Como me gustan las historias de especies que renacen o sobreviven a la sombra humana. Y que bonitas las obsesiones de personas que no deja dejan que desaparezcan. Gracias por la información