EL GATITO MEDUSA, LA SERPIENTE INTELIGENTE Y LA ARDILLA GIGANTE. Cuando conozco a alguien interesante que me cuenta un poco sus ideas y correrías (somos lo que hacemos), acostumbro a preguntarle cuál es su edad porque, desde mi punto de vista, los mismos acontecimientos varían de aspecto si tiene treinta, cuarenta o cincuenta años.
Acerca de las poblaciones también sigo una fórmula parecida. Para saber cómo son realmente necesito conocer el número de sus habitantes, pues poca relación habrá, pongamos por caso, entre las que tengan veinte mil almas y las que lleguen a los dos millones. Las de la India acostumbran a sorprenderme porque, debido a la cantidad de aldeas que hay casi siempre por los alrededores, donde crees que viven diez mil personas, acostumbran a haber sesenta mil.
El caso de Mae Hong Son es el contrario (os recuerdo que se halla en el extremo noroccidental de Tailandia, junto a la frontera de Myanmar), y a pesar de parecer mayor, resulta tener solamente seis mil novecientos sesenta y dos habitantes censados. Os aclararé que esta cifra es exacta porque, al echarle una mirada a la información que hay en Wikipedia del año 2005, y ver que en aquel momento eran seis mil veintitrés, creí que se habrían equivocado, y decidí pasarme por el ayuntamiento, que por cierto queda a pocos minutos de mi domicilio (la “Johnnie House”), para echarle una mirada a la lista del censo.
La razón de toda esta parrafada es la de no dejaros con la duda de que este extenso pueblo llamado Mae Hong Son es un lugar apacible y civilizado que no pertenece a las máquinas (¡Máquina, máquina!), sino a los seres humanos y a docenas de felices perros. Unos y otros pasean tranquilamente alrededor del lago “Chong Kham” que puedo ver desde la ventana de mi habitación mientras ensucio estas líneas.
Tras permanecer los primeros días aquí sin acabar de quedar satisfecho en ninguno de los restaurantes que comía, pensé: “Lo único que falla para que esta población roce la perfección es la cuestión alimenticia”. Afortunadamente, entonces conocí a David, el escritor y trotamundos californiano que ya ha partido hacia Papúa para practicar submarinismo (en su blog <davidcdagley.blogspot.com> hizo mención a un servidor y a <conmochila>), quien me llevó de la mano hasta un establecimiento diminuto llamado “Kiang Doi” en el que se come de maravilla gracias a las artes de Julie, una tailandesa de sesenta años que vivió tres décadas en Dusseldorf, hasta que su esposo alemán la dejó en la calle con lo puesto al salir corriendo tras la minifalda de otra tailandesa más joven.
El suelo y las paredes del “Kiang Doi” son de madera, y el viejo tejado es de palma; y aunque en Mae Hong Son está lloviendo menos que en el resto de Tailandia (donde hay inundaciones por doquier), en su interior hay muchas goteras que te obligan a mover la mesa de un lado a otro para evitarlas; pero este inconveniente no me ha impedido que coma allí diariamente los deliciosos “pad thai” y “tom yun kai” que Julie prepara amorosamente. También tomo allí el buen café que cultivan las tribus de los alrededores desde que la ONG www.caffebruno.com les enseñase a hacerlo.
Cuando me vaya dentro de poco hacia otro lugar en el que pueda extender mi visado, lo haré sabiendo que en el futuro regresaré muchas veces a este pueblo rodeado de colinas cubiertas de jungla en el que el silencio de las noches sólo es roto por el canto de las ranas, los insectos y los grandes lagartos “gueko”, que siempre repiten cuatro veces su cantinela: “¡Gueeeko, gueeeko, gueeeko, gueeeko!”, y donde la población alimenta a los gordinflones peces del lago que recibe continuamente el agua transparente de diferentes acequias (una de las cuales pasa junto a mi habitación y sirve de “bañera” a varios perros que se refrescan en ella diariamente).
Mis rutinas incluyen trepar resoplando de mañanita la empinada colina “Doi Kong Mu”, en cuya cumbre se halla el conjunto de templos de “Phra That Doi Kong Mu” (¡Toma nombrecito!), construidos en el año 1827, desde donde se ven las montañas de Myanmar.
Voy a poner punto final a la sección dedicada a mi actual domicilio aclarándoos el título que he dado a esta crónica. Primero: al entrar ayer en uno de los templos de peculiar arquitectura que se encuentran en la orilla contraria del lago, para desearle los buenos días a una gran escultura de Buda hecha de madera (que ostenta una curiosa señal parecida a la de “prohibido fumar” en la que se ve la forma de una mujer), vi a un gatito diminuto al que acaricié y cogí debidamente por debajo, colocando su barriga sobre mi antebrazo, hasta que, ¡ah!, empecé a notar un doloroso escozor que, posteriormente, se iría extendiendo hasta lograr asustarme. Escozor que sólo menguó cuando, ya en mi habitación, contraataqué con el ungüento adecuado (de todos modos, hoy todavía sigo con el brazo enrojecido). El pobre bicho, a pesar de su sano aspecto, debía tener uno de tantos insectos microscópicos que pululan durante los monzones.
Segundo: a media mañana, y mientras escribía las aventuras de la ardilla roja de la Selva Negra, que es uno de los principales protagonistas de mi actual novela, oí un cercano y extraño ruido a mis espaldas. Al volverme vi una ardilla parda de insólita magnitud y larguísima cola, que abría una vaina de la palmera que hay al lado de mi ventana para comer las semillas que en ella se escondían. Olvidándome automáticamente de la ficción, dediqué toda mi atención a tan interesante espectáculo natural.
Tercero: la otra tarde, cuando paseaba por un sendero cubierto de hojarasca, que hay junto al río (¡Sí, Mae Hong Son también tiene un río, que gracias a las lluvias ahora baja embravecido!), me crucé con una preciosa serpiente de un par de metros de largo y suave color verde con el que me advertía: “¡Che, no soy venenosa!”. Ella, que era telepática como todas las de su especie, se tranquilizó en cuanto le dije mentalmente: “Cálmate chica, pues yo no me como las serpientes”.
MIRA LO QUE MIRO
MIRA LO QUE PIENSO
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.