UN COLEGA – Este verano conocí en Malasia a un viejo holandés del que podría decirse que pertenecía al mismo gremio que yo porque, tras haber viajado por todo el mundo durante gran parte de su vida, primero como turista y como trotamundos después, en la actualidad se limitaba a cambiar de residencia varias veces al año e, igual que un nómada, regresaba a sus sitios predilectos.
Ahora eran contadas las ocasiones en las que visitara lugares desconocidos, pues ni siquiera deseaba hacerlo.
Mientras tomábamos unas cervezas Tiger en el jardín de la casita en la que residía, frente al Estrecho de Melaka, me contó: “Hace ya tiempo que cumplí con mi cupo como explorador de la Tierra y a veces ni me molesto en echar un vistazo a algunos monumentos emblemáticos que se encuentran a corta distancia de donde me hallo”. Aunque me gusta dármelas de marcianito y de tipo rarillo, me alegró cruzarme con ese colega holandés.
“Por favor, ¿podría aclararnos você por qué se considera rarillo?”, me pregunta alguien entre el numeroso público del auditorio. Y yo, sin necesidad de poner a trabajar a mis neuronas, respondo:
“Soy raro porque mi vida ha sido bastante insólita; soy raro porque no me miro en el espejo antes de salir de casa, porque jamás viví en un piso, porque nunca he llevado un reloj en la muñeca, porque jamás me he peleado físicamente ni he sentido deseos de hacerlo, porque desconozco el odio, porque me siento mejor solo que bien acompañado, porque amo más a los animales que a las personas, porque mi empatía es puramente racional y porque no pienso mal de los demás desde que comprobé que nunca acertaba. El refrán “piensa mal y acertarás” es una jilipollada como tantos otros refranes que debieron de inventar unas mentes mediocres”.
LA ÚLTIMA CENA – Cuando ya me organizaba para dejar las Colinas Kumaon sin celebrar más juergas de despedida, al atardecer del último día recibí un correo de mi buen amigo el Señor Jabalí invitándome a cenar en su centenaria casita, en medio de la jungla. Como podréis suponer, no me hice de rogar.
Pero cuando me presenté allí puntualmente creyendo que sería una velada íntima en la que solamente estaríamos nosotros dos, resultó que también había venido la mayoría de nuestros amigos y que en la despensa no faltaba ningún tipo de comidas, dulces y licores.
La principal razón de aquella reunión era el cumpleaños de un personaje muy especial al que conocí un par de años antes. “¿Por qué lo considera você especial?”, me pregunta entre público el mismo tipo de antes, y le respondo:
“Lo considero especial porque pilota aviones comerciales volando de un continente a otro, porque no fuma porros ni consume droga alguna para evitar el menor riesgo de quedarse sin licencia si le obligaran a pasar un inesperado chequeo, porque es un cocinero y un pastelero muy habilidoso, porque durante el confinamiento del Civid-19 residió un año en una cabaña de aquella misma jungla y, para terminar, porque es un estudioso de las serpientes, los escorpiones, los arácnidos y otros insectos, de los que nos mostró una interesante variedad de fotos”.
Otra prueba de esas aficiones es que siempre procura tener en el jardín de su casa un estanque con agua limpia y quieta en el que las libélulas puedan depositar sus huevos. ¡Bien!
En su interesante conversación también nos habló de una de tantas vergonzosas tradiciones hindúes: la de sacrificar un búho durante las festividades de Diwali para auspiciar la protección de la diosa Laxmi. ¡Muy mal! ¿Por qué no acabamos de una vez por todas con los sacrificios sacrificando a los sacrificadores?!
El único inconveniente en aquella entretenida velada, que acabó pasada la medianoche y me permitió gozar de mi último paseo nocturno por el bosque, estuvo en que los siete indios presentes hablaban un inglés académico (“proper english”, oiga) que, debido a mi creciente senilidad y al pedo que llevaba, me resultaba difícil de entender; por no mencionar que a veces se sobreponían tres conversaciones al mismo tiempo.
EN EL TREN – Tal como hago siempre al partir de un sitio en el que haya permanecido una temporada, durante las siete horas que duró el trayecto ferroviario hasta Delhi estuve rememorando y asentando en el archivo de mi memoria algunos datos y hechos de esa última residencia. Aquí van unos ejemplos:
PASO A PASO – Calcuta, Bengala, India. Otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. Después de curarse la infección de mi pie izquierdo y terminar con el dolor que yo había sufrido las últimas semanas, permanecí unos días más en aquella ciudad de la miseria y comprobé que allí se encontraban las energías más opuestas: si por un lado los hampones locales aprovechaban para enriquecerse a costa de las masas de miserables que llenaban los barrios de chabolas que brotaban en todas partes, por otro parecía haberse dado cita en Calcuta el gremio de la Madre Teresa.
De la misma India, pero también desde todos los rincones del mundo, llegaba continuamente gente, como el doctor Brown y la enfermera Padi, dispuesta a echar una mano a los exiliados del campo que venían a la gran metrópoli en busca de un chapati que comer terminaban siendo esclavizados.
Aquellos pobres desgraciados vivían en barracas de bambú y plástico de dos metros cuadrados, construidas junto a las vías del tren o quizá en la acera de una calle donde el tráfico de vehículos continuaba las veinticuatro horas.
En Calcuta, la bondad de los que apostaban por la Luz lucía mucho más que la maldad de quienes lisiaban niños para que pidieran caridad con más éxito. Sin embargo, las continuas muestras de esas buenas acciones, cómo el hospital callejero de los pobres del doctor Brown, no lograban hacerme olvidar cuánto sucedía a cubierto de las miradas.
Y la niebla cargada de polución que cubría la urbe de madrugada parecía reflejar parte de los lamentos de quienes sufrían horrorosamente. Continuará.
MIRA LO QUE PIENSO
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.