La crónica cósmica

La crónica cósmica. ¿Un clon?

LAS CONDICIONES… ATMOSFÉRICAS – Langkawi, Malasia. Las temperaturas en esta isla tropical experimentan pocos cambios: o hace calor, o mucho calor o un calor que te cagas. Incluso en esta época, a finales de invierno, en que las temperaturas son supuestamente suaves, superan diariamente los treinta grados.

Compadezco a quienes vienen aquí de vacaciones y hacen recorridos turísticos o se tuestan en la playa de Pantai Cenang bajo un sol de justicia.

Cuando recorro esta playa de mañanita, en general sólo me cruzo con cuatro paseantes madrugadores, a los que ya conozco y saludo. Pero el primer día de marzo, con la luna de Shiva (luna nueva), fecha en que los hindúes celebraban la festividad de Maha Shivaratri, dedicada a este dios, coincidió con la marea más baja de todo el año, y la playa se llenó con docenas de malayos, de los que muchos se adentraban doscientos o trescientos metros en el mar, sin que el agua llegase a cubrirles las pantorrillas, y procedían a recolectar moluscos.

Las águilas pescadoras y las aves zancudas aprovechaban tal evento para cazar fácilmente los peces que nadaban a pocos centímetros de la superficie.

Pero donde este curioso hecho natural se da de forma más espectacular es en la playa de Tanjung Rhu, al norte de la isla, que atrae a cientos de visitantes que acampan y pasan la noche en ella porque se queda completamente seca.

Lo que me resultó un poco insólito de las condiciones atmosféricas de Langkawi durante el primer mes que estuve aquí, fue una persistente sequía y que la densa vegetación no mostrara precisamente su mejor aspecto.

Menos mal que, cumplido ya este plazo, y cuando yo pagué por adelantado el segundo mes de alquiler de la casa en que me hospedo, empezaron a estallar espectaculares tormentas que, cada atardecer, soltaban toneladas de agua en poco rato, regando debidamente este gran jardín natural. ¡Cuánto me gustan las tormentas!

Las mejores, por supuesto, son las monzónicas, cuyos continuados rayos y truenos se asemejan a las explosiones de una batalla. Las tormentas de Kuala Lumpur son especialmente aparatosas por la forma en que los truenos resuenan entre sus edificios. Las de Hanoi tampoco tienen desperdicio pues, en un santiamén, convierten las calles en ríos. Y qué decir de las tormentas de Kanchanaburi, junto al río Kwai, que lo dejan todo empapado porque el viento empuja horizontalmente el agua de la lluvia.

¿UN CLON? Anteayer, durante mi habitual paseito de atardecida, creí hallarme ante un clon mío.

Era un hombre vestido de blanco como yo que andaba a unos cien metros por delante de mí a una velocidad similar a la mía. Al principio no me extrañó demasiado porque inicio mi recorrido junto a unos arrozales por los que también hay otra gente, pero el desconocido empezó a sorprenderme cuando se adentró por una pista escondida bajo una densa arboleda, que es de mi gusto precisamente porque no acostumbra haber nadie en ella.

Sin embargo, no habíamos terminado, y me quedé pasmado al ver que, asimismo como hago yo habitualmente, giraba a la izquierda por un camino que marcha paralelo a una angosta y serpenteante ensenada, en la que los pescadores guardan sus barcas.

Plagiando también mis hábitos, acariciaba las matas y los árboles que hallaba cerca. Entonces empecé a plantearme si, al llegar a la playa, e igual que hago yo, la recorrería dirigiéndose hacia el sur.

Cuando así lo hizo, me pregunté cada vez más atónito si después se sentaría, también igual que yo, a contemplar la puesta de sol frente al resort donde, como os conté en otra crónica, una cantante interpreta todas las tardes música suave acompañada de un saxofón, una guitarra y un piano. Y sí, se instaló allí y cruzó las piernas como un yogui de forma idéntica a la mía.

Me acerqué a él para observarle de cerca y, tras comprobar que era un joven occidental que llevaba el pelo muy corto, le dejé estupefacto al contarle las insólitas coincidencias que se habían dado entre él y yo. Luego, suponiendo que también le gustaría la soledad, como a mí, fui a sentarme a suficiente distancia.

PASO A PASO – Río Negro, Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior. Durante la tarde, el señor Baldomiro, su esposa Elena y yo seguimos navegando en la barca entre diferentes islas, y terminamos anclando frente a una que tenía forma de media luna.

Después de cenar, Baldomiro me advirtió de nuevo: “Mejor evitar echar restos de comida al agua porque no sabemos quién puede vivir por aquí”.

Al atardecer del día siguiente, habiendo dedicado la jornada a recorrer los canales de las Islas Navilianas, dejé a Baldomiro comprobando los niveles del motor y a su mujer preparando la cena, y embarqué en la piragua. Me alejé de la barca dispuesto a gozar de la soledad que me brindaba aquella deshabitada parte del mundo.

No había delfines que alterasen la quietud del agua, pero desde la cercana selva se oían docenas de cantos y sonidos distintos, advirtiéndome de la presencia de muchos ojos observadores. Pensé que ellos me veían, pero que no se dejaban ver.

De pronto, a ras de la superficie, llegaron docenas de pájaros nocturnos parecidos a las golondrinas que pasaron rozándome en su loca carrera, “Estoy logrando el conocimiento comprendido de estos ríos”, me dije, “el mismo que vivieron los exploradores de antaño recorriéndolos en piraguas parecidas a ésta”.

Tal pensamiento trajo a mi mente una idea y un deseo, que expuse a Baldomiro en cuanto regresé. “Aunque la barca es sin duda alguna la única forma de moverse confortablemente por estos territorios, no quisiera regresar a Manaus sin haber puesto los pies en la selva”. “Nada más fácil”, respondió el brasileño; “cuando volvamos al Río Negro, te llevaré a dar un paseo de los que no se olvidan”.

A la mañana siguiente, al recoger las redes, encontramos tres pirañas; dos eran blancas, distintas a las que había visto con anterioridad. En cuanto a la tercera, Baldomiro me explicó: “Esta es la piraña prieta, la más grande y peligrosa, pero también la más sabrosa”.

Poco después, mientras desayunábamos viendo amanecer, miles de pequeñas y preciosas abejas decidieron aterrizar en nuestra barca. No eran agresivas ni molestaban, pero como se instalaron por todos lados, debimos permanecer quietos para no pisarlas. Con el mismo ímpetu que habían llegado, en un instante salieron todas volando, como si alguna de ellas hubiese dado la orden. “Cosas de la selva”, se limitó a comentar la señora Elena mientras empezaba con la limpieza de platos y tazas, y su marido hacía lo mismo con la embarcación.

Después de reemprender la navegación, Baldomiro me pidió: “Hoy, aparte de mirar el paisaje desde tu puesto habitual en la proa, te dedicarás a observar detenidamente el agua, para indicarme qué canal debemos seguir si queremos regresar al río. Las aguas quietas, solamente nos adentrarán más y más en el laberinto que forman estas islas, y, por el contrario, la mínima corriente nos guiará hacia la salida”.

Transcurrieron varias horas sin que ese sistema diera resultado. Tras cada isla y nuevo canal, sólo encontrábamos otros canales y ensenadas. La situación en que nos hallábamos me recordó el viaje que hice en un camión desde Cachemira hasta el Ladakh ascendiendo por el Himalaya al norte de la India. En aquella ocasión, durante cuatro días, tras alcanzar la cumbre de cada montaña, sólo divisábamos cientos de cumbres.

Sin corriente alguna que nos guiara, Baldomiro empezó a ponerse nervioso. Al mediodía, el calor se había convertido en bochorno, y seguíamos dando vueltas sin tener claro si ya habíamos pasado por determinado lugar. Pero entonces, al salir de una ensenada especialmente angosta, llegamos frente a una gran extensión de agua parecida a un lago y divisamos una pequeña embarcación que se hallaría a un par de kilómetros. “Seguro que son pescadores furtivos de tortugas”, comentó Baldomiro dando gas y tomando aquella dirección.

En el mismo momento, un colibrí se detuvo ante a la barca sin dejar de volar y, como si intentase decirnos que habíamos acertado el camino, nos estuvo observando detenidamente antes de desaparecer con la rapidez de un rayo. La señora Elena me explicó: “Según cuales sean los colores de tu vestimenta, en el interior de la selva estos pájaros pueden ir a docenas tras de ti, creyendo que eres una flor gigante”.

La barca de Baldomiro asustó a los dos furtivos, pues creyeron encontrarse frente a la policía fluvial que les hubiera confiscado el pobre fruto conseguido después de pasar seis días remando, pescando, viviendo y durmiendo sobre su piragua. Pero, por el contrario, se alegraron en gran manera cuando les invitamos a gozar por un rato del confort de la barca de Baldomiro. Además de probar las delicias culinarias de Elena, la naturaleza nos entretuvo con una familia de juguetones delfines y una bandada de patos que, en perfecta formación, pasó junto a las embarcaciones.

Como colofón a tan interesante jornada, Elena decidió comprarles varias tortugas, transacción que libraría a los pobres furtivos tanto del peso como del peligro de ser arrestados. Convertidos ya en nuevos amigos, al llegar la hora de la despedida, los pescadores, que conocían al dedillo aquellas aguas, nos indicaron el camino a seguir.
Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO –

  • No me planteo ir a un lugar sólo por un par de días, y no voy a lugares que se visiten en un par de días.
  • Soy tan egoísta que ni tan siquiera quiero daros mi opinión.
  • A los que vais cortos de dinero y sobrados de tiempo, os recuerdo que podéis viajar haciendo diferentes voluntariados para organizaciones como “Workaway”, “Worldpackers”, “Volunteer World”, “Adventure Volunteer” o “United Nations Volunteers”.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba