La crónica cósmica

La crónica cósmica. Algunas personas viven realmente, mientras otras se limitan a sobrevivir

VIDAS EJEMPLARES – Chitwán, Nepal. Él es vasco y ella, checa. Rondarán los cincuenta años de edad y es evidente que forman una buena pareja porque bromean y se ríen el uno del otro con mucha frecuencia. Se conocieron cuando ambos trabajaban en el zoo Terra Natura de Benidorm, donde ella cuidó de diferentes animales durante más de once años.

“Al principio estuve a cargo de los elefantes, tres machos y once hembras”, me explicó en castellano, idioma que dominaba a la perfección, igual que lo hacía con el ruso, el alemán, el inglés y el francés.

“Después me encargué de los rinocerontes; gracias a que amo mucho a los animales, quizás más que a las personas, tenía muy buen rollo con ellos. Cuando ayudaba al veterinario, me permitían plácidamente que los manoseara, ya fuese para controlar el avance de sus embarazos, ya para hacerles la pedicura o sacarles sangre y saliva para analizarlas.

De todos modos, con las que más relación personal mantuve fue con las pitones, que llevaría amigablemente en brazos o colgadas de mis hombros. Más tarde me pusieron a cargo de los tigres de Bengala y de Sumatra, éstos más pequeños y de colores más oscuros.

Al final dejamos aquel empleo porque, a pesar de tratar bien a los animales, nuestro curro no dejaba parecer el de unos carceleros. Hará unos cinco años decidimos cambiar de vida y vendimos nuestra casa, pensando trasladarnos a la India.

Pero no llegamos a hacerlo, y ni siquiera hemos puesto los pies allí, porque antes vinimos a Nepal y, al descubrir las maravillosas llanuras de Chitwán, compramos una parcela de terreno rústico a las afueras de Sauraha y nos construimos una casa que no tiene desperdicio. Oye, ¿por qué no vienes a comer un día con nosotros y asamos un ganso?, así le podrías echar un vistazo a nuestra morada”.

Aunque no había visto su casa, conocía de sobra la zona porque, a través de los años, me había pateado de arriba abajo las praderas y bosques que hay alrededor de Sauraha y supe hacia dónde dirigirme. De lejos vi la casa, aislada, a las afueras de una aldea Tharu. Al llegar felicité a mis nuevos amigos porque la situación era inmejorable.

Se hallaba en una pequeña loma por encima del río Rapti, al lado de un arroyo que desembocaba en éste, y frente a las llanuras del Parque Nacional de Chitwán. La vivienda tenía un diseño moderno, de forma cúbica, y con tres diferentes niveles. Desde cada una de sus habitaciones se disfrutaban vistas espectaculares.

La finca, rectangular y de unos mil metros cuadrados, estaba rodeada de un muro que los tres perros y la docena de gallinas de la casa franqueaban con facilidad. Valga añadir que las gallinas de Sauraha, gracias a la diversidad genética que les aportan los gallos de la jungla, son invariablemente preciosas.

Sentados ya en el jardín con unas jarras de cerveza Gurkha en las manos mientras asábamos un ganso en la barbacoa, la mujer checa me explicó:

“De noche hemos visto toda clase de animales sin salir de casa, desde tigres a rinocerontes y, por supuesto, elefantes. Ronaldo ha recorrido muchas veces el perímetro de la finca. En una ocasión estuvo tanteando el candado de la verja hasta que terminó arrancándolo y derrumbando la puerta.

Pero, por lo general, se porta bien con nosotros porque no nos enfrentamos a él como hacen los aldeanos con antorchas, linternas, piedras y petardos. Al verlos me recuerdan a las masas que atacan al monstruo en la película Frankenstein. Y claro, con ello logran que se cabree y que tumbe alguna casa.

De todos modos, Ronaldo es un elefante adulto y ya no arma tantos atropellos como antes; mientras que Govinda, que es joven y va de chuleta, ha matado últimamente a varias personas.

¡Ah, sí, olvidaba mencionarte a mis amigas las serpientes, de las que todos los años, en primavera, se nos llena la casa porque una de ellas se ha acostumbrado a poner los huevos aquí! ¡Ja, aparecen en el baño, el dormitorio y en los armarios de la cocina! No son venenosas y las llevamos cuidadosamente a la pradera para que se busquen la vida por su cuenta.

Para mantener alejadas a las serpientes venenosas no hay nada mejor que los pavos reales, que son los únicos animales inmunes al veneno de las cobras”. Me despedí de mis amigos felicitándoles de nuevo por haber hallado tan maravilloso lugar y regresé a mi cabaña pensando que algunas personas viven realmente, mientras otras se limitan a sobrevivir.

SUCESOS

Como ya habréis podido comprobar en otras crónicas, la sección de sucesos del Nepal se parece poco a las de vuestros respectivos países. 

En el distrito de Kamalamai, a las tres de la madrugada, un elefante mató a un hombre de cuarenta años que dormía tranquilamente en su cabaña de adobe, que el paquidermo derrumbó sin el mínimo esfuerzo.

Anteayer, en un bosque de Sauraha que yo he recorrido docenas de veces, a las nueve de la mañana, el elefante Govinda mató a un turista israelí. Poco después, dos agentes de la policía se presentaron en mi resort preguntando si el difunto se alojaba allí.

Ese mismo día un tigre mató tres búfalos en una zona cercana.

También en Chitwán, pero en Ratnanagar, un rinoceronte mató a un hombre de sesenta años (en el periódico siempre consta la edad de quienes mueren en esas circunstancias).

En Makwapur, a las afueras del Parque Nacional de Parsa, un elefante machacó a una mujer de sesenta y cinco años que cuidaba del huerto junto a su casa. Tal como sucede frecuentemente en esos casos, el cabreado vecindario destruyó las oficinas del parque.

En Chitwán, durante el año 2022, los animales salvajes acabaron con la vida de cinco personas. 

PASO A PASO – Leh, Ladakh, norte de la India, verano de 1987. Continúa de la crónica anterior. Me alejé del camión en que había viajado durante tres días desde Cachemira y me adentré en el bazar en busca de habitación. En cuanto empecé a andar comprobé que la falta de oxígeno que sintiera durante el viaje había sido una broma si la comparaba con lo que notaba en aquellos momentos: sólo al dar cuatro pasos por el polvoriento bazar creí ahogarme y tuve que detenerme para recobrar el aliento y reflexionar.

Reanudé el avance al ritmo que hubiese seguido un anciano, o sea muy despacio. De todas maneras tenía que detenerme de vez en cuando para respirar profundamente antes de continuar andando. “¡Rediós, qué jodido es ser viejo!”, pensé riéndome de mi penosa situación.

A pesar del agotamiento que sufría, la ruidosa y polvorienta calle principal de aquella ciudad, que por el momento me parecía poco atractiva, me animó a continuar mi camino para encontrar un lugar más tranquilo donde alojarme. Sólo me sentí satisfecho al salir por el lado contrario de Leh y alcanzar la zona del oasis. Allí las casas y las granjas se hallaban separadas por huertos y árboles. Por doquier, corrían acequias de agua cristalina y helada que descendía de las altas montañas. 

Mi lento avance me llevó ante la pensión Eagle. Al comentarle al joven recepcionista que preferiría convivir con una familia ladakhi en vez de hacerlo entre turistas, me aconsejó continuar unos cien metros más hasta encontrar la casa de sus padres.

Siguiendo sus indicaciones, poco después me desvié de la calle asfaltada y, metiéndome por un camino que transcurría entre las verjas de varios huertos y viviendas, llegué frente al antiguo edificio de gruesos muros y tres plantas que buscaba. Me recibió una angelical muchacha de veinte años llamada Satán. No tardé en caer rendido sobre la dura cama de una gran habitación, que gozaba de una buena colección de ventanales orientadas a levante y al mediodía. Y todo por el simpático precio de diez rupias al día.

La mañana siguiente, y tras dormir doce horas seguidas, en cuanto puse los pies en el suelo descubrí que continuaba estando totalmente agotado. Recordando las advertencias del camionero sij acerca de los problemas físicos que podría provocarme la exagerada altitud de Leh, decidí hacer el mínimo esfuerzo hasta que mi sufrido cuerpo se adaptara. Por suerte, la encantadora Satán podía encargarse de alimentarme si yo hacía el esfuerzo de descender por las empinadas escaleras de madera hasta la cocina.

En cuanto a charlas, partidas al backgammon, chíloms y demás distracciones, en la misma casa residía una joven pareja italiana que había pasado el último año viajando por la India y Sri Lanka con su hijo. El padre, Alfredo, aparte de ser un marchoso y un bromista de cuidado, compartía conmigo unas aficiones parecidas y, cuando sus deberes familiares se lo permitían, venía a mi habitación para jugar a backgammon y fumar buen costo afgano.

La comunidad se amplió una tarde en que me atreví a ir, caminando lentamente, hasta el restaurante Friends Corner. Mientras comía unos deliciosos momos entablé conversación con un punk feo, alto y delgado como un palo, que completaba su desgarbado aspecto con una larga cresta amarilla y un par de ojos azul celeste. Se llamaba Neil, era escocés, y había venido a Ladakh olvidando que allí no le sería posible comprar charas (costo).

Después de cenar le propuse que me acompañara hasta mi habitación para compartir unos chílom. Aceptó encantado. Por supuesto, Alfredo se unió a la tertulia en cuanto su mujer y su hijo se durmieron. Luego pedimos a Satán que nos trajera unas jarras de chang (la cerveza de arroz).

Gracias al alcohol y al charas, el escocés terminó durmiendo sobre una de las otras camas que había en la gran habitación y, en cuanto se levantó por la mañana, corrió a su pensión para recoger el equipaje y se instaló en la casa de Satán. “Es más barato”, nos dijo, “las habitaciones son más grandes y bonitas, y sentarse en la cocina es como viajar a los tiempos de Marco Polo. Además, vosotros fumáis un material de primera”.  Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba

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