EL DESACONSEJADOR – Chitwán, Nepal. Dejé de aconsejar a los demás cuando un amigo mío se metió en un berenjenal de mucho cuidado siguiendo mis consejos. Más tarde me reafirmé en continuar haciéndolo así al descubrir que, a pesar de mi incultura y menos memoria (me encanta plagiar esta expresión de mi amigo radiofónico Pere), iba por la vida dando consejos para alimentar a mi ego y sentirme como un gurú (de tercera regional).
Con el Señor Chacal, mi amigo indio de las Colinas Kumaon, mantuvimos una acalorada discusión filosófica acerca de este tema en el que él, al estar sobrado de conocimientos y ser un renombrado conferenciante, valoraba en gran manera el rol de consejero y lo comparaba al de los psicoterapeutas o los confesores.
El único fin esta parrafada era revelaros que haber dejado de aconsejar no es óbice para que, en esta ocasión, use su antónimo por excelencia, o sea el verbo desaconsejar, y que os desaconseje (yo desaconsejo, tú desaconsejas, todo el mundo desaconseja…) viajar en la época de los monzones por los países que reciben este acuático maná del cielo, como la India y el Nepal.
No hago tal advertencia en plan alarmista, sino porque los inherentes incidentes de los viajes (retrasos, cancelaciones, etc.) se multiplican durante la estación de los monzones, aunque las lluvias se dan un descanso entre chaparrón y chaparrón y sólo ocurren desastres (inundaciones y avalanchas) si diluvia imparablemente durante varios días.
Yo he gozado y sufrido los monzones docenas de veces sin verme metido en grandes líos, y os puedo asegurar que sólo correréis riesgos realmente peliagudos si tenéis la mala suerte de hallaros en el peor momento en el lugar equivocado.
Hace un par de semanas, cuando iba a partir de las Colinas Kumaon, me comí el coco pensando en las pegas que podría hallar en mi camino. Fue en vano, ya que al final el dios de la lluvia se apiadó de mí y los monzones se dieron un respiro durante los dos días que duraron mis correrías.
En Nueva Delhi se limitó a lloviznar sin impedirme hacer algunas compras, como la de substituir mis sandalias malayas, que ya se caían a pedazos.
Curiosamente, y como prueba de que no llovía demasiado, los habitantes de la capital no usaban paraguas; pero sí se cubría con uno de ellos el hombre que preparaba chai frente al hotel Visha, cuyo puesto no pasaba de ser una simple mesa instalada en la acera, y lograba atender a los clientes mientras protegía los productos con el paraguas que sujetaba con una mano.
Mis amigos locales, como el amable tipo de pelo blanco que regenta el Madame Café, se quejaban por la falta de turistas; hecho del que culpaban a las movidas militares de Pakistán, Irán y Gaza que habían encarecido el precio de los tiques de avión.
Mis preocupaciones (¡pura paranoia, oiga!) se centraban en los dos vuelos que iba a coger; pero, como decía al principio de esta crónica, ni, ni, ni, ni. El avión de Air India partió puntualmente del aeropuerto Indira Gandhi de Nueva Delhi cuando el cielo estaba despejado y aterrizó en el de Katmandú bajo un sol radiante.
El día siguiente sucedió igual cuando partí hacia mi querida Chitwán en un pequeño avión de hélices de la compañía Buddha Air.
Valga mencionar que mis comidas de coco no tenían que ver solamente con los frecuentes accidentes aéreos que ocurren en Nepal, sino, sobre todo, con el inconveniente que representaría que yo y me equipaje termináramos empapados debido a un chubasco, pues en el Aeropuerto Internacional Tribhuvan de Katmandú no hay mangas de embarque y el bagaje se transporta en un remolque jalado por un tractor.
Aquí van unas imágenes mentales con las que pretendo alimentar vuestra imaginación.
En las habitaciones del barato Hotel Vishal de Paharganj siguen habiendo ceniceros como en los viejos tiempos.
El supuestamente sagrado río Yamuna continúa teniendo el aspecto de una infecta cloaca.
En los periódicos indios aparecen diariamente las fotos de diferentes niños y jóvenes que han desaparecido, y también las tétricas fotos de los cadáveres que hallan en la vía pública, de los que la policía pide la colaboración ciudadana para identificarlos.
Al planear permanecer solamente una noche en Katmandú, me hospedé en un barrio de Patán que queda a corta distancia del aeropuerto y del templo de Pashupatinath, y más concretamente en el Hotel Kusum Airport Hotel, que os recomiendo por su buena calidad y esmerado servicio, aunque el precio fuese un poco caro para mis bolsillos: diecisiete euros la noche (euro: 162 rupias nepalíes).
Siempre me siento a gusto en el aeropuerto doméstico de Katmandú porque tiene el aspecto y el ambiente de una estación de autobuses pueblerina, con los empleados avisando a los pasajeros a gritos, con las etiquetas de los equipajes escritas a mano y adheridas con una goma elástica; equipajes que, por cierto, eran trasladados primero a mano y después en unas carretillas.
O sea todo lo contrario que el de Nueva Delhi, por el que tuve que patearme una gran distancia para llegar a mi pertinente puerta de embarque.
A pesar de volar sin sufrir líos monzónicos, de camino a Chitwán solamente logré atisbar un poco al grandioso Himalaya. Este corto vuelo de viente minutos a poca altura me permitió ver el chocante contraste que hay entre el denso verdor del parque nacional y las construcciones de la ciudad de Bharatpur.
PASO A PASO – Lago Titicaca, Perú, otoño de 1988. Continúa de la crónica anterior. Su cara era la típica del auténtico alemán de cabeza cuadrada, arquetipo que también incluía buenas maneras y esmerada educación.
Él estaba sentado junto a mí porque todas las mesas de la cafetería en que nos hallábamos se encontraban ocupadas. Ambos bebíamos unas buenas cervezas Arequipeña.
El alemán, sin que yo le animase a hacerlo, me explicaba detalladamente su viaje sudamericano: “En este país ya me han robado muchas veces. Salgo a un promedio de un día sí y otro no. Al levantarme por la mañana me pregunto si hoy toca sablazo”.
Yo escuchaba con bastante indiferencia aquel tipo de historia, pues formaba parte del palique de casi cada extranjero porque les pegaban el palo continuamente a todos.
Pero cuando el alemán cambió de tema empecé a prestarle más atención: “En una taberna de Lima entablé conversación con un joven noruego al que invité a beber. Me explicó que tenía una goleta atracada en El Callao, con la que él y varios amigos partirían al día siguiente hacia Samoa y Australia. Después ascenderían hacia Papua, Indonesia, Sri Lanka y la India.
A continuación, regresando ya hacia Europa, seguirían por el Golfo de Arabia y el Mar Rojo. Desde allí cruzarían el Canal de Suez y el Mediterráneo. A pesar de que el barco era pequeño, dijo que iban sobrados de sitio, y que si deseaba acompañarles, estaba invitado. ¿Tentador, no?”.
“¿Y tú qué respondiste?”, le pregunté alarmado ante lo que ya imaginaba. “Dije que no porque ya tenía otros planes”. Me levanté sin dejarle terminar y me despedí diciendo:“Tú debes de ser imbécil, ¿verdad?”.
Me habían recomendado en varias ocasiones visitar un lugar cercano a Puno llamado Sillustani, y una de esas mañanas en las que ya había desayunado cuando la mayoría del personal seguía roncando, hice mis averiguaciones y me dirigí a la parada del ómnibus indicado.
Pero al encontrarme con montones de turistas que tenían la misma intención, y enterarme además de que el precio del billete era de mil intis, decidí tomar otro camino y le pregunté al conductor de un colectivo (taxi compartido) cuánto costaba ir hasta Sillustani.
“Cinco pasajeros, ida y vuelta, a quinientos intis por cabeza”. Me pareció bien y le dije que volvería media hora más tarde.
Para evitarme ahogos debido a la altitud, hice el camino de vuelta al Hotel Europa sin prisas, pero sin pausas. Allí desperté a Pere y a Marta diciéndoles que los esperaba en la cafetería que había junto a nuestro hotel.
Mientras tomaba un café negro al estilo peruano, fórmula muy práctica que deja en manos del cliente decidir lo densa que será la bebida, animé a un argentino que se hospedaba en la habitación contigua a la mía y a una chica francesa, a la que conocía de las noches de parranda, a que se unieran a la excursión.
A la hora fijada, los cinco extranjeros subíamos al colectivo para dirigirnos, cómoda y rápidamente, hasta Sillustani: una necrópolis anterior a los incas que se encontraba junto al Lago Umayo en la que reinaba una paz casi milagrosa.
A pesar de que las llamadas chullpas, con sus formas cónicas invertidas de doce metros de altura, fuesen una virguería arquitectónica que mostraba la habilidad artística de aquellas gentes labrando la piedra, me impresionó más la naturaleza que la obra humana, gracias a que el antiguo cementerio se hallaba en el más maravilloso de los entornos.
Junto con Pere dejé de prestar atención a las piedras para dedicarla boquiabierto, y a vista de pájaro, al lago, a las ovejas pastando sobre la hierba de la orilla, a una mamá que bañaba a su bebé, a las algas que se balanceaban con el suave oleaje, a las señoras pato seguidas de sus polluelos, a las cigüeñas planeando sobre las aguas, y al cielo permanentemente azul.
Luego le confesé a Pere: “Si tuviese buena maría para fumar me quedaría aquí durante unas cuantas semanas”. Continuará.
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Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.