LO HIZO DE NUEVO. Este título se refiere a mi gurú turístico, el amigo valenciano, quien, cuando le comenté que planeaba dirigirme a un sitio al norte de Tailandia llamado Pai, me aconsejó acertadamente (pues ya empieza a conocerme mejor que mi madre): “En los últimos años ese pueblo se ha puesto de moda y no te gustará porque ahora está lleno de pensiones abarrotadas de turistas. Por el contrario, si sigues un poco más adelante llegarás a Mae Hong Son, la tranquila y poco concurrida capital provincial en la que estoy seguro que te sentirás de maravilla”.
Umm, me he adelantado un poco y, para saber dónde me hallo, será mejor que empiece por el principio, cuando partí de mañanita de Chiang Khong (junto a la frontera laosiana y frente al Río Mekong) dirigiéndome hacia Chiang Mai en un confortable autocar de la compañía “Green Bus” en el que había los obligados letreritos advirtiéndome que la multa por fumar era de 2.000 bahts, que por no llevar el cinturón de seguridad serían 5.000, y por beber alcohol 10.000 (1 euro: 38 bahts). También estaba prohibida la comida que oliese de forma desagradable.
Y ya que estoy con las cifras, añadiré que esa mañana cronometré el tiempo que yo tardaba en hacer el equipaje: 5 minutos (“¡Muy profesional, oiga!”). Antes de empezar el recorrido, el chófer del autocar colgó del retrovisor la imprescindible guirnalda protectora, de flores sagradas, que venden en los semáforos.
Había creído que podría ir hasta Mae Hong Son el mismo día, pero, debido a mi habitual falta de información, al llegar a Chiang Mai tras seis horas de viaje me dijeron: “Ni, ni, ni, ni”. Así que compré un tique para el minibús del día siguiente y me instalé en el fino “The Y Smart Hotel”, que se encontraba junto a la estación de los autobuses. Dando un paseo por los alrededores, atrajo mi atención una música conocida que me guió hasta un templo hindú en el que, entre unas esculturas de los dioses Shiva, Ganesha y Durga, sufrí un sutil ataque de morriña india.
A las siete y media de la mañana empecé un nuevo viaje, éste hacia el norte. Iba en una camioneta con catorce pasajeros más; todos eran tailandeses y, aparte de un servidor, no había ningún occidental que rompiese el encanto. Durante las tres horas siguientes estuvimos ascendiendo por una solitaria y empinada carreterita encerrada completamente por la jungla, en la que había 1.882 curvas (esta cifra es oficial, o sea que alguien las debía haber contado), y era ideal para los motociclistas, pero no para los ciclistas o los autocares.
Sentado confortablemente en la posición del loto, no dejé de admirar el verde paisaje mientras cruzábamos el Parque Nacional de Huai Dam Nang; me recordó el recorrido que hice desde la población ecuatoriana de Baños adentrándome en las selvas amazónicas, aunque en aquel caso fuese por una pista embarrada. Como en otras ocasiones parecidas pensé que, aunque el destino final fuese una mierda, habría valido la pena venir para ver todo esto.
Estuvimos trepando continuamente y, en las pocas veces que el bosque se abrió, gozamos de unas vistas inmensas. Nos detuvieron en varios controles del ejército en los que pidieron la documentación al personal, pero no al viejo turista occidental, o sea yo.
Cuando paramos a tomar un cafecito en Pai, estuve de acuerdo con el amigo valenciano en que ese pueblo de casas bajas no hubiese sido de mi gusto porque, a pesar de hallarse en un valle precioso por el que corría el río que le daba nombre, era uno de esos sitios que denomino guetos turísticos (de los que no me caen simpáticos sus habitantes ni sus visitantes).
Continuando con nuestro trayecto durante tres horas más, siempre sin el mínimo tráfico y encerrados entre un denso muro de verdor, tras cruzar unos pasos muy altos descendimos hasta los doscientos y pico metros de altitud y llegamos al fin a Mae Hong Son, que se encuentra en el extremo noroccidental de Tailandia, junto a la frontera de Myanmar.
La única información que tenía de esa población era una foto que me había mandado el amigo valenciano el día anterior, en la que se veía un lago precioso llamado “Chong Kham”, que estaba rodeado de jardines. Le pedí al conductor de un “tuk-tuk” que me llevase hasta allí, y al poco me instalaba en una habitación de la pensión “Johnnie Guest House” desde la que había unas buenas vistas de esa maravilla acuática. La simpática propietaria me hizo un buen descuento cuando le expliqué que me quedaría varias semanas.
ASIA
FAUNOPOLIS
LA TABERNA GALÁCTICA. Aunque generalmente guardo el anonimato de los personajes que entrevisto en este antro imaginario, hoy me saltaré esa regla porque se trata de un escritor trotamundos de cincuenta y siete años al que os quiero presentar debidamente. Se llama David C. Dagley (echad una mirada a su fabuloso álbum fotográfico: davidcdagley.blogspot.com)
Cuenta con cuatro novelas de misterio publicadas y su biografía no tiene desperdicio: Nació en San Francisco, estudió en Berkeley y Londres, y residió bastantes años en Alaska, donde, entre otros empleos, trabajó como capitán de barco, llegándose a enfrentar a tormentas con olas de más de veinte metros que a veces cubrían totalmente la embarcación y rompían los cristales de las ventanillas.
Durante los últimos ocho años ha estado viajando continuamente por todo el mundo. Le gusta mucho bucear y lo ha hecho incluso entre docenas de tiburones.
David me contó: “En Hoi An conocí a una joven vietnamita que formaba parte de la quinta generación de una familia en la que todos sus miembros eran mudos porque habían nacido sin cuerdas vocales debido al “Agente Naranja” con el que el maldito presidente norteamericano Richard Nixon mandase bombardear Vietnam durante la guerra. Ella dirigía un restaurante en el que los trabajadores, además de mudos, eran sordos o ciegos por la misma razón. ¡Qué vergüenza, y qué pena sentí! Un día, estando yo en un pueblo de Laos cercano a la frontera vietnamita, explotó una bomba de esa sangrienta guerra que mató a un niño. ¡Pero en qué mierda de mundo vivimos!”.
Al ser evidente que David y yo pertenecíamos a la misma tribu, nos convertimos en buenos amigos mientras bebíamos cervezas “Leo”, jugábamos al backgammon y manteníamos interesantes conversaciones.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.