Relato divergente. Un orfanato sobre raíles

Podría ser que un buen observador, al ver los sarongs que visten las mujeres de esta foto, adivinase que habría sido tomada en un sitio tropical de Asia. Pero supongo que la gran mayoría no tendría la menor idea de qué país se trataba. Sin embargo, éste no es mi caso, que con una sola mirada he sabido que ese tren era de Myanmar. No se trata de algo casual en plan, “una vez estuve allí de vacaciones”, sino de un hecho extraordinario e insólito, puesto que he viajado prácticamente en todos los trenes del mundo. Por si pensáis que estoy exagerando, acabaré de asombraros añadiendo que, en realidad, he pasado gran parte de mi vida viajando en tren.

Relato divergente. Un orfanato sobre raíles
Relato divergente. Un orfanato sobre raíles

Mi relación con los trenes fue parecida a una conexión cósmica, pues mi santa madre me parió en uno de ellos. Efectivamente, solté mi primer llanto en un compartimento de primera clase del Toronto Express, en la parte oriental de Canadá. Se comprenderá mejor lo de la conexión cósmica si explico que mis padres vivían en una granja rodeada de bosques, que se hallaba a cuarenta kilómetros de la finca más cercana y a doscientos de la primera ciudad, adonde solamente se podía llegar por pistas forestales, que mi madre era de Toronto y que, cuando su embarazo iba por el octavo mes, se dejó convencer por la suya, o sea mi futura abuela, para que tuviese a su primer hijo en un hospital moderno en vez de hacerlo en aquella granja que, según opinaba ella acertadamente, se encontraba en el fin del mundo. La abuela lo organizó todo desde Toronto e incluso fue la responsable de que mis padres hiciesen el trayecto en un confortable y por supuesto caro compartimento digno de un buen hotel, con literas y cuarto de baño, que ellos no se hubieran podido pagar.

Lo que nadie esperaba, y aquí viene la siguiente intervención cósmica, fue que, debido quizás al agradable traqueteo del tren que hasta hoy sigue dándome la cálida sensación de ser acunado, a mí se me ocurriese nacer con tres semanas de antelación. Mi madre tuvo los primeros dolores al despertar por la mañana del segundo día de viaje y rezó a la patrona de las parturientas pidiéndole un poco de paciencia. Pero ésta no le hizo el menor caso y al poco ya tuvo que dar la alarma a su marido, que todavía roncaba en la otra litera. El que estaba a punto de convertirse en mi padre no se alteró porque en la granja había ayudado a parir a docenas de yeguas, vacas, ovejas y hasta a alguna perra. Primero comprobó la frecuencia con que se daban los dolores y calculó que, a pesar de no tener tiempo para llegar a la siguiente estación, sí sería suficiente para hallar algún médico en aquel largo tren, o a una enfermera o una comadrona que les echase una mano. Sucedió así, pues en el mismo vagón, y en una cabina cercana, viajaba una enfermera veterana que había asistido a muchos partos, y yo vine al mundo sin más sobresaltos que el inevitable choque del nacimiento. Aunque, lógicamente, no lo recuerde, estoy seguro de que lo primero que sentí fue el vaivén del vagón.

El anticipo de mi nacimiento provocó dos hechos que resultarían extremadamente determinantes en mí vida. A mamá, por decirlo de alguna manera, se le cruzaron los cables. A pesar de que el parto no había tenido la menor complicación, empezó a cogerles una absurda fobia a los trenes, y cuando hicieron el trayecto de regreso a casa conmigo en brazos, aparte de quejarse de esto y aquello, e incluso de marearse, decidió que nunca volvería a subir en un tren. Supongo que no sería una promesa difícil de cumplir, puesto que sus días transcurrían en aquella aislada granja y eran contadas las ocasiones en que se animase a ir hasta la ciudad más cercana.

La fobia ferroviaria materna también fue determinante para mí porque, unas semanas más tarde, mi madre arrojó a la papelera, sin leerla, una carta de la Compañía Nacional de los Ferrocarriles de Canadá en la que les daban una maravillosa noticia: “Siguiendo una antigua tradición de la Compañía, otorgaban al bebé que había venido al mundo en uno de sus vagones un pase de por vida”. Nunca he culpado a mamá por aquel desaguisado del que no tuve conocimiento hasta que hubieron transcurrido treinta y tres años.

Con la edad de Cristo a cuestas, yo seguía viviendo en la granja de mis padres. El trabajo era duro y en invierno hacía un frío que te cagas; pero me gustaba hallarme inmerso en aquella rica naturaleza, sin ruido de motores y con el aire más puro. Además, ya fuese por obligación o afición, pasaba mucho tiempo montando a caballo por unos bosques que amaba con locura. Jamás había sentido atracción por la ciudad, y en ese aspecto se podría decir que era una especie de monstruo. ¡Rediós, a los treinta y tres años todavía no había ido a una sala de cine o una discoteca, y si había follado unas cuantas veces se lo debía a unas turistas de Montreal que algunos veranos acampaban cerca de nuestra granja!

Por mi parte y por la de mi enclaustrada madre no se habría dado ningún cambio en mi vida; pero papá, a pesar de que había nacido en aquella misma casa y le asqueaban las grandes poblaciones, pensó que me vendría bien ver un poco de mundo. No hizo el menor comentario al respecto hasta el día en que cumplí los treinta y tres. Después de comer el obligado pastel regado con champaña, me entregó un abultado sobre. En él había un montón de dólares que, según había calculado mi padre, darían suficiente de sí para que yo recorriese nuestro extenso país de cabo a rabo. ¡Ja, me acojoné y fui incapaz de abrir la boca hasta que él, azuzándome, me preguntó si se me había comido la lengua el gato! Yo no temía a mi padre, con quien mantenía una relación de colega y no de jefe a subalterno, y le repliqué que me había dejado atónito porque nunca había pensado, deseado o planeado viajar. Mamá, que tampoco sabía nada de aquel regalo, se opuso aduciendo los “grandes riesgos” que yo correría si me alejaba de nuestro hogar.

De todos modos, decidí cumplir con los deseos de papá cuando insistió diciendo:

“Al visitar otros sitios podrás valorar debidamente éste”.

Mi pobre padre no imaginó que su generosa y sabia acción iba a provocar un cambio radical en mi vida y también en la suya, pues él y mamá se quedarían sin su único hijo, aunque contaran con la compañía del capataz; un hombre que llevaba dos décadas con nosotros y que estaba casado con una mujer india de la etnia Chippewa.

La traca estalló la mañana en que entré en mi primera estación ferroviaria para adquirir mi asimismo primer tique de tren. Cuando el funcionario que me atendió tecleó mi nombre, levantó de pronto la mirada sorprendido, y luego, pidiéndome que esperase un momento, corrió en busca del jefe de la estación. Yo, al ser lerdo en el tema, me planteé atemorizado si habría hecho algo incorrecto. Cinco minutos después, y en la oficina del jefe, se me informó del privilegio que tenía por haber nacido en un tren. Debí de poner tal cara de incredulidad que el gran hombre tuvo que insistir: ¡Durante mi vida yo tendría derecho a viajar gratuitamente en todos los trenes de aquella compañía ferroviaria, la mayor del país, y además podría hacerlo en la misma primera clase en que había venido al mundo! Me quedé tan pasmado que tuve que sentarme a reflexionar. Aunque aquello abría mis horizontes y lo cambiaba todo, no olvidaba las continuadas críticas de mamá sobre los trenes, a pesar de no haber subido en ninguno desde hacía treinta y tres años. Hasta llegué a preguntarme si me permitirían viajar gratuitamente porque era desagradable y nadie en su sano juicio querría hacerlo. Tardé tres cafés y dos cervezas en decidirme: haría mi primer viaje en tren. En cuanto al destino y la dirección, lo eché a cara y cruz, y me dirigiría al oeste, a Vancouver.

Los temores que me había transmitido mamá se desvanecieron en cuanto el tren se puso en marcha puntualmente. En los andenes no había muchedumbres, no recibí empujones, nadie me robó la cartera, mi compartimento privado estaba impecablemente limpio y el supuesto barullo metálico era más parecido a un zumbido lejano. Los bosques, los prados, los lagos y los ríos que veía a través de la ventanilla, en parte eran similares a los que aparecían en los reportajes televisivos de la naturaleza, pero con la salvedad que ahora, al contemplarlos en vivo, me ponían la piel de gallina.

Otra de las cosas por las que a mí no se me podría considerar normal era que, al haber ido solamente en contadas ocasiones a un restaurante o un hotel, no estaba acostumbrado a tener a alguien a mi servicio como me encontré en aquel primer tren de mi vida. Para empezar, y como bienvenida, un atento camarero me invitó a tomar una copa de champaña en mi cabina. Más tarde, ya en el restaurante, me trataron a cuerpo de rey, consiguiendo que me sintiese perdido hasta que, ayudado por el vino, me desinhibí e incluso charlé con los clientes encopetados que tenía alrededor. Al pedir la cuenta me informaron que mi dinero no era válido sobre los raíles. Mejor, imposible.

Aquel trascendente día hice varios descubrimientos importantes acerca de mi vida, pero sólo fui consciente del que sería más determinante cuando descendí del tren en Vancouver. ¡No sentía el mínimo cansancio tras tan largo trayecto, sino todo lo contrario, pues deseaba subir inmediatamente en otro tren para emprender un nuevo viaje! ¡Ja, me estaba convirtiendo en adicto a los trenes y ya necesitaba mi siguiente dosis! Enfrentándome a ese deseo, me obligué a salir de la estación pensando en hacer una visita turística a tan importante ciudad. Fue otro descubrimiento, o más bien una confirmación, pues necesité menos de media hora para constatar que en sus ajetreadas calles me encontraba completamente perdido: estuve a punto de ser atropellado por un taxi, por lo que recibí como premio una tanda de insultos, unos chavales se metieron conmigo llamándome “huevo de campo”, la polución del aire y el ruido del tráfico me provocaban jaqueca, y me mareaba ver a tanta gente, tantos rostros, que nunca cruzaban su mirada con la mía.

Siendo capaz de orientarme perfectamente en un denso bosque, en Vancouver, y a pesar de llevar un mapa en las manos, en aquella corta media hora conseguí perderme. Tuve que pedir ayuda a un policía. Iba a preguntarle por alguno de los lugares de interés turístico, como Chinatown o el acuario, pero en el último momento mi boca tomó el mando por su cuenta y le pedí que me indicase el camino de vuelta a la estación del ferrocarril.

Había recibido una revelación parecida a la de los devotos que peregrinan a un sitio sagrado: había visto la Luz y ahora sabía que mi Nirvana particular, mi Paraíso, se hallaba en cualquier vagón que traquetease sobre dos raíles y me llevara de un lado a otro. Nunca regresé a casa. Pronto comprobé que en los hoteles o las pensiones de las ciudades me resultaba imposible conciliar el sueño al echar en falta el vaivén del vagón. Y tras dar un paseo por los alrededores de la estación de turno, embarcaba en el siguiente tren antes de que anocheciese.

En una ocasión, de camino a Montreal, entablé relación con un reportero del periódico “La Presse”, que posteriormente escribió un artículo acerca de mí: el hombre que vivía en los trenes y viajaba continuamente. Mi padre había sido el primero en provocar el efecto dominó en mi vida cuando me subvencionó el inicio de mis correrías, pero fue aquel reportero quien detonó el cohete que me llevaría a las estrellas, pues de un día para otro me convertí en un tipo famoso. La gente quería conocerme, y en algunas estaciones organizaban reuniones sociales, en las que no faltaba comida y bebida, pidiéndome que diese una charla. Me acostumbré a hablar en público y, en cierta forma, creé mi propio espectáculo soltando en el momento oportuno las anécdotas o las bromas que más gustaban. Hubo otras apariciones en la prensa e incluso en la tele, y las demás compañías ferroviarias canadienses se apresuraron a extender la invitación que me permitiría viajar gratuitamente en sus trenes.

La siguiente ficha de dominó cayó el día en que apareció un reportaje sobre mí en la revista “The New Yorker”. ¡Boom! En los Estados Unidos las cosas ocurren deprisa, y yo, aparte de convertirme en una celebridad, no tardé en recibir invitaciones de diferentes compañías ferroviarias, que no dudé en aceptar. De esa forma empecé a recorrer otro gran país. Mi fama me precedía y algunas universidades me pagaban considerables honorarios a cambio de paliquear un rato. Aunque la cuestión monetaria nunca había sido importante para mí porque, al salirme la vivienda, el modo de transporte y la comida gratis, casi no gastaba nada y aún me quedaba algo del dinero que me diese papá, el hecho de empezar a cobrar por hacer lo que más me gustaba, me tranquilizó como si fuese un seguro de enfermedad.

Quien tumbó otra ficha de dominó fue una mujer que vestía como un hombre e incluso parecía un hombre, a pesar de ser muy guapa. Me la presentaron en un festival ecologista de San Francisco. De buenas a primeras, y casi sin darme tiempo a terminar de decir, “Encantado de conocerte”, me hizo dos preguntas seguidas usando sólo once palabras: “¿Fumas?”, dijo primero pasándome un porro, y luego añadió: “¿Te gustaría publicar un libro de tu vida sobre los raíles?”. Me explicó que era agente literaria de un escritor llamado Kevin, bastante famoso por sus ensayos de los viajes que hacía, y que éste quería escribir uno acerca de mí. Tratando de convencerme, me ofreció ganar una buena pasta si le daba el visto bueno y accedía a colaborar.

Aceptó cuando le exigí que mi nombre apareciese como coautor del libro en cuestión y que Kevin y yo nos repartiésemos los beneficios al cincuenta por ciento. Pero en mi mente apareció una única duda: podría tardar semanas en contar mi biografía con pelos y señales, tiempo que, si lo pasaba en una ciudad como aquella, se me haría eterno. La agente literaria dio inmediatamente con la solución: yo le narraría mi vida a Kevin mientras íbamos en tren, pues de esa manera él conseguiría percibir mejor la atmósfera de lo que iría escribiendo sobre la marcha, sobre los raíles. Kevin era un viajero nato y yo un adicto incorregible. Aparte de hacer una buena amistad, en el futuro colaboraríamos en más ocasiones.

El libro se tituló, por supuesto, “Sobre los Raíles”, y tuvo un éxito internacional apabullante entre los amantes de los viajes en general y entre los de los ferrocarriles en particular. Igual que todos los autores, la editorial me obligó a dar la cara para promocionar el libro; pero volví a salirme con la mía logrando que esos eventos se celebraran en las estaciones de ferrocarriles, puesto que así podría tomar unas copas de champán y soltar cuatro chorradas sin apartarme del que ya había empezado a denominar mi ecosistema personal.

Aparte de llenar mi cuenta corriente, ese triunfo literario provocó que recibiese invitaciones de diferentes compañías ferroviarias de todo el mundo. Desde entonces empecé a cruzar fronteras continuamente, primero las de América Central y más tarde las de Sudamérica. En todos lados me trataban como a un rey. El director de la compañía, e incluso el Ministro de Transportes, se fotografiaban conmigo y la foto aparecería en la prensa. Me estaba convirtiendo en el Marco Polo de los trenes.

Cuando un tren muy lento me dejó en una estación de la Patagonia, que se hallaba al final de la línea, decidí que había llegado el momento de visitar otros continentes. Iría a Europa, pero no pudiéndolo hacer en tren, opté por la navegación y, tras regresar a Buenos Aires, embarqué en el Puerto de la Plata. Fue la primera vez que pagase por un tique de viaje. Desembarqué en el sur de España, en Algeciras, y reemprendí mi viaje en tren sin darles más que una rápida mirada a las ciudades históricas de aquel país. Lo mismo hice con las del resto de Europa, como si mi único interés se centrara en lo que pudiese ver a través de las ventanillas de mi compartimento.

No tardé en recorrer Oriente Medio y África. Fui a Asia en el Transiberiano. Pasé varios meses en los trenes chinos, pero me harté del servicio que había en ellos porque los empleados se mostraban demasiadas veces irrespetuosos con los pasajeros. Entonces me trasladé al Sudeste Asiático, y en los trenes de Tailandia, Vietnam y Malasia sí encontré un servicio tan esmerado como lo era su limpieza.

Una vez, estando en el centro de Vietnam, me planteé si me habría transformado realmente en un vicioso de los trenes y los viajes y sería incapaz de hacer vida sedentaria. Esa posibilidad me intrigó, pues no me consideraba proclive a las adicciones y nunca había caído presa del alcohol u otras drogas. Entonces recordé la existencia de la adicción psíquica y, aunque en realidad no me apeteciese, decidí comprobar si era un yonqui de los trenes. Llevé a cabo el experimento yendo a pasar una semana en Hoi An. A pesar de que era una ciudad maravillosa e histórica y en su parte antigua solamente circulaban ciclo-taxis, no soporté permanecer allí más de tres días. Me ahogaba. Me faltaba el viento que entraba por las ventanillas de los trenes, me faltaban los paisajes que pasaban volando tras ellas y me faltaba la paz mental que aportaba el traqueteo del vagón. Supuse que los marineros sufrirían un descontrol parecido cuando permanecían demasiado tiempo en tierra.

Los años sumaron una década y después otra. Cuando calculé que ya había estado en todos los países que tenían ferrocarril, comencé a seleccionar líneas pequeñas y desconocidas como lo haría un coleccionista: iría hasta el fin del mundo para recorrer unos pocos kilómetros en vagones que quizás se cayesen a pedazos, o estuviesen infestados de chinches. Sufrí algunos accidentes. Por ejemplo, un peligroso descarrilamiento en un desierto de la India. Y también el ataque de unos bandidos al este de África. Pero aparte del susto y algún rasguño, salí siempre con bien.

Poco a poco había ido haciendo amigos entre los trotamundos que conocía en los trenes y nos reencontrábamos de vez en cuando, pero siempre sobre los raíles. No echaba en falta ser padre, tener una familia y un hogar. Mi presente era invariablemente perfecto y no ansiaba nada más. De sexo iba más que satisfecho porque, gracias a la publicidad gratuita que me hacían en cada país con entrevistas en la tele y fotos en la primera página de los periódicos, muchas mujeres escogían viajar en el mismo tren que yo con el único fin de pasar la noche en mi compartimento, como si fuese un actor o un cantante famoso.

En cuanto al amor, y viendo que transcurrían los años sin sufrir ningún flechazo, llegué a creer que era inmune a Cupido. O simplemente que mí único amor eran los trenes. Al pensar en ello, suponía que si algún día encontraba a mi media naranja sería lógicamente en un vagón, porque lo más cercano a una relación fue con una revisora de tren con la que estuve varios meses haciendo el mismo trayecto. Nunca habría imaginado que la mujer que me tocaría el corazón sería una persona totalmente sedentaria, tanto por naturaleza como por la obra que llevaba a cabo.

Fui al estado indio de Kerala con el fin de añadir una nueva línea ferroviaria a mi colección. De su existencia me había informado un amigo tamil que era muy aficionado a los trenes. Me urgió a echarle un vistazo cuanto antes a ésa porque era deficitaria y no tardarían en cerrarla. A pesar de haber recorrido un incontable número de kilómetros en tren, hice aquel corto trayecto desde Quillón sin dejar de admirar los habituales paisajes de Kerala: las densas junglas, los lagos, los precipicios, las cascadas, los arrozales o las aldeas escondidas en la naturaleza. El tren no tenía más que cuatro vagones y yo iba en uno de primera clase de estilo colonial, muy elegante y confortable, en el que antiguamente habrían viajado los oficiales del Imperio Británico.

El tren se detuvo al llegar al final de su recorrido, que también lo era de la línea. No había edificio alguno que hiciese las veces de estación y el único andén estaba desértico. El muro verde de la jungla dejaba un claro de unos cincuenta metros de diámetro. Descendí del vagón y recorrí las inmediaciones sin encontrar a nadie, ni tan siquiera al maquinista del tren. Era una calurosa tarde primaveral y las cigarras armaban un buen barullo. Por lo demás, silencio y paz, mucha paz. Pensé que aquel sitio tenía embrujo. Me asombró sentir algo tan insólito como el deseo de quedarme allí y dejar de ir de un lado a otro.

Entonces escuché unas voces infantiles. Al mirar en aquella dirección advertí que los árboles no eran silvestres, sino mangos y otros frutales. Caminando hacia las voces llegué a un nuevo claro en el que había unas cabañas muy precarias, construidas con materiales de diferentes orígenes, junto a las que pasaba un arroyo saltarín. Una veintena de niños y niñas estaban sentados sobre la hierba en la sombra mientras asistían aplicadamente a las lecciones escolares que impartía una mujer de pelo blanco, cuerpo esbelto y movimientos enérgicos. Mi inesperada aparición interrumpió la clase y conocí a Uma, la mujer que iba a tocarme el corazón a pesar de tener ya ochenta años.

Durante la siguiente hora mi vida dio un giro radical. Fue así cuando Uma me contó que aquellos niños eran huérfanos a los que había salvado de las calles de grandes ciudades en las que malvivían robando o prostituyéndose. Uma cuidaba de ellos como lo haría una madre adoptiva, pero, debido a su edad, y a pesar de tener buena salud, temía que si algo malo le sucedía, los pequeños pudiesen terminar de nuevo por las calles. Ése era su único pesar.

Me fijé en el mal estado de las cabañas e imaginé que a Uma no le sobrarían las rupias. Este pensamiento me llevó a otro y a otro: quería ayudar a Uma porque me había enamorado de ella y de la buena obra que llevaba a cabo; pero también me estaba enamorando de aquel lugar en el que reinaban unas energías muy positivas.

Me despedí y regresé al tren antes de que partiese de vuelta a Quillón. Quería hacer algo por Uma y sus chicos, pero todavía no sabía qué. Lo adiviné de pronto, en cuanto nos pusimos en marcha siendo yo el único pasajero. ¡Eureka, había dado con la manera de hacer una buena obra sin apartarme un ápice de mi ecosistema personal!

Dos semanas más tarde, y tras arduas negociaciones, regresé al emplazamiento de Uma en un tren de cinco vagones. Era de nuevo el único pasajero, pero ahora también era el propietario de los vagones. Se los había comprado a la Compañía de Ferrocarriles del Sur de la India incluyendo las vías y los terrenos que había al final de la línea. En uno de los vagones estaban la cocina y el comedor habituales de los trenes indios. Otro, que tenía literas repartidas en compartimentos, sería el dormitorio. El tercer vagón serviría de aula escolar o como patio de recreo durante los monzones. El cuarto era el mismo vagón colonial de primera clase que me dejase encandilado y, en él, se encontraría mi residencia y la de Uma. El quinto vagón haría las veces de almacén.

Me despedí del maquinista, que regresó a Quillón con la locomotra haciendo el que ahora sí sería el último recorrido de aquella línea ferroviaria. Luego fui en busca de Uma y los chicos. Soy incapaz de describir lo que sentí al ver su alegría cuando los llevé hasta su nuevo hogar. Bueno, el suyo y el mío, pues no dudaba que iba a quedarme allí consiguiendo algo tan insólito como sería hacer vida sedentaria en un tren.

Aquel mismo día llamé a Kevin y le propuse escribir un ensayo titulado “Un Orfanato Sobre Raíles”.

RELATO DIVERGENTE, de Nando Baba
RELATO DIVERGENTE*, de Nando Baba

*Relato divergente es una sección de relatos ficticios en los que Nando Baba escribe inspirado por nuestras fotografías de viaje.

1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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