La crónica cósmica. El confort psicológico de sentirse agrupados

GOOD MORNING VIETNAM (en memoria del genial Robin Williams). Vine a Vietnam (Viét Nam, la tierra del Tío Ho), y lo hice empezando la visita por Hanoi (Hà Nôi), siguiendo los consejos del amigo valenciano, “Tienes que echarle una mirada”, quien además me “amenazó” con abandonar su refugio en la campiña inglesa para visitarme.

Conociendo ya mis gustos, él se encargó de reservarme habitación en el “North Hostel 2”, que se hallaba en un callejón de dos metros de ancho sin el mínimo tráfico, o sea destinado a los seres humanos y no a las máquinas. Era un hotel familiar diminuto que solamente tenía cinco habitaciones (cuyo pequeño tamaño estaba en armonía con el resto del edificio). Rozando ya la perfección, se encontraba situado en el barrio antiguo, y en sus calles y plazoletas ajardinadas reinaban unos árboles espectaculares. La guinda de tan sabroso pastel era un lago junto al que la población practicaba yoga o “Tai Chi”.

Debido a que esta presentación os podría llevar a creer erróneamente que me encontrase en un remanso de paz, os aclararé que Vietnam es el reino de las pequeñas motocicletas, de las que hay tantas como para que sea realmente arriesgado el simple hecho de cruzar cualquier calle, y además las aparcan en las aceras bloqueándote el paso. En ese aspecto Vietnam se parece a Tailandia, pues la gente ocupa la porción de acera que hay frente a su casa como si fuese de su propiedad, e instalará en ella sillas y mesitas.

Al contrario que en la India, el Nepal, Tailandia o Malasia, en Vietnam se circula por la derecha como en Laos, y tuve que mentalizarme a marchas forzadas para no terminar siendo atropellado al mirar en la dirección equivocada al cruzar la calle; con los peatones sucede lo mismo, y lo recuerdo cada vez que me doy de bruces con alguien: “¡Aparta, coño!”.

¿DÓNDE Y CÓMO?. Anteayer me escribió la amiga aragonesa desde Sri Lanka comentándome que, debido a la creciente locura turística de esa isla, es difícil hallar un sitio que no esté abarrotado de hoteles, restaurantes y baretos; y esto me recordó cómo me lo monté cuando estuve allí: Érase una vez. Aterricé en el aeropuerto de Colombo pasada la media noche, y lo hice sin tener, como es habitual en mí, la menor información ni llevar una guía para viajeros. Como primer paso le pregunté al aduanero que me selló el pasaporte el nombre de cualquier pueblo cercano. “¡Taxi!”.

Al despertar por la mañana y dar un paseíto con el que comprobé que me encontraba en una desnatada playa turística sin el mínimo encanto, pasé frente a una pequeña comisaría en la cual se aburría un policía jovencito que me invitó a tomar un té (que por cierto era delicioso como todos los que bebería en aquel paraíso del té); mientras charlábamos de esto y aquello, le conté mis deseos: “Quiero ir a un lugar de la jungla al que no vaya nadie. Quiero alojarme con una familia y comer los guisos de mamá. Y, claro, quiero conocer el aspecto auténtico de Sri Lanka en vez de un tinglado montado para los turistas”.

Él me preguntó si me atemorizaban los animales y los insectos, y si podría dormir en el suelo, cagar en la jungla y bañarme en una laguna: “No problems”. Luego me alegró diciéndome que sus padres vivían en un sitio así, y que, precisamente, al día siguiente tenía previsto ir a visitarles.

Fue esta manera cómo me adentré en Sri Lanka (por un precio de risa) residiendo en medio de una plantación de canela y junto a una jungla muy densa por la que me guiaron varios jóvenes locales.

Os he soltado esta parrafada para comentar que, de forma parecida a las guías de antes (¡El pasado ya no existe!), la información turística que aparece hoy en día en internet te lleva casi invariablemente a los sitios que va todo el mundo, hecho que está la mar de bien para quienes buscan precisamente el confort psicológico de sentirse agrupados.

Sin embargo, y como ya he dejado claro, mis gustos son totalmente distintos; de ahí que al llegar a mi actual domicilio, el pueblo vietnamita de Mai Châu, a tres horas de Hanoi, terminase hospedándome en la parte menos atractiva, pero más auténtica, en vez de hacerlo en alguna de las idílicas aldeas de los alrededores, con sus casitas de madera y llenas de tiendas en las que venden una delicada artesanía, porque al echarles un vistazo tuve la impresión de hallarme en un decorado precioso, pero decorado al fin y al cabo, que hubiese compartido con unos simpáticos turistas dedicados a comentar dónde habían estado y adónde irían a continuación.

Completaré esta información añadiendo un dato que para mí es de la mayor importancia: Los precios de las habitaciones, la comida y la bebida (café, té, cerveza), son mucho más altos.

Todo esto lo comprobé posteriormente porque, cuando descendí del autocar (en el que era el único extranjero, pues los turistas viajan en los que están reservados para ellos), serían las doce del mediodía y, debido a que las siempre bienvenidas nubes habían desaparecido de escena y hacía un calor de mil demonios, me apresuré a buscar una habitación pensando en hacer después el obligado “estudio de mercado”.

Quiso la suerte (o quizás el instinto) que la primera puerta a la que llamé fuese la de la pensión “Guest Hue Linh”, que se hallaba en un callejón y al fin resultó ser la más barata (cinco e incluso diez veces menor que en esas aldeas que mencionaba antes), aunque, por otro lado, no tuviese las espectaculares vistas de los alrededores, de las que gozaría durante mis paseos entre arrozales y teniendo por encima las típicas colinas, empinadas, rocosas y cubiertas de jungla, del Sudeste Asiático.

Estuve en esa pensión hasta que al saltar de la cama una mañana, en vez de dirigirme a los campos que quedan a poniente de la población, tomé la dirección contraria al descubrir una calle recta y ascendente que, tras dejar atrás unos pocos edificios (Mai Châu se alarga siguiendo la carretera igual que Vietnam lo hace junto al mar durante más de dos mil kilómetros), se adentraba entre unos arrozales y terminaba metiéndose en el cañón que formaban dos colinas en las que predominaba el bambú (¿habéis escuchado el canto del bambú al ser movido por el viento? “Crac, crac, crac, crac”), donde parecía haber unas cuantas viviendas.

Tras andar un par de kilómetros llegué a una de esas idílicas aldeas que mencionaba antes, pero con la diferencia de que en ésta, de nombre Ban Vân, no parecía haber un solo turista en sus doce preciosas casitas de madera.

La privilegiada situación de esa pequeña población, que se hallaba encajonada entre las laderas del cañón y recibía el constante torrente de agua que descendía por ellas creando lagunas y arroyos, me recordó a la de Godhawari en el Valle de Katmandú (ambos lugares se parecen también en que la gente deja abiertos continuamente los grifos del agua que irá a parar a las acequias y los arrozales).

Rizando ya el rizo, en Ban Vân reinaban una paz y un silencio hechizantes, y me ofrecía unas vistas preciosas del valle en que se encuentra Mai Châu.

La primera de las casas era una “homestay” llamada “Hoàng Anh” en la que podría ocupar en exclusiva un amplio dormitorio (10 x 7 m.) hecho totalmente de madera pagando la mitad de lo que me costaba la habitación de la pensión “Guest Hue Linh”. Además, los propietarios aceptaron el precio que les pedí por la comida, que sería variada y riquísima. No lo dudé: “Voy y vuelvo”. Regresé a Mai Châu, hice el equipaje, y tomé una moto-taxi hasta aquí, desde donde escribo esta crónica entre un entorno en el que prima el saludable color verde (el único verde que supera en atractivo al de los arrozales es el de los loros).

Por si estos datos acerca de mi actual domicilio no han dejado suficientemente boquiabiertos a los que habitáis en una ciudad, añadiré que la seguridad de Ban Van es parecida a la de “mi” aldea de la Selva Negra alemana, pues nadie se molesta en cerrar las puertas; pero es que, más insólito todavía, la planta baja de las viviendas está totalmente abierta a la calle y, como hacen en esta casa, de noche dejarán a mano el ordenador y demás valores con la seguridad de que nadie los tocará.

Frecuentemente comparo el hecho de viajar con el de ir al cine, y aquí van algunas de las escenas de la película vietnamita que estoy viendo en Mai Châu (cuyo “sound-track” incluye la inevitable y horrorosa música melódica típica de esta parte del mundo. ¡Ah!).

Los vietnamitas no entienden ni una palabra de inglés (¡Ni tan siquiera el típico “¿Do you speak english?!), y este hecho resulta excitante, pero sobre todo desesperante; en realidad, y hasta ahora, sólo he conocido a uno (el propietario del hotel de Hanoi) que lo hablase correctamente.

Su forma de comunicación es la sonrisa, y están siempre bromeando y riendo, algo que compruebo al comer con ellos en los económicos restaurantes tradicionales que hay en el colorido mercado de verduras y fruta, donde también tomo el peculiar café local (“càfé” o “càphê”, que es muy denso y parecido al del Perú) con una familia que ayer me invitó a cenar y a probar un delicioso licor al que llaman vino.

En estos establecimientos públicos hay siempre a disposición de los clientes un “bong” (pipa de agua hecha con una caña de bambú de un metro de largo) en el que fuman gratuitamente el tabaco que venden a granel.

Mantengo “conversaciones” con el farmacéutico, el policía y varios comerciantes, y recibo diariamente jocosas propuestas de matrimonio por parte de una viuda a la que replico que, si le da igual, preferiría casarme con alguna de sus preciosas hijas: ¡Ja, ja, y más ja!

También miro con ellos unos horrorosos seriales de la tele filipina y algunos reportajes acerca de la guerra que organizaron los norteamericanos: Hay un cementerio en el que están enterrados ciento sesenta jóvenes del pueblo que murieron en esa absurda contienda.

Antes salía de Mai Châu en busca de la naturaleza, y ahora hago el mismo camino en sentido contrario para ir a tomar una cerveza en el bazar. El tendero ya se ha convertido en un amigo y, aparte de querer invitarme a cenar con ellos todos los días (a lo que me niego educadamente) lo demuestra haciéndome descuento en los precios.

En este valle encerrado por una especie de cazuela montañosa, las temperaturas pegan unos brincos espectaculares de un día para otro, llegando a parecer un horno cuando el Sol domina el cotarro (entonces me limito a vestir un lungui y me esfuerzo en andar despacio), y refrescando hasta obligar a los frioleros vietnamitas a usar un anorak en cuanto cae una de las frecuentes tormentas.

Durante mis paseos me detengo siempre para admirar ceremoniosamente los paisajes igual que lo hiciese en el pasado en otros sitios maravillosos, como Vilcabamba en Ecuador o Nong Khiaw en Laos.

También recorro diariamente diferentes vecindarios de Mai Châu en los que sólo encuentro personas encantadoras. En casi todas las casas (de madera y ajardinadas) hay uno o más perros que son asimismo muy simpáticos porque tienen libertad de movimientos para ir de un lado a otro a su aire.

Igual que en Tailandia o Laos, a los vietnamitas les gustan mucho los pájaros cantores, y tienen varios de distintas razas a los que cuidan amorosamente. Cada uno dispone de su propia jaula, que es bonita, espaciosa, y está hecha con madera y bambú. Ayer estuve observando a un hombre que alimentaba pacientemente a cuatro pollitos como si fuese su madre. También son aficionados a los bonsáis, de los que he visto unos ejemplares impresionantes.

Por las calles circulan juntos unos vehículos anacrónicos, ruidosos y humeantes que ya correrían en los tiempos del Vietcong, y otros modernos y eléctricos que son parecidos a los que usan los jugadores de golf. También hay muchas motocicletas eléctricas que resultan peligrosas igual que las bicicletas porque no hacen el menor ruido. Quienes las montan en la mayoría de los casos son mujeres jóvenes que llevan con ellas a una o dos criaturas entre las que, asimismo, hay muchas más niñas que niños. Al contrario que en otros países de esta parte del mundo, todos los motoristas usan casco (incluso los más pequeños). Una peculiaridad cómica está en que llaman “Honda” a todas las motocicletas y, por ejemplo, te dirán: “Mi Honda es una Kawasaki”.

Vietnam es una “fábrica” de niños cuya “producción” incluso parece superar en número a los grandes “fabricantes” como el Nepal o Tailandia.

En cuanto llegué a Vietnam y me conecté por primera vez a internet, recibí inmediatamente este anuncio: “Únete a “Españoles en Hanoi”” ¡Ja, eso es precisamente lo que pensaba hacer!

Precios: El dólar norteamericano vale 22.000 dôngs (la moneda local), y el euro 27.000. En los ATM sacas hasta tres millones de dôngs, y al pagar lo que sea te pasas un buen rato contando ceros porque algunos billetes se parecen mucho (van desde los 1.000 hasta los 500.000 dôngs); así que os apunto estos precios en euros. Habitación con baño: 6. Dormitorio: 3. Almuerzo: 1´10. Riquísimo bocadillo de tocino-kebab con verduras en una baguette: 0’70. Cerveza: 0’50. Yogur: 0’20. Piña (completa y pelada): 0’20.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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