Érase una vez una polluela de águila que al romper el cascarón del huevo en que había permanecido durante las primeras semanas de su vida, exclamó: “¡Pues vaya un panorama!”. Su asombro se debía a la información genética que todos tenemos al nacer y a lo que le mostraban sus ojos. La primera le había prometido que sería la reina de los cielos y volaría a gran altura extasiándose con los infinitos paisajes que vería por debajo; mientras que la segunda, por el contrario, le enseñaba un decorado en el que una docena de águilas malvivían encerradas en una gran jaula metálica.
Su mamá le aclaró que se hallaban en el zoológico de una ciudad malaya y, tratando de animarla, le explicó que, en cuanto a la alimentación, iban sobradas de comida. También le dijo que podría ser peor, pero se equivocaba.
En cuanto la pequeña águila se cubrió de plumas y creció un poco, un guarda del zoológico se la vendió bajo mano a un tipo insensible que quería usarla como atracción en un centro turístico que dirigía en cierta isla llamada Kapas, que había junto a la costa nororiental de la Península Malaya. Y ella comprobó que, efectivamente, su situación todavía podría ser peor. La metieron en una jaula diminuta en la que ni siquiera tenía opción de moverse. A continuación, estuvo viajando ocho horas en el maletero de un coche. Luego la acojonaron definitivamente al llevarla en barca por un mar embravecido.
Sin embargo, sus temores se atenuaron cuando la desembarcaron en una playa de arena blanca cercada por una densa jungla. ¡Aquello era lo más bonito que hubiese visto y ya se imaginó surcando los aires!
Pero sus esperanzas se desvanecieron rápidamente porque, aunque la sacaron de la jaula, le colocaron una arandela en la pata derecha, que estaba fijada a una cadena, y ésta a un palo que se encontraba en medio de un cuidado jardín.
Entonces descubrió que podría contemplar aquel paraíso, pero no se le permitiría catarlo. Y pensó: “Sí serán cabrones”.
Durante los siguientes meses de su vida el águila se aburrió lo indecible. Pertenecía a una raza pequeñaja y nunca alcanzaría el majestuoso tamaño de otras primas suyas. Pero, de todos modos, sus garras y su pico eran los de un águila, y le hubiese gustado pegarles un arañazo a los turistas que hacían payasadas y se fotografían junto a ella.
Tal como le sucedería a cualquiera, aquella insulsa vida faltada de alegría (sin elección no hay ilusión) afectó la salud del águila, y su aspecto fue decayendo hasta que, temiendo lo peor, el director del centro turístico escuchó los consejos de un amante de los animales y decidió liberarla.
Con las malas experiencias que había tenido hasta el momento, la mañanita en que le quitaron la arandela de la pata, el águila se preguntó qué nueva putada le habrían preparado. Por un buen rato permaneció inmóvil sobre aquel odiado palo antes de hacer lo que no se había ni atrevido a soñar: extender las alas y salir volando. Lógicamente, sus primeros aleteos fueron un poco ridículos; pero la información genética que mencionábamos al principio la guió hacia las alturas y, desde allí, pudo contemplar el plácido mar, la densa jungla y la solitaria playa.
Vio que por ésta paseaba un hombre vestido de blanco, y se dijo: “Voy a gastarle una broma a ese papanatas”. Como ya habréis supuesto (porque sois unos alumnos muy aplicados), el susodicho papanatas era yo, y el águila me pegó un buen susto (y yo pegué un buen brinco) al “atacarme” por la espalda y pasar rozándome la cabeza.
Creí alucinar, y más todavía porque luego se posó sobre la arena frente a mí. Me presenté debidamente y ella me contó cómo había llegado hasta allí. Me despedí deseándole que gozase por mucho tiempo de su recién lograda libertad. Ella reemprendió el vuelo, y al levantar la mirada vi a las bandadas de murciélagos frugívoros que regresaban de tierra firme para pasar el día en los árboles de la jungla, donde residen más de diez mil de ellos.
Al seguir mi camino hacia la siguiente playa, trepé sobre una roca que se levantaba por encima del mar. Desde allí contemplé un inmenso banco de esos peces enanos que se lo pasan bomba permaneciendo pegados los unos con los otros, y tarareé la canción: “Maneras de vivir”. En ese instante apareció junto a ellos un precioso tiburón solitario que no iba a por ellos, sino a por las barracudas que sí lo hacían. Mientras me extasiaba mirándolo, pensé como otras veces que era el pez más bonito de los mares. Informaré a los que solamente habéis visto tiburones en las películas, que, por lo menos aquí en Kapas, casi nunca sacan la aleta fuera del agua.
COSAS DE MALASIA
MIRA LO QUE PIENSO
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.
Susanna puig says:
Super Nandu
Nando Baba says:
Besinhos, Super Susa.