Un viaje más. Al partir del Río Kwai en el centro de Tailandia pensé que no tomaría notas ni escribiría nada sobre el itinerario que iba a repetir por tercer año consecutivo; pero empecé a cambiar de opinión cuando las circunstancias se confabularon para romper la rutina. “El tren viene con cincuenta y siete minutos de retraso”, me informó el jefe de estación de Ban Pong, ciudad que queda entre Kanchanaburi y Bangkok.
Su candidez me hizo sonreír, pero también la mía, pues me lo creí a pie juntillas. No me inmuté porque todavía no imaginaba que ese retraso se iría multiplicando durante el trayecto, que debería haber sido de diecinueve horas y terminaría siendo de veintitrés. El paisaje, por supuesto, fue de un verde constante, y vi vacas que pastaban entre unos mantos de hierba de los que sólo sobresalían sus cabezas. También aluciné con un centenar de cigüeñas que picoteaban en una laguna.
Tras haber dormido como un angelito en una perfecta litera con sábanas inmaculadas, durante el que era mi último día de visado tailandés sufrí un poco de paranoia al temer que algún incidente me impidiese llegar a tiempo a Su-Ngai Kolok y a la frontera malaya, pues cruzábamos una zona en la que los terroristas islámicos arman fregados de vez en cuando. Precisamente por esa razón, durante la última parte del trayecto estuve acompañado por media docena de soldados que llevaban sus metralletas en ristre, a pesar de que entonces yo era el único pasajero del vagón.
Suspiré aliviado al entrar al fin en Malasia y recibir tres meses de visado gratuito. Pero eso no fue hasta media tarde y sabiendo que, si quería llevar a cabo mis planes, tendría que darme prisa.
Tras los rápidos trámites burocráticos tailandeses y malayos, que los indios deberían copiar, la moto-taxi que había tomado en la estación de los ferrocarriles me dejó junto al taxi de un viejo musulmán que fumaba como un carretero y conducía como Fittipaldi: “¡Vámonos a la estación de autobuses de Kota Bharu!”. Ésta se hallaba a casi cuarenta kilómetros y había mucho tráfico, pero el taxista se lo hizo, aunque por los pelos, pues llegué justo a tiempo de conseguir el último asiento libre del último autocar que en aquellos momentos ya partía hacia el destino que yo me había marcado: la encantadora ciudad de Kuala Terengganu.
De todos modos, las paranoias montaron un contraataque al platearme: ¿conseguiré una habitación al ser ya de noche? Temí que fuese así cuando el autocar entró en la estación de Terengganu y la vi abarrotada de gente, tal como sucede si hay alguna de las frecuentes festividades que se celebran en Malasia. Sólo supe que mis aprensiones habían sido en vano en el momento en que me dio la bienvenida uno de los simpáticos gais que dirigen la “Oncle Guesthouse”, “¡Hombre, tú por aquí de nuevo! ¡Cuánto tiempo!”, diciéndome que sí tenía una habitación libre para mí.
Sin embargo, todavía me faltaba recorrer las dos últimas etapas de la carrera de obstáculos que había empezado treinta y tres horas antes. La primera era conseguir dinero; operación que no acostumbra a ser fácil, como en esta ocasión, pues tuve que sufrir ante tres distintos ATM antes de que el cuarto simpatizase con mi tarjeta de crédito y escupiese mil ringgits (unos 200€).
Tras superar tantas dificultades, la última movida era un capricho con el que quería premiar mis esfuerzos, y troté hacia China Town preguntándome si, a pesar de tan tardía hora, todavía hallaría abierto el emblemático “The Vinum”. ¡Y de nuevo lo logré por los pelos, puesto que la cocina iba a cerrar cinco minutos más tarde! Se trata de un restaurante decorado con gusto en el que, aparte de tener un buen menú y una clientela que es mayormente china (valoro que no sea un gueto para turistas occidentales), sirven vinos y licores de todo el mundo. Yo me contenté con una pizza y una cerveza Tiger.
PRÓLOGO. A esta parrafada anterior le hace falta un prólogo que completará las imágenes de vuestra mente. Cuando fui a comprar el tique del tren en la pequeña estación de los ferrocarriles de Kanchanaburi en la que habitualmente te tratan de maravilla, en esa ocasión encontré a un gilipollas veinteañero que, sin levantar la mirada del crucigrama que hacía ni abrir la ventanilla, se montó el número en plan “no te veo y no existes” como si esperase que transcurriesen los cinco minutos que faltaban para dejar de atender al público.
Tras intentar inútilmente atraer su atención, golpeé sobre el cristal con una moneda obligándole a reconocer mi presencia. Pero entonces, cuando le pregunté si tenía un mapa de los itinerarios de los ferrocarriles (en el que aparecería el difícil nombre de Su-Ngai Kolok que un servidor, por supuesto, no recordaba), se sacó un as de la manga soltándome la patraña de que no tenía ninguno.
Al haber adquirido tiques varias veces en esa misma estación, yo sabía que el muy cabroncete mentía, y estuve subiéndome por las paredes e insistiendo hasta que, demostrando definitivamente de qué calaña era, dijo: “Aquí adentro no tengo ningún mapa, pero sí hay uno pegado en la ventanilla de al lado”. Efectivamente, allí estaba el mapa que yo había visto en años anteriores.
Recordé refunfuñando la canción de Alaska, “La Funcionaria Asesina”, a la que yo hubiese titulado, “El Asesino de Funcionarios”, ya que me hubiese gustado estrangular al maldito niñato. De todos modos, luego comparé mis penas y problemas con los de un africano o un palestino, y me avergoncé de haber reaccionado como un crío mimado.
Esta anécdota tuvo un epílogo muy determinante: después de pedir una reserva para el 8 de agosto creyendo que mi visado terminaba el 9, tuve que contentarme con el del día 7 porque el tren del día 8 estaba completo a pesar de faltar todavía un mes para esa fecha (gesta que me llevo a suponer acertadamente que habría alguna festividad de por medio)¡Sólo después descubrí que mi visado acababa el 8!
SIAM Y LOS SIAMESES
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.
Daniel says:
Bueno, pues qué cruce tan trepidante y poco ortodoxo, por aquello de tener media docena de soldados armados en la frontera con Malasia. Aquí en México hay muchos funcionarios puñeteros como ese jovenzuelo que atendía en la taquilla del tren. Otra excelente crónica. Saludos.