CON MOCHILA

Crónica de un retiro Zen en las montañas de Chichibu

Sentarse en el suelo. Cruzar las piernas. Estirar la espalda. Inspirar. Espirar. Y nada más.

En eso consiste, básicamente, el Zen. Y eso estuve haciendo yo durante tres días del mes de mayo, desde las 5 de la mañana hasta las 10 de la noche, en un templo perdido en las montañas, unos 100 km al norte de Tokyo.

Bueno, en realidad, el Zen es algo más que eso, claro. Pero, en esencia, tampoco es mucho más complicado. Llevo varios años practicando y estudiando este estilo de meditación, que llegó a Japón procedente de China hacia el año 1200, más o menos. Los budistas japoneses lo acogieron con entusiasmo, y de ahí lo han ido transformando y enriqueciendo a lo largo de los siglos, hasta hacer del Zen y su filosofía una de los pilares de la cultura japonesa.

Buscando el lugar perfecto para el retiro

Pero, hoy en día, no es fácil encontrar lugares en Japón donde poder aprenderlo y practicarlo. Como tantas otras cosas que tienen que ver con la cultura tradicional japonesa, a menudo son los occidentales los más interesados en estudiarlas y preservarlas. Por eso, cuando me surgió la oportunidad de participar en un retiro Zen, no me lo pensé dos veces.

Aunque, para qué negarlo, tenía mis dudas. Había oído hablar mucho sobre ese tipo de retiros. Sesiones intensivas de meditación. Madrugones intempestivos. Comidas frugales. Silencio y recogimiento absolutos. No tenía nada claro que fuera a poder aguantar tres días en ese plan. Pero, un poco como reto personal, y otro poco por la experiencia de vivir algo así, decidí lanzarme a la piscina.

El jardín del templo en el que me alojé era sencillo, pero con mucho encanto
El jardín del templo en el que me alojé era sencillo, pero con mucho encanto

Tampoco tenía mucho que perder. El retiro lo organizaba el mismo maestro que imparte las sesiones de meditación a las que suelo acudir habitualmente. Conozco bien al tipo, y sabía que con él estaba en buenas manos. El precio también era asequible: tres días / dos noches en el templo, con tres comidas incluidas, por 20,000 yens (unos 115 euros). No estaba nada mal. 

Normalmente, los pocos retiros Zen que se organizan hoy en día en Japón son actividades muy restringidas, cuya participación suele estar limitada a la congregación de fieles adscritos a tal o cual templo. Cuesta encontrar información, y cuesta también que te dejen participar, incluso sabiendo japonés.

Pero este retiro era diferente. Estaba abierto a cualquiera, sin importar su nivel de experiencia con la meditación. Y las sesiones estaban guiadas en inglés, lo cual lo hacía todo más fácil. Así que lié mi petate y allá que me fui, a las montañas de Chichibu, al pequeño templo budista de la escuela Soto que sería mi hogar durante los siguientes tres días.

No sabía muy bien qué esperar. Tenía cierta experiencia con la meditación, pero nunca había estado alojado dentro de un templo.

En este tipo de retiros, la gracia es integrarse en la rutina diaria de los monjes: levantarse a la misma hora que ellos, participar en los servicios religiosos, echar una mano con la limpieza y el mantenimiento… Todas las tareas que, a diario, se supone que hacen como parte de su entrenamiento espiritual.

Y también sentarse a meditar, claro. Muchas veces. Durante mucho tiempo.

Pronto vi que las cosas no iban a ser exactamente como imaginaba. Para empezar, nos habíamos reunido un grupo de lo más pintoresco. La mayoría extranjeros, claro. Algunos residentes en Japón, como yo, y otros simplemente de paso. Viajeros, nómadas digitales que, después de probar la meditación Vipassana en Chiang Mai, saltan a Japón y quieren probar qué es eso de Zen.

Y también japoneses. Oficinistas hartas de su agobiante rutina laboral, que necesitan escaparse tres días a un templo en las montañas, lejos del mundanal ruido de la ciudad. Jubilados que buscan encontrar algo de paz después de una vida bastante atribulada. Gente con inquietudes espirituales, algunos. Simples curiosos, otros. Personas interesantes, todas ellas. 

En un retiro Zen te puedes encontrar a gente de todo tipo
En un retiro Zen te puedes encontrar a gente de todo tipo

El templo de Shokakuji

Así que, en vez del ambiente de recogimiento y quietud total que uno esperaría encontrarse en un monasterio, aquellos tres días fueron más bien como un viaje de estudios. Allí se respiraba el buen rollo. Todo eran risas y bullicio.

El abad del templo, un monje bien entrado en años y con un sentido del humor arrollador, también hizo que todo fuera llevadero y agradable. Nos contó que su hijo, también monje (los monjes budistas en Japón, en principio, tienen permitido casarse y tener hijos), regentaba un templo en Hawaii, donde se dedicaba a enseñarles el Zen a los americanos. Así que él, para no ser menos, decidió abrir su templo a las visitas, y empezó a organizar retiros como este.

La verdad es que el templo está situado en un lugar idílico. Al pie de las montañas de Chichibu, rodeado de naturaleza por los cuatro costados, en mitad de una pequeña aldea rural. Lo bastante apartado de todo como para ser un remanso de paz, pero a una distancia que se puede cubrir fácilmente en un par de horas desde el centro de Tokyo.

El templo está rodeado de naturaleza por los cuatro costados
El templo está rodeado de naturaleza por los cuatro costados

Eso sí, al llegar el invierno, las nevadas en la zona son importantes, y el templo no tiene calefacción central… Mejor hacer este tipo de retiros en primavera o en verano, por si acaso.

Una vez instalados, llegaba la hora del Zen. Pero pronto íbamos a descubrir que el Zen consiste en mucho más que sentarse a meditar. Eso es solo una pequeña parte. Una de sus muchas modalidades posibles.

Lo más habitual a la hora de meditar es sentarse sobre cojines dispuestos en el suelo, sobre esteras de tatami
Lo más habitual a la hora de meditar es sentarse sobre cojines dispuestos en el suelo, sobre esteras de tatami

Zazen: sentarse es Zen

Lo que todo el mundo se imagina al pensar en la meditación Zen, es precisamente eso: sentarse en el suelo, con las piernas cruzadas y las manos descansando sobre el regazo. Es lo que se llama Zazen, o sea, «hacer Zen sentado». Es la práctica más básica y, en cierto modo, la más habitual.

Se trata de sentarse en una postura relajada, con los ojos y el resto de sentidos abiertos y, simplemente, observar la realidad a nuestro alrededor. Nada más. Y nada menos. Porque, aunque suena sencillo, en realidad no lo es tanto.

El Zazen consiste en conectarnos con el universo que nos rodea, y al que pertenecemos. No se trata de poner la mente en blanco, ni esforzarse en dejar de pensar, ni nada de eso. Simplemente, hay que sentarse, respirar tranquilamente y observar con los cinco sentidos. Sin pensar en nada en particular. Simplemente, relajarse y dejar que todo fluya

Así, de manera natural, los mil pensamientos que bullen en nuestra cabeza se irán calmando, poco a poco. Nuestro cuerpo se irá relajando. Y, al terminar la sesión, nos levantaremos con la mente más despejada. O esa, al menos, es la teoría, claro. 

Porque las sentadas de meditación pueden hacerse muy cuesta arriba. A veces, después de tantos minutos seguidos ahí sentado, sin hacer nada, te entran ganas de levantarte e irte a por una cerveza. El dolor de piernas puede hacerse insoportable. Te asaltan las dudas. ¿Cuándo va a tocar la campana ese maldito monje? Si llevamos ya 40 minutos, por lo menos… 

Sí, lo peor es la mente, que se te va a mil sitios y no puedes controlarla ni a la de tres. Pero eso, huelga decirlo, es parte del entrenamiento. En cuanto suena la campana que marca el final de la sesión, todo vuelve a la normalidad. El dolor de piernas no era para tanto. El estrés mental se disipa. Nos estábamos ahogando en un vaso de agua.

Las vistas de la sala de meditación no estaban nada mal
Las vistas de la sala de meditación no estaban nada mal

A la hora de la verdad, las sesiones fueron menos maratonianas de lo que me temía. Eran  sesiones cortas, de 30 o 40 minutos, repetidas varias veces a lo largo del día. Nada de sentarse tres o cuatro horas seguidas cara a la pared. Pero claro, tantas sentadas acaban pasando factura en las piernas y, sobre todo, en la espalda. Algunos compañeros, poco acostumbrados a la meditación, acababan baldados en los primeros diez minutos.

Pero todo es cuestión de práctica. Con el tiempo, poco a poco, el cuerpo se va acostumbrando. A fin de cuentas, solo se trata de estar sentado. Ni siquiera hay por qué hacerlo en el suelo. Puedes usar una silla, si lo prefieres. La forma aquí no es lo importante. 

Cuando llevas treinta y tantos minutos y las piernas se te empiezan a dormir… te preguntas por qué demonios no habrás cogido una silla, en vez de hacerte el chulo sentándote en la posición del loto sobre el tatami. En fin, eso también es una lección de Zen, supongo.

Pero ya hemos dicho que eso de sentarse a meditar es solo una de las muchas variantes que tiene el Zen

En realidad, la filosofía Zen trata de aplicar esos mismos principios de relajación, reflexión y tranquilidad mental a todas las actividades de la vida diaria. Los propios monjes llevan esta visión de la vida hasta el último extremo. Aplican el Zen a todo. Y, durante el retiro, esperan de ti que hagas exactamente lo mismo.  Hasta ir al servicio puede ser un acto Zen, si lo haces con la actitud mental correcta.

Así que, una vez te levantas de la meditación Zazen, no creas que el Zen se ha terminado ya. ¡El Zen sigue!

Kinhin: caminar también es Zen

Entre sesión y sesión de Zazen, viene bien estirar las piernas, para desentumecerlas después de tanto rato. Y para eso, en los monasterios budistas se suele salir al jardín (jardín Zen, por supuesto) a dar un pequeño paseo. En silencio absoluto. Con pasos cortos y meditados. En absoluta tranquilidad. Sin prisa ninguna. Es lo que se llama Kinhin, la meditación andante

Después de meditar, un paseo por el jardín para refrescar cuerpo y mente
Después de meditar, un paseo por el jardín para refrescar cuerpo y mente

Así que, después de cada sesión de Zazen, tocaba ponerse a desfilar. Todos en fila india, como en procesión, hasta dar una vuelta entera al jardín del templo. Lo que a paso normal se podría recorrer en un par de minutos, en una sesión de Kinhin puede llevar hasta media hora.

Pero no se trata de llegar del punto A al punto B lo más rápido posible. No, no, esto es un paseo Zen. Aquí la cosa va de relajarse, fluir, y ser uno con el entorno. Te lleve el tiempo que te lleve.

Comida: comer también es Zen

La hora de la comida es uno de los momentos más importantes del día en un monasterio. Porque comer es parte del entrenamiento. 

Se sirven tres comidas al día: desayuno, a eso de las 8 de la mañana; almuerzo, hacia las 12 del mediodía; y la cena, nunca después de las 6 de la tarde.

La filosofía del budismo Zen está, de algún modo, resumida en la manera de servir y recibir la comida. Y se supone que, mientras comes, tienes que reflexionar sobre ello.

La cosa tiene su ritual, y es digna de explicar. De hecho, en la mesa de un templo budista, en especial los de la rama Soto como este, la etiqueta está gobernada al detalle por un montón de reglas. El propio fundador de la escuela Soto, el Maestro Dogen, las dejó escritas allá por tiempos medievales, y sus seguidores las siguen observando a rajatabla siglos después. Y, mientras estés en el retiro, se espera de ti que también las respetes.

El típico menú (vegano) de un templo Zen
El típico menú (vegano) de un templo Zen

Aquí, comer es un asunto comunal. Nos sentamos a la mesa todos juntos, como los niños en el comedor del colegio. Se empieza con una pequeña oración que, explicado mal y pronto, viene a ser un agradecimiento por los alimentos recibidos. La comida se sirve en bandejas individuales, cada una con cuatro, cinco, a veces hasta seis pequeños boles o tazones llenos de comida. Por supuesto, se come con palillos. Y en silencio absoluto. 

Los boles, de distintos tamaños, están pensados para encajar los unos en los otros y que sean más fáciles de recoger después de comer
Los boles, de distintos tamaños, están pensados para encajar los unos en los otros y que sean más fáciles de recoger después de comer

Comer se considera una forma de meditación en sí misma. Se trata de hacerlo sin prisa, pero sin pausa. Masticando bien y saboreando la comida. Siendo consciente de que alguien se ha tirado un buen rato trabajando para servirte a ti esos alimentos que estás zampándote ahora mismo.

En puridad, aunque sería largo de explicar, la cocina budista no tiene que ser necesariamente vegana ni vegetariana. Pero, para ahorrarse problemas, se suele optar por hacerlo todo vegano y, por tanto, apto para todo tipo de paladares. Es la famosa Shojin Ryori, la cocina vegetariana budista. 

Es fundamental comerse todo lo que haya en el plato. Hasta la última migaja. 

Excepto una cosa.

Una pequeña rodaja de daikon (nabo encurtido) que debes reservar expresamente para el final. Ni se te ocurra comértela todavía. Porque, cuando todos han terminado de comer, se sirve el té. Pero ese té no es exactamente para beber. Lo que se hace es echar un poco en los boles, para limpiarlos.

Primero, echas el té en el más grande y, cogiendo con los palillos esa rodaja de daikon que has reservado para el final, limpias los restos de comida. Cuando esté bien limpio, viertes el té en otro bol, y a seguir con la faena. Se hace lo mismo con todos los boles y, cuando has terminado con el último, te comes la rodaja de encurtido y te bebes el té, con todos los restos de la comida. Rico, rico, y con fundamento. Aquí no se desperdicia nada.

La razón de hacer esto es doble. Por un lado, facilitarle la tarea a la pobre persona que vaya a tener que fregar luego los platos en el turno de cocina Y, de un modo más profundo, como agradecimiento a las personas que han preparado esa comida, lo suyo es no desperdiciar nada y comérselo todito todo.

Incluso aunque no te guste lo que te hayan servido.

En mi caso, después de 20 años sin probar un maldito kiwi, tuve que hacer de tripas corazón y meterme entre pecho y espalda las rodajas que nos habían servido como postre. La cosa que más asco me da en el mundo. Pero, qué remedio. Allá donde fueres, haz lo que vieres…

Limpieza: barrer el suelo también es Zen

Otra de las tareas diarias en todo monasterio Zen es la limpieza. Como huésped del templo, se espera de ti que colabores. Porque, como a estas alturas ya te imaginas… pasar la escoba también es parte del entrenamiento espiritual de los monjes. Limpiar lo que hemos ensuciado es una manera de reflexionar sobre las consecuencias que tienen nuestros actos en nuestro entorno.

Un concepto muy budista, ciertamente. Y también es una manera metafórica de limpiarse uno mismo de las impurezas que se nos pegan a la mente y al espíritu cada día.

A la hora de la verdad, con pasar un poco la mopa y sacudir el polvo por encima, cumples el expediente. No te van a pedir mucho más. De hecho, el resultado final no importa demasiado.

Aquí de lo que se trata es de limpiar; que haya algo sucio o no, en el fondo, es lo de menos. Lo importante es el acto, la tarea de limpiar. Por eso se hace todos los días, como parte del entrenamiento. Igual que Daniel-san con el señor Miyagi en Karate Kid: dar cera, pulir cera… Solo que en este caso, se supone que lo que estás puliendo es tu propio espíritu.

Este cartelito, colocado justo frente a la taza del wc, nos recuerda que hasta en situaciones tan íntimas hay que aplicar el Zen
Este cartelito, colocado justo frente a la taza del wc, nos recuerda que hasta en situaciones tan íntimas hay que aplicar el Zen

Dormir también es Zen

Dormir en un templo es un poco como volver a aquellos tiempos en los que ibas de acampada con los colegas, o te escapabas un fin de semana a una casa rural. Solo que, en este caso, la casa rural es de estilo japonés. Lo cual quiere decir que hay que dormir en el suelo, en colchones estirados sobre esteras de tatami, apiñados en una habitación de unos pocos metros cuadrados. Puerta con puerta con las estatuas de Buda del altar principal.

Y nada de colar botellas de sake de rondón, o quedarse de chareta hasta las tantas, claro. Porque, a la mañana siguiente, a las 5 toca estar arriba otra vez. 

Parece mentira, pero en esta habitación cupieron perfectamente seis personas
Parece mentira, pero en esta habitación cupieron perfectamente seis personas

En esas condiciones, lo único que cabe hacer es relajarse, no pensar en nada, y centrarse en descansar. Tal y como aconsejan los preceptos del Zen. Y, oye, mano de santo. Se duerme uno en seguida, y cuando tocan diana unas horas después, cuerpo y mente están perfectamente frescos y reconfortados. Mucho mejor que mi cama de Tokyo.

Así, en un suspiro, entre inspiraciones y espiraciones profundas, pasaron los tres días de retiro.

La despedida

Tocaba despedirse del templo de Shokakuji, que había sido nuestro hogar durante todo ese tiempo. Un rincón maravilloso de Japón, regentado por personas verdaderamente encantadoras. Desde el abad, socarrón como él solo, hasta las cocineras. Incluso el perro que tienen es un amor.

Me daban ganas de quedarme allí para siempre, a pesar de los madrugones, las rodajas de kiwi y las rodillas entumecidas tras la enésima sesión de meditación. Y no era el único. El resto de mis compañeros se volvieron llorando para Tokyo, igual que yo.

Esta encantadora perrita akita-inu era la mascota del templo
Esta encantadora perrita akita-inu era la mascota del templo

Mi «querido» Tokyo. Al volver a la ciudad, nada más pisar el andén de la estación, volví a verme engullido por la marabunta humana que abarrota cada esquina de la capital nipona. Miles de personas por metro cuadrado. Mi pequeño templo de las montañas de Chichibu quedaba ya muy lejos. Pero, en vez de agobiarme, como de costumbre, me limité a inspirar profundamente. Luego a espirar. Y a caminar lentamente. Y nada más. Porque, ya sabéis: caminar también es Zen.

Crónicas del lejano Oriente
Crónicas del lejano Oriente
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Published by

Rubén Ibarzabal

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