De las cocinas de la coca a chef en la Ciudad Perdida

Bien podríamos fijarnos como objetivo para este 2023 un buen viaje por Colombia, uno de los países más atractivos y quizá menos conocidos de todo el continente americano. Fundido a negro durante décadas por la violencia de la guerrilla, los paramilitares, el propio ejército y por supuesto el narco, en los últimos años Colombia ha sido capaz de salir de su desgraciada sima y vive actualmente un ilusionante momento de cambio.

Yo tuve la suerte de dedicar tres meses en 2016 a recorrerlo casi entero, justo cuando se acababa de firmar el acuerdo de paz, y quiero compartiros una de esas historias que se te clavan en el alma y demuestran cómo están cambiando el país y sus gentes.

Conocí al guía José en el Mamey, un pueblito de 200 familias desde el que parte la expedición de tres o cuatro días hacia la Ciudad Perdida, un enclave escondido en la selva de la Sierra Nevada de Santa Marta, que hasta el año 1600 fue el principal centro religioso, político y comercial de los indios Tayrona.

Plataformas de la Ciudad Perdida
Plataformas de la Ciudad Perdida

José y yo conectamos en la primera jornada del trekking a la también llamada ciudad Teyuna y me confió su historia. Desde muy ‘pelao’ (niño) aprendió cuál era el camino más rápido y sencillo para ganar buena plata trabajando lo justo. La selva cobijaba tantas cocinas (también llamados laboratorios) de la coca que el ‘empleo estable’ nunca faltaba.

“Éramos muy jóvenes y ganábamos mucho dinero. El parcerito enviado por los jefes bajaba de la sierra a la ciudad de Santa Marta (capital del Departamento del Magdalena), se daba una vuelta por las plazas y lugares de siempre y contrataba a su gente de confianza. Han llegado 1.000 kilos y hay que cocinarlos para el sábado”, rememoró José en complicidad con Manuel, uno de los muleros que cargaban los enseres y comidas para los más de tres días de expedición.

Plantación de coca
Plantación de coca

Subían en camionetas hasta la base y de ahí al escondite a pie y con las mulas cargadas con los aperos necesarios. En dos o tres días, a razón de 16 horas por jornada, el trabajo estaba hecho.

Picaban la hoja de coca, la dejaban fermentar con sal y agua, y añadían cal o cemento para sacar el alcaloide; después la mezclaban en grandes cubas con gasolina, por unas 12 horas; separaban el hidrocarburo y la cortaban para cristalizarla y filtrarla con ácido sulfúrico y amoniaco; luego se cocía en una estufa para evaporar el agua y extraer la pasta base, que se diluye con acetona y ácido clorhídrico para reventarla y ponerla a escurrir; y finalmente el clorhidrato de cocaína, de extrema pureza, se prensa en ladrillos o panelas, que se meten unos diez minutos en el horno para secarla, pesarla y empaquetarla al vacío.

Machete para abrir camino en la selva
Machete para abrir camino en la selva

Armaban los fardos, los bajaban con las mulas y los enviaban a Maicao, nordeste de la Guajira, desde donde eran distribuidos para su venta. Una vez llegada a su destino, se corta para mezclarla con el mayor cóctel de mierdas posibles para que cunda y genere el mayor beneficio.

Las mulas cargadas con los enseres
Las mulas cargadas con los enseres

Los chicos volvían a su vida normal cansados pero con los bolsillos llenos. Fueron años de excesos y juventud acelerada, motos y coches de gran cilindrada, jaranas interminables, perico puro cien por cien, sexo fácil y padres felices con la plata que traían sus hijos. Es lo que se bautizó como narcocultura.

La Sierra de Santa Marta cobijaba gran número de laboratorios y los jóvenes de la zona se conocían al dedillo los intrincados caminos de la selva. Pero llegó el Plan Colombia, impulsado desde EEUU para tratar de erradicar la producción y perseguir a los grandes narcos, y la mano dura del presidente Uribe. El empleo estable del negocio de la coca se vino abajo en las grandes regiones productoras (Magdalena, Norte de Santander, Cauca, Nariño y Putumayo) y la fuerza laboral tuvo que buscarse la vida.

Y en estas que llegó el dios turismo y los chicos de la coca se reciclaron en muleros, conductores, cocineros, guías, recepcionistas, mozos, jardineros, mecánicos, hosteleros. De los cinco parceros con los que compartí guaro (aguardiente) y carcajadas en la primera noche de subida, cuatro habían trabajado para el narco en sus años mozos.

Andrés, nuestro chef, contó que durante un tiempo siguió puntualmente visitando los laboratorios que habían sido abandonados por la presión del ejército para llevar a morbosos turistas y a algún que otro periodista a conocer en detalle el proceso de producción de ese perico que espolvorea los tabiques nasales de medio Occidente.

Esa primera noche dormimos sobre unos viejos camastros bajo los techos de chapa de un barracón abierto, protegidos por el palio de las mosquiteras. El grupo lo formaban ocho europeos, una australiana y dos colombianas, además de José y otro guía, dos muleros y Andrés. Esa noche cené con el grupo pero no tardé en cambiarme de bando y de idioma. Dejé el inglés y los juegos de cartas y me colé en la mesa de nuestros jefes de expedición para que me siguieran contando.

La desértica Guajira
La desértica Guajira

Al día siguiente, desayuno a las seis de la mañana y a seguir subiendo.

Un aguacero tropical nos anticipó que la jornada iba a ser dura. Durante nueve horas de ascenso nos tocó vadear dos ríos, muy crecidos por las lluvias de la mañana, cargar con el peso del barro en las botas, aguantar resbalones y caídas en las escarpadas veredas y el paso de dos negras tormentas que oscurecieron aún más la densidad de la jungla. Ora mojados hasta los tuétanos por el diluvio, ora secos por el sol inclemente que se colaba por la bóveda selvática, ora mojados por la humedad implacable y el sudor.

Poblado kogui 
Poblado kogui

Llegamos reventados al segundo campamento y nos bañamos en las pozas del río a la espera de la cena.

La intriga me corroía por dentro, la noche antes mis cinco amigos me habían dejado en ascuas y yo quería atar la historia completa. Me contaron que nunca vieron a los que eran los jefes de verdad, pero todos decían que en esa sierra se trabajaba para el gran patrón, Pablo Escobar, que desde Medellín, la capital de Antioquía, controlaba todo el negocio y casi la vida y muerte del país durante los años ochenta y primeros noventa.

Fueron ellos los que me recomendaron ver El Patrón del Mal, la serie de la cadena Caracol que también se puede encontrar en Netflix y retrata de forma fidedigna el ascenso y caída de Escobar, muy lejos de la efectista y falsaria serie Narcos.

Y por fin llegó el ansiado tercer día, en el que se alcanza la que es considerada como una de las ciudades precolombinas más grandes descubiertas en América.

Esa mañana el amanecer fue limpio, sin bruma tropical, y todos pudimos contemplar, en silencio desde una ladera, el impresionante espectáculo visual que dibujan los caleidoscópicos rayos de sol al atravesar las copas cerradas del bosque húmedo y las lianas colgantes de su techo.

La llegada a la también llamada Buritaca 200, por el nombre del río que circunda el valle, impacta. Miras en perspectiva los 1.260 escalones alfombrados por el musgo de siglos y adivinas algo muy importante allá arriba.

Escaleras que tienen más de mil años
Escaleras que tienen más de mil años

Empiezan a aparecer las plataformas circulares, hasta 170, que sirvieron de base para las viviendas, hasta que llegas a la zona más alta, donde se ubicaban las casas de los jefes tribales y los mamos-sacerdotes. El escenario final es apoteósico, sobre todo si el día está claro, como así fue. Una gigante plataforma perfectamente circular, que fue el centro ceremonial de los tayrona, te permite admirar con visión 360 grados la belleza del emplazamiento y el trabajo de ingeniería que permitió levantarlo hace más de 1.000 años.

Sierra Nevada de Santa Marta
Sierra Nevada de Santa Marta

Los guías nos llevan a conocer el pequeño poblado kogui y a las cuatro familias que lo habitan. El jefe, ataviado con la tradicional yakna blanca que resalta aún más su afilada negritud indígena, no habla español. Manuel nos traduce: nos invita a cerrar los ojos y dejarnos penetrar por la energía positiva que mana de la verdosa y húmeda pachamama.

Dos indígenas kogui
Dos indígenas kogui

La última noche en el campamento cenamos muy bien y tuvimos concierto. José agarró la guitarra y nos tocó dos vallenatos guajiros y una champeta. Estuvimos bailando y al día siguiente nos tocó enfrentar el camino de vuelta.

La Ciudad Perdida es una de las experiencias más auténticas que disfruté durante esos tres meses viajando por Colombia, junto con la incursión a la selva amazónica desde la sureña Letizia o el viaje a la Isla de Providencia.

Punto de las tres fronteras desde la Amazonia colombiana
Punto de las tres fronteras desde la Amazonia colombiana
De buceo en la barrera de coral de Providencia
De buceo en la barrera de coral de Providencia

Pero hay mucho, muchísimo más para visitar y conocer en Colombia y de ello daremos cuenta desde esta web, así que atento a lo que viene.

Sin billete de vuelta, por Balta
Sin billete de vuelta, por Balta
1400 933 Baltasar Montaño
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