Hace algo más de una década, cuando aún trabajaba en la sede de un periódico y solo me acercaba a Asia durante mis vacaciones, uno de los colegas del diario entró en la oficina cargando un tocho de medio millar de páginas y lo lanzó sobre la mesa de los fotógrafos. “De este verano no pasa”, clamó en voz alta.
Aquel libro era una arrugada y vieja guía de Birmania, ya que en aquellos tiempos aún casi nadie se refería al país más oculto del sureste asiático como Myanmar, nombre impuesto por un puñado de fulanos enfundados en uniformes que dictan leyes para ver quién la tiene más grande. La pistola, claro, ya que es a las armas como les gusta hacerse con el poder.
Para cualquier periodista con un poco de espíritu, lo de entrar en la antigua Birmania durante aquellos años era una quimera excitante, pero casi imposible al fin y al cabo. Habíamos vivido a través de los reportajes de otros cómo los monjes se alzaron contra la Junta militar y fueron tiroteados, y aquellos que lograron colarse en el país decían que se convertiría en el lugar más rico del sureste asiático cuando dejase de ser una sanguinaria dictadura.
Myanmar dejó de ser interesante para el mundo, injustamente, cuando se abrió al mundo. Durante la pasada década, los militares aflojaron el yugo y dijeron poner en marcha una transición ordenada para dar paso a una supuesta democracia. Era todo una mentira.
La realidad era que no podían mantener el país clausurado durante más tiempo. Si querían recibir inversión extranjera y calmar a un pueblo verdaderamente irritado, debían jugar a la democracia. Los militares, además, eran odiados por una mayoría tras demasiados conflictos civiles y un reguero de víctimas.
Los generales iniciaron entonces un juego muy propio del sureste asiático, y orquestaron una falsa transición democrática para calmar a sus gentes y también al resto del mundo. Hasta que se han cansado de la farsa que ellos mismos montaron.
La democracia como un mero espejismo
Estos días, en Tailandia hay algo que aquellos en pos de la democracia les dicen a sus vecinos birmanos y que corre como la pólvora en redes sociales: “Si los tailandeses no luchamos, seguiremos siendo esclavos; y si los birmanos no luchan, seguirán siendo como los tailandeses“.
Es imposible no relacionar la espinosa situación de los dos países, ambos atosigados por el yugo militar y anclados a unas democracias de quita y pon, en las que los generales siempre salen ganando. En Tailandia lo llaman “dictadura democrática” o “democracia al estilo tailandés”. El caso de Myanmar es una vuelta de tuerca.
Para abrir el país, la Junta birmana hizo uso de una Constitución redactada por los mismos militares en 2008 en la que los de verde, ganara quien ganara en elecciones, se quedarían ministerios clave como el de Defensa o Interior. Se dejaban en la recámara la bala de disparar un golpe de Estado.
Era algo así como decir “yo pongo el juego en la mesa, pero si no me gusta me lo llevo y no juega nadie”. Y para que el partido de los militares ganara con facilidad, el 25% de los escaños se reservaban para los oficiales, sin importar el resultado electoral.
Es en parte debido a esta democracia de pega, en la que los dinosaurios en uniforme deciden cuándo pueden hacerse con el control sin preguntar a nadie, que Myanmar ha pasado de ser considerado como el país de la gran esperanza a convertirse en el de las oportunidades perdidas.
El lunes 1 de febrero, tras una década en la que Myanmar se abría al mundo a trancas y barrancas, el ejército tomó el poder y arrestó a la líder electa Aung San Suu Kyi tras haber arrasado por segunda vez en las urnas con su Liga Nacional para la Democracia. Y el general Min Aung Hlaing ha empezado una nueva etapa de represión, en la que incluso está silenciando al país al censurar las redes sociales y tumbar el acceso a la telefonía móvil.
Y todo esto, ¿por qué? Si los militares mantenían su poder en la sombra, ¿qué ha llevado a Min Aung Hlaing a hacerse con el poder? Pues quizás sea un triste ataque de cuernos o que se ha dejado llevar por su orgullo de macho herido. No digiere bien que el pueblo no esté de su lado.
Si bien Aung Hlaing simuló ser amable con el proceso democrático -e incluso parecía llevarse bien con la electa Suu Kyi-, las tiranteces pronto afloraron durante el mandato de la que fue Nobel de la Paz, sobre todo durante la primera crisis por la violencia contra la minoría rohingya.
La guinda fue el proceso electoral del pasado año, cuando Suu Kyi volvió a arrasar en las urnas, dejando al partido pro-militar en la lona. Los generales siempre fantasearon con lograr una minoría pequeña pero suficiente para que, haciendo uso del 25% de los escaños que tienen asignados a dedo de manera anti-democrática, pudieran robarle el poder a la líder la liga democrática. Se quedaron con las ganas.
Es por eso que el militar, cabreado por el auge de Suu Kyi y sintiéndose ninguneado, ha decidido tomar el poder por las armas y demostrar quién la tiene más larga. La pistola, no olvidemos. Y declaró tongo electoral como excusa para arrebatarle el poder al pueblo.
Curiosamente, el uniformado birmano ha orquestado su golpe de Estado a sus 65 años, cuando le tocaba retirarse. Exactamente igual que lo hizo Prayuth Chan-ocha en Tailandia hace casi siete años.
Igual que el siamés Prayuth, el general de Myanmar ha dicho que reformará las leyes para garantizar la democracia. Y que en un año habrá comicios libres.
Un apunte: en Tailandia Prayuth sigue anclado al poder.
El fiasco de la siempre popular Suu Kyi
A principios de la década pasada, muchos soñábamos con otra realidad para Birmania. Porque quizás sea el país que más injusticias ha sufrido en el sureste asiático -con permiso de Camboya y la masacre de los jemeres rojos-, donde era muy normal encontrarse taxistas que otrora fueran ingenieros.
Hasta los años 60, Birmania era el país más preparado de la zona y con diferencia. Fue entonces cuando los militares se hicieron con el poder y en medio siglo lo hundieron en el tercer mundo menos desarrollado. ¿Cuál fue su gran estrategia para anquilosarse en el poder y llevar a cabo sus reformas? Derruir las universidades y prohibir la educación, con la excusa de que los jóvenes son unos inconformistas que no saben asumir la realidad. La prioridad era asumir el control, y si la gente es iletrada resulta más fácil.
Por supuesto, los cargos importantes y los buenas empleos se los quedaron los militares y sus amigos. Las personas mejor formadas se tuvieron que conformar con trabajos de bajo poder adquisitivo y, para muchos de los pobres, la salida fue emigrar a países como Tailandia, donde desde hace demasiado son tratados como mano de obra barata y en no pocos casos como esclavos.
Los despropósitos en favor del nacionalismo exacerbado y del control de la población fueron eternos en la Birmania controlada por los militares. ¿Un ejemplo para demostrar su estupidez sin límites? La conducción en las carreteras históricamente era de sentido inglés por la izquierda debido, ya que así lo introdujo el imperio británico. La Junta no podía tolerar rastros de colonialismo, así que cambiaron el sentido de la conducción a la derecha, sin poder cambiar la cofiguración de los coches. Así que se circula por la derecha con el volante a la derecha, lo que es un despropósito que genero accidentes a destajo.
Y sin embargo, en la pasada década el país parecía abrirse. Se esperaba una gran revolución, y esa idea de país altamente preparado en el pasado, junto a la idea de ser un territorio por explorar además de una economía virgen, esperanzaron a demasiados. Diez años después, se puede decir que el sueño no se hizo realidad.
Primero de todo, porque no es posible fiarse de dictadores militaristas. El control del país siempre estuvo en manos de los generales mediante sus ministerios clave y sus órdenes secretas.
Pero, por otro lado, Aung San Suu Kyi no pudo ser la líder que el mundo esperaba, y desgraciadamente tiene demasiado en común con el Tatmadaw, que es como se conoce en el idioma local a las fuerzas militares de Myanmar.
Como explica el ex diplomático singapurense Bilahari Kausikan, tanto Suu Kyi como los militares son “tozudos nacionalistas en cuyas respuestas a los problemas políticos nunca está el compromiso”. El experto en Birmania avisa que ambos contrarios tratan a la gente corriente de la calle más bien “como súbditos y no como ciudadanos”. Es una cuestión de poder.
Suu Kyi se ha hecho con el voto de la gente, y quizás con sus corazones, pero internacionalmente su imagen se ha desmontado desde que ganara sus primeras elecciones en 2015. Hija de uno de los padres de la nación, Nobel de la Paz que murió asesinado, ella siguió los pasos de su progenitor y fue encarcelada por luchar contra la libertad. Hasta salir electa en 2015 fue un ejemplo a seguir.
El problema es que su gestión al frente del país ha sido más bien populista con los ciudadanos y complaciente con los militares. Hasta aceptó llamar Myanmar al país, pese a que ello le daba razón a los militares. Y no tardó mucho en quitarse la careta cuando empezó a mirar hacia otro lado durante la masacre de la minoría rohingya.
Un momento clave fue cuando mandó encarcelar a periodistas críticos con su gestión y por lo ocurrido con los rohingyas, usando las mismas armas de represión que utilizaron los militares contra ella. Tanto que Suu Kyi dijo luchar por la libertad, y luego no tuvo problema alguno en cortar libertades de prensa.
Aun así, Suu Kyi sigue con el favor del pueblo. Si bien en Occidente se mira con pavor que sea cómplice en el maltrato hacia una minoría, su gente considera que atacar a la minoría rohingya es algo en favor de ellos. Al menos de la mayoría dominante y budista.
El futuro de Myanmar y la cercanía tailandesa
Estos días ya nadie entra en las redacciones de periódicos para hablarle a sus colegas del sueño de viajar a la impenetrable Birmania. Los medios de comunicación han asumido el nombre de Myanmar y muy pocos se plantean de dónde viene, igual que cayó en el olvido que el nombre de Tailandia sustituyó al de Siam por los delirios de un dictador.
La antigua Burma sigue gustando a muchos viajeros por su escaso desarrollo turístico y unas gentes que, pese a todo, son amables y sinceras. No ocurre lo mismo con quienes pensaron que sería un buen lugar para instalarse y hacer negocios; al fin y al cabo, nada era tan bonito como se pintó.
Myanmar, nombre nuevo incluido, ha dejado de ser un país señalado en el mapa por ser un enemigo de las democracias occidentales -hasta la apertura de principios de la pasada década las empresas estadounidenses aún eran sancionadas por operar en suelo birmano- para ser una nación más. Sin importancia. Y eso es uno de los peores que podían sucederle.
Porque no hay dictadores benévolos ni juntas militares redencionistas. Confiar en un tipo uniformado que impone unas condiciones para permitir que los demócratas voten es un engaño, pero esos arreglos hacen que el mundo se olvide de ellos.
Ocurre en Birmania y también en Tailandia, ambos enemigos íntimos que sin embargo comparten demasiado. En el reino de Siam gobierna una Junta militar justificada con unas elecciones amañadas, y ahora Birmania sigue sus pasos al proclamar un golpe de Estado contra una mujer presidenta. Curiosamente, los siameses de verde también le arrebataron el poder a una mujer en 2014.
El futuro para Myanmar, no obstante, es poco alentador. Los años de Aung San Suu Kyi en el poder no han sido aquello que se esperaba, pero la alternativa militar es mucho peor. Y si el régimen birmano se diferencia del siamés es, ante todo, en que es mucho más restrictivo y sanguinario. En el Tatmadaw son de gatillo fácil.
Lo que parece claro es que los uniformados redactarán una draconiana nueva constitución para anclarse en el poder como hicieron los siameses, con leyes electorales que hagan imposible a la liga demócrata alzarse con el poder.
Aun así, todo puede pasar. Los birmanos también son bastante combativos y llevan muchos años acostumbrados a una globalización que, a golpe de armas, los militares les quieren arrebatar. Censusar Internet y tumbar las telecomunicaciones no es tan fácil hoy como lo era hace una década, al menos sin consecuencias.
De momento, Birmania está adoptando los símbolos de la lucha democrática tailandesa para oponerse a la represión militar, y tildan la situación de guerra civil. El Gobierno siamés, obviamente, ve con buenos ojos lo que ocurre en el país vecino y se lavó las manos. “Es su problema y saben cómo resolver la situación”, dijo el vice primer ministro tailandés, Prawit Wongsuwan. Otros países del sureste ven, en cambio, que este panorama es una amenaza para la unión Asean.
La esperanza está en que la lucha democrática en ambos países crezca, pero no será fácil derrocar a los tiranos. Al fin y al cabo, no valen las medias tintas y no hay gopistas decentes ni dictadores benignos. Como dice el movimiento democrático en Tailandia, una constitución redactada por una Junta militar para que los de verde se mantengan en el poder carece de sentido.
Una joya de artículo. Enhorabuena, Luis, y gracias por desmenuzarnos lo que ocurre en Birmania.