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La crónica cósmica. Cómo conocí a Mathura Das

DE NUEVO EN RUTA… POR LA INDIA – Entre mis diferentes personalidades se dan frecuentes enfrentamientos en los que una de ellas, la que peca de perezosa, pusilánime y comodona, me suplica que termine de una vez por todas con mi compulsiva afición a mover el culo de sitio y se alarma cuando empiezo a hacer el equipaje.

Mientras que la otra, la personalidad marchosa, me apremia a seguir los dictados de la curiosidad preguntándome qué habrá tras la siguiente colina y me anima a comprobarlo. Aquélla canta, “Espera un poco, un poquito más”, y ésta, “Corre, corre, no pares”.

Si acudiese a un psicoterapeuta seguramente me diagnosticaría el Síndrome de Marco Polo (¿existe?), enfermedad que sufro precisamente desde la primera vez que visité la India, allá en el año 1981, y que espero padecer hasta morir con las sandalias puestas.

Esa disyuntiva viajera apareció de nuevo en la comedia de mi vida estando en Palolem, la playa del sur de Goa, cuando debido a los monzones yo era prácticamente el único turista, y a los pocos días de permanecer allí la gente ya me saludaba como a un vecino más.

Aunque los precios de Palolem no son tan altos como en zonas más famosos de Goa, por ejemplo Anjuna o Arambol, aún así tuve que esforzarme para conseguir una habitación que se adaptase a mi mísero presupuesto. Puedo felicitarme porque la que conseguí medía más de treinta metros cuadrados y el wifi funcionaba de maravilla.

Acerca de las cuestiones alimentarias también tuve que explorar preguntando a los taxistas dónde comían ellos. Así supe que el sitio más asequible se llamaba La Cocina de los Tres Ángeles. Al escuchar ese nombre recordé que, al haber sido Goa una colonia portuguesa, la mayor parte de la población era católica.

Las dimensiones del angelical restaurante difícilmente podrían haber sido más reducidas: solamente tenía una mesa con capacidad para cuatro comensales. Allí comí todos los días un menú en el que rara vez faltó el pescado o el cangrejo.

Igual que me ocurre con el rostro de las personas, que únicamente logro recordar los que tienen rasgos característicos, hay sitios que quedan mejor grabados en mi memoria debido a sus peculiaridades. De Palolem recordaré sobre todo el aspecto monzónico de su playa, el incontable número de cocoteros y los fuertes e inesperados chubascos que obligaban a todo el mundo a buscar refugio bajo los aleros, donde, uno al lado del otro, las personas compartían el espacio con los perros y las vacas.

Valga mencionar que las vacas también formaban parte de las singularidades de Palolem porque, a pesar de que en la India haya vacas en todos lados, allí parecían dominar el cotarro por su gran cantidad y por ir felizmente de un lado a otro con la insolencia de los gatos.

Si durante esas correrías los becerros, quizás al tomar un camino distinto, se separaran de su madre, solamente recordarían su existencia cuando les acuciase el hambre. Entonces empezaban a mugir desesperadamente hasta que ella les respondía y, aunque se encontrasen a mucha distancia, correrían en su busca desesperados como si no se hubiesen visto en varios días.

Al anochecer, las vacas y los toros de Palolem se reunían en el centro de la población como si acudiesen a un club social, y se aposentaban todos en medio de la única calle bloqueándola: cuando oía bocinazos del limitado tráfico rodado, ya daba por sentado que se debía a las vacas.

Una noche tuve un incidente taurino que podría aparecer en los reclamos publicitarios de la Oficina de Turismo donde afirman: “Incredible India”. Mi habitación se hallaba en el primer piso de un edificio en el que vivían currantes indios y se llegaba a ella trepando por una estrecha escalera.

Una noche en que salía para ir a cenar me encontré una vaca en el vestíbulo; se había colado trepando cinco escalones de las escaleras con las patas delanteras, mientras que las traseras se hallaban abajo, donde también estaba su becerro. No había suficiente espacio para que yo pudiera pasar y ella me miraba descaradamente como si me advirtiese: “Esta ciudad no es lo suficientemente grande para los dos”.

Evocando yo la sabrosa “aloo paratha” (empanadilla de patata con chili) que iba a cenar, y después de dudar unos instantes, me lancé contra la vaca agarrándola por los cuernos como los toreros portugueses. Aunque logré apartarla a un lado y conseguí descender las escaleras por el mínimo espació que quedó entre ella y la pared, al llegar a la calle descubrí que aquel encuentro taurino había reabierto la última herida que quedaba en mi brazo izquierdo del accidente de tráfico que había sufrido unas semanas antes en Malasia.

Cuando partí de Palolem hacia Margao de camino hacia el aeropuerto de Vasco de Gama en un autobús lleno de pescaderas que se dirigían al mercado de Canacona y no dejaban de bromear y reír, empecé la habitual recopilación de los recuerdos que me llevaba de ese sitio: los chai del desayuno contemplando el mar enfurecido, los paseos por la playa cuando terminaba uno de los habituales chubascos, el equipo de limpieza femenino que recolectaba diariamente los envoltorios y las botellas que había en la arena, las águilas pescadoras de color pardo con la cabeza y el pecho blancos.

FAUNÓPOLIS – El 29 de julio se celebró como todos los años el Día Internacional del Tigre. El último censo de este lindo gatito ha dado como feliz resultado que en la India hay actualmente 3.682 tigres, cifra que no ha dejado de aumentar en las últimas décadas. Madhya Pradesh es el estado con más tigres, pero la Corbett Tiger Reserve de Uttarakhand es la más populosa de ese tipo de instituciones, con 260 tigres, mientras que en todo el estado de Uttarakhand suman 560.

También en Uttarakhand, en el distrito de Nainital y en el centro de rescate de Ranibagh, se están recuperando perfectamente tres tigresas huérfanas de pocos meses que, al ser halladas, pesaban solamente cinco kilos, y tres meses después ya han alcanzado los veinte. ¡Bien!

PASO A PASO – Omkareshwar, Madhya Pradesh, India. Otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. Yo aún no sabía en qué lugar me había metido, pero empecé a sospecharlo cuando conocí a uno de los personajes más carismáticos de Omkareshwar. Se llamaba Mathura Das, era un “sadhu” (santón) de la “akara” (entre las diferentes definiciones me quedo con las de escuela o cofradía) Hare Krishna, y llevaba una larga melena y unas barbas con dreadlocks, como los rastafari.

Tendría alrededor de treinta años y, como tantos santones, gastaba mucha pluma. Mathura Das residía a las afueras de Omkareshwar, donde empezaba una rambla que descendía hasta el río Narmada, junto a un templo dedicado al dios Shiva y bajo un árbol inmenso, cuyas ramas servían de autopista a los monos y demás fauna de los alrededores.

Allí, sobre una pequeña elevación, que le daba una buena vista de los alrededores, se hallaba el fuego sagrado de Mathura Das, fuego que nunca dejaba de arder y cuyas cenizas, encerradas en adobe, ya superaban el metro y medio de altura.

A poniente, protegido por un muro del terrorífico sol de la tarde, Mathura Das realizaría las ceremonias religiosas mirando hacia oriente. A derecha e izquierda había dos estancias: la primera siendo el templo y, la segunda, el almacén donde se guardaba la comida y las colchonetas para dormir.

A los pies de la hoguera nacían unas vastas escalinatas de piedra y adobe que, cubiertas con tapices, formaban los tres niveles en los que se sentarían los visitantes.

En el más elevado, mirando a los demás desde encima, estaría solamente la gente importante; después vendría el pueblo manteniendo sus propias jerarquías; y al final, separados y sin otro tapiz que no fuera un saco que ellos mismos hubiesen traído, se instalarían los “dalit”, los intocables.

A éstos también se les invitaría a beber chai y a fumar el “charas” (costo) que se quemaba constantemente, pero deberían hacerlo con sus propios vasos y “chíloms” (pipas) porque, a pesar de mantener una conversación y hallarse sentados a corta distancia los unos y los otros, aquellos hindúes de casta alta jamás entrarían en contacto físico o tocarían las cosas que tocasen los descastados.

Un buen “sadhu” se negaría a poseer dinero y demás bienes materiales; pero, además, se desprendería de cuantos regalos recibiese de sus seguidores; Mathura Das, al que me permitiré denominar como un santón con éxito, se podía permitir invitar a beber chai, a comer y a fumar a cuantos aparecían por su simple residencia.

¿Cómo conocí a Mathura Das? Una mañana, mientras paseaba por la árida jungla que rodea Omkareshwar, vi de lejos el templo de Shiva y, al acercarme, encontré una veintena de visitantes sentados junto a Mathura Das, entre los que había varios policías. A pesar de que mi primera intención fue evitar reunirme con tanta gente, cambié de opinión cuando Mathura Das, que solamente vestía un “langoti” (taparrabos) blanco, me saludó diciendo: “¡Jai Siyaram!”. Respondí con el esperado, “¡Sítaram!” y encaminé mis pasos hacia allí. Tras ascender media docena de escalones, todo el mundo me recibió con amables saludos.

Después de preguntarme quién era y cómo me llamaba, Mathura Das hizo las obligadas presentaciones. Junto a él estaba un santón de largos cabellos blancos y alegre mirada llamado Kalian Puri, que era una de las personalidades religiosas más importantes del lugar. A su lado se encontraba el rajá: tendría unos cuarenta años, vestía al estilo tradicional, ofrecía un aspecto de lo más normal y no fumaba costo, por lo menos en público.

El hombre que estaba sentado junto a mí, uno de los pocos que vestía al estilo occidental y quizás el único que hablaba inglés, se presentó diciendo que era el jefe de la policía mientras me entregaba una de las pipas que no dejaban de pasar de mano en mano. Soltando unas gustosas carcajadas, le comenté lo extraño que me parecía estar fumando costo con un representante de la ley.

Él me contó: “Por el momento, en la Madhya Pradesh seguimos con las fórmulas tradicionales, y es nuestro mismo gobierno el que se encarga de producir el costo que estamos fumando. Además, quienes realmente mandan aquí son el rajá y Kalian Puri, y ambos están en contra del alcohol y a favor del “charas”.

Un ejemplo de su poder se demostró cuando expulsaron de Omkar a un honrado comerciante porque, para su desgracia, era alcohólico”. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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