La crónica cósmica. En su mirada había un permanente éxtasis

Ayer, al llegar de mañanita al puente del Siglo XIX que cruza el arroyo Frayol, un petirrojo se posó en una rama que quedaba a corta distancia de mí y, con unos encantadores cantos, pio-pio-pio-pio, me comentó que este año el tiempo iba muy descontrolado. Dijo que marzo había sido veraniego, mientras que abril, por el contrario, era por el momento más invernal que enero. Le respondí con mi pésimo dominio de la lengua pajaril, pio-pio-pio-pio, que estaba de acuerdo con él.

Igual que en cada ocasión que mantengo una conversación con algún animal, me pregunté cómo se podía ser tan sádico y tarado para asesinar despiadadamente a una criatura tan dulce. Al rato, cercano ya el mediodía y a orillas del río Ródano, la amiga parisina mantuvo una conversación parecida con un cisne que se acercó a ella sin salir del cauce, cua-cua-cua. Cuando un cisne me pasa volando por encima, en el primer instante pienso que se trata de una avioneta.

En esta casa que resido en la región francesa del Ardéche, la comunicación con la fauna alcanza incluso a los dos peces que se aburren en una pecera, los cuales hacen un ruido peculiar para avisarte de que ha llegado la hora de comer. En cambio, los dos erizos que viven en el jardín son silenciosos y no te dicen ni pio.

Para explicar mi comunicación con la perra Chana Masala debo referirme a un estudio de la revista científica “Applied Animal Behaviour Science”, el cual afirma que, si hablamos a nuestros perros, pueden aprender una media de ochenta y nueve palabras, y los más inteligentes hasta doscientas quince.

PASO A PASO – Pondicherry, India 1986. Entre la gran colección de estados sutilmente distintos que formaban la India federal, los había que, de alguna manera, habían permanecido políticamente independientes durante los años de la ocupación europea.

De los que la sufrieron, hubo unos que pertenecieron a Portugal, como Goa, Damán y la isla de Diu, donde los habitantes viejos todavía hablaban portugués.

También los franceses habían puesto su huella sobre el subcontinente, creando la pequeña colonia de Pondichery en la costa de Tamil Nadu, y en este lugar permanecía la inconfundible atmósfera de sus colonizadores.

Sirva como ejemplo que, especialmente en la ciudad, se podría ver pasar mujeres pedaleando encima de una bicicleta, vistiendo pantalones cortos y llevando un cigarrillo colgando de sus labios; hecho que jamás se daría en las otras partes de la India.

La atmósfera también se distinguía de las ciudades de Tamil Nadu por su limpieza, por la blancura de sus edificios y, por supuesto, por la producción y consumo de vino, que con solo cruzar la frontera de Tamil Nadu estaría más limitado, e incluso prohibido en algunas épocas.

En los últimos años, el nombre de Pondichery había sobresalido por otras razones: primero porque los seguidores del santón Aurovindo crearon allí el inmenso áshram internacional Auroville; después, porque con la arcilla del subsuelo se hacían los mejores chíloms (pipas) de la India; y, para terminar, porque en una de sus playas había nacido un paraíso llamado Serenity Beach (Playa de la Serenidad).

Era un lugar suficientemente apartado del mundanal ruido y, además, cubierto de palmeras, césped y flores, como para evocar un jardín de diseño y cumplir con todos los requisitos de un soñado edén. Hacia tan especial refugio nos dirigimos el sevillano Pedro, el badalonés Josep y yo cuando decidimos que había llegado el momento de descansar de tantos viajes, templos y ruidosas ciudades (ver crónicas anteriores).

Solamente después de habernos instalado en una simple pero preciosa cabaña de bambú y adobe, rodeada de jardines por todos lados, empezamos a notar que los residentes de aquel pequeño paraíso, ya fuesen occidentales o indostanos, tenían en su mayoría un comportamiento y aspecto peculiares. En su mirada había un permanente éxtasis, casi adormecimiento, y sus rostros, a pesar de hallarse en un lugar tropical, parecían no haber visto el sol desde hacía semanas.

Observamos el mismo hecho en todos lados, ya fuesen los vecinos de las cabañas cercanas, ya en los propietarios de las mismas. También los clientes y el encargado de un chiringuito al que fuimos a tomar una de las impresentables cervezas indias. Aumentando nuestra extrañeza, cuando preparamos y encendimos una pipa de charas (costo) soltando su inconfundible aroma, nadie se mostró interesado en echar una calada.

Dimos con la respuesta a esta incógnita por la noche, al ir a cenar a un restaurante llamado Chez Paul que nos habían recomendado. El propietario, un francés llamado por supuesto Paul, viajero que se había casado recientemente con una mujer india cuyo comportamiento no podía ocultar que antes fuera una monja católica, había alquilado la azotea de un pequeño edifico de dos plantas, y allí, de la nada, con unos tabiques de bambú, levantó una habitación para dormir ellos dos, y otra que hacía las veces de cocina.

Los clientes del restaurante nos sentábamos alrededor de una mesa larga y estrecha.

Aparte de comer la buena cocina francesa de Paul acompañada con los quesos que él mismo elaboraba, gozábamos de las increíbles vistas de la playa y los palmerales.

Durante la cena nos fijamos que, de vez en cuando, Paul encendía y echaba unas caladas de un bong, la típica pipa asiática de agua hecha con un trozo de caña de bambú. También advertimos que algunos de los clientes se apuntaban a la fumarla y que, poco después, todos ellos habían entrado en aquel estado somnoliento que parecían sufrir los residentes de Serenity Beach. “¡Están fumando brown sugar!” (heroína), exclamó Pedro acertando. “¡Toda la puta playa está llena de zombis adictos al caballo! ¡Ahora entiendo porqué gastan esos caretos!”.

A la hora de pagar la cena le pregunté a Paul sobre ello. El francés, que tendría unos cincuenta años, ni un pelo en la cabeza y caía continuamente en el adormecimiento provocado por la droga, respondió simplemente: “Cada bong cuesta dos rupias” (que al precio actual de la rupia india serían veinte céntimos de euro).

Efectivamente todos los vecinos de tan paradisíaca playa estaban enganchados a la heroína y, tal como comprobaríamos durante los días siguientes, debido al exagerado consumo del polvo marrón eran incapaces de apreciar lo maravillosa que era su residencia; lugar que tanto Pedro como Josep y yo no dejamos de admirar sin que nos molestara el calor agobiante de los mediodías.

Entonces, tanto los perros como los humanos nos hundíamos hasta el cuello en el mar de aguas calmas, dando la impresión de ser cocos que flotaran a la deriva, y así dejábamos pasar las horas del bochorno.

Si algún recién llegado nos hubiese visto, difícilmente habría comprendido qué hacíamos porque, ante nuestra inmovilidad, que a veces incluía echar una cabezadita, incluso podría creer que se hallara ante los cadáveres provocados por un tifón.

Nuestra cabaña no tenía baño y, por ello, tal como hacían los indios, si deseábamos cagar nos alejábamos un poco de las viviendas, nos agachábamos sin preocuparse de quién pasara por los alrededores, y allí, en aquella perfecta naturaleza, dejábamos la muestra que salía de nuestras tripas. Para limpiarnos usábamos simplemente agua tal como hacía la gente local, pues de la porquería se encargarían rápidamente los carroñeros e insectos, mientras que el llamado papel higiénico iría de un lado para otro llevado por el viento.

El suelo de arena del patio era barrido continuamente por las hermosas hijas de la casa. Pedro, siempre enterado de todo, nos explicó: “Aparte de mantener el lugar limpio, con este sistema logran saber siempre qué animales transitan por la casa. Si, por ejemplo, pasase una cobra, sus inconfundibles marcas advertirían a la familia del peligro”.

Para ayudar a nuestros cuerpos a recuperar fuerzas contra aquel terrible calor, que empezaba a las ocho de la mañana y no descendía hasta que había oscurecido, solamente teníamos que levantar un dedo, y uno de los hijos de la casa treparía con cuatro ágiles saltos hasta la copa de la palmera más cercana, haría caer un coco y, ya en el suelo, lo abriría con dos golpes de machete para que bebiésemos el litro de elixir que tanto daba marcha como refrescaba. Curiosamente, el precio por cada uno de aquellos cocos era el mismo que Paul cobraba por sus pipas adormecedoras: dos rupias.

Una tarde, Josep regresó de hacer una excursión en bicicleta por Auroville y nos comentó: “Esto parece Disneylandia: por un lado tenemos Serenity Beach, que es el paraiso de los muertos vivientes, pues acabo de entrar en una cafetería en la que había doce clientes que, como el propietario, parecían zombis y ninguno se ha enterado de mi presencia; por el otro, en la carretera, a doscientos metros más arriba y entre un tráfico ensordecedor, los campesinos esparcen el arroz sobre el asfalto para que lo seque el calor del sol, y los camioneros asesinos que siempre parece que intentan atropellarte, se desvían de la ruta para colaborar con ellos; y al otro lado de la calzada, en cuanto se entra en los inmensos terrenos del áshram Auroville, te encuentras con gente, tanto extranjeros como indostanos, que parece vivir en otro planeta y prefiere no verte”.

“Los zombis adictos al caballo”, opinó Pedro, “están logrando pasar por esta vida sin haberla vivido; los otros, los campesinos, debido a su ingenuidad, no llegarán a la vejez al alimentarse con un arroz contaminado con los venenos que contiene el gasoil. Los del áshram, a pesar de seguir una buena filosofía, no continuarán juntos cuatro días porque los indostanos y los occidentales somos demasiados distintos, como distintos son los valores que nos guían, para poder mantenerse en una misma sociedad”.

En los áshrams se llama madre a la compañera del difunto maestro. En el caso de Auroville fue la madre, una parisina llamada Mirra Alfassa, quien, en el año sesenta y ocho, y viviendo en una época de revoluciones culturales y nuevas esperanzas, decidió crear la ciudad del amor y la meditación siguiendo la filosofía del maestro. Empezó a levantar aquella obra monumental, inacabada por el momento, con la ayuda económica que recibió desde todo el mundo, y lo hizo sobre unos terrenos de más de diez kilómetros cuadrados, en los que estaban esparcidas las diferentes partes de Auroville formando una espiral comunicada por una red de caminos, de tierra rojiza, perfectamente señalizados.

En aquellos momentos Auroville tenía seiscientos habitantes, entre los que había más occidentales que indostanos, y si deseabas residir allí tenías que pagar treinta rupias diarias durante el primer año, aparte de colaborar en las tareas que prefirieras. Transcurrido tal tiempo, y si había consenso, o sea si continuabas interesado en seguir allí, y el áshram te aceptaba, te daban un domicilio definitivo y te dedicabas a las actividades que la casa te pidiese. En un gran cartel constaba un deseo de la madre: “Venid y meditad, y no dejéis que este sitio y sus ideas se conviertan en una religión”.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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