La crónica cósmica. Sabes que te has hecho viejo…

¡ES LA GUERRA! – Colinas Kumaon, India. En el pasado visité algunos países en los que había una guerra civil, a pesar de que el gobierno local no reconociera que fuera así. En Perú, era la guerrilla conocida como Sendero Luminoso la que se enfrentaba al ejército peruano; en Colombia, luchaban las FARC; en Sri Lanka, los Tigres Tamiles, y en Nepal, los maoístas.

Pero nunca me había encontrado en un país que estuviese en guerra con otro, como sucedió aquí hace una semana, cuando la India inició la Operación Sindoor, y atacó a Pakistán, como represalia por el atentado en el que unos yihadistas de la guerrilla cachemir Frente de Resistencia asesinaron a veintisiete turistas hindúes en los prados de Pahalgam de Cachemira; un lugar precioso en el que pasé unas semanas en los años ochenta.

Esos criminales religiosos condenaron a muerte a los pobres indios que no eran capaces de recitar ciertos versículos del Corán.

Un anciano catedrático salvó la vida gracias a su cultura y buena memoria al poder satisfacer a los asesinos, a pesar de ser hindú. Valga mencionar que, un par de días antes y en otro lugar de la India, unos fanáticos hindúes apalearon a un musulmán que se negó a cantar una canción dedicada al dios Rama: así está el patio por estos lares.

Debido a que la mayoría de la población de Cachemira es musulmana, y a que los enfrentamientos en ese estado han sido constantes desde que la India y Pakistán consiguieron librarse de la presencia del Imperio Británico, me sorprendió que el gobierno indio acusase del atentado a Pakistán, dando por sentado que hubiese sido orquestado por el gobierno de Islamabad.

Curándome en salud, me limitaré a mencionar ciertos hechos sin dar mi opinión al respecto, pues la policía india ha arrestado a varios cándidos que han publicado en las redes sociales algunas proclamas a favor de Pakistán.

El ejército indio bombardeó los campamentos de los terroristas en la parte paquistaní de Cachemira y también destruyó instalaciones militares paquistaníes. El ejército de Pakistán respondió atacando a la India. Se cerraron treinta y dos aeropuertos y dieciséis líneas ferroviarias de la parte noroccidental de la India.

Se prohibió cualquier tipo de comunicación con Pakistán, se expulsó a su cuerpo diplomático, se clausuraron todas las fronteras, se hicieron más de cien detenciones y más de mil interrogatorios que no dieron el menor resultado, y, en el más auténtico estilo Trump, se cancelaron los visados y se expulsó de la India a paquistaníes que residían aquí desde hacía años.

Así le sucedió a una mujer que estaba a punto de casarse con un indio. Destituyeron a un policía por haberse casado en secreto con una chica paquistaní y esconderla en su casa. En Agra, un imbécil disparó y mató a un pobre camarero musulmán, como represalia por el atentado de Pahalgam. 

Todo esto, ahora ya forma parte del pasado porque, acuciados por Washington, Moscú y de Pekín, los gobiernos indio y paquistaní declararon el alto el fuego (¡atribuyéndose mutuamente la victoria!). Y la vida volvió a una normalidad que, diariamente, contempla algún intercambio de disparos y cañonazos en la llamada Línea de Control, LOC, la frontera que hay en Cachemira entre ambos países.

Y colorín colorado, esta efímera guerra ha terminado…, hasta que estalle la próxima.

Personalmente, la confrontación bélica no me afectó en absoluto porque ya me hallaba aquí, en mis queridas Kumaon Hills, en el estado de Uttarakhand.

Alguien me preguntó a qué se debía que ahora me limitase a residir en lugares que ya conocía, en vez de explorar otros nuevos como hacía antes. Aunque podría haberle dado distintas respuestas, me limité a contarle que, cuando empecé a viajar continuamente y decidí llevar a cabo algunos cambios radicales en mi plan de vida, entre éstos incluí el de hacer única y exclusivamente lo que me apeteciese; como lo fue recorrer miles de kilómetros durante las primeras décadas, e ir ralentizando después mi marcha.

Recuerdo que, hace unos años, estuve hablando de este tema con mi amigo occitano, descanse en paz, y que al plantearme si dejaría de viajar cuando me convirtiese en un viejo, mi amigo me dijo: “Primero fuiste un turista y ahora eres un trotamundos. Así que lo lógico sería que, en el futuro, seas un nómada que regrese todos los años a sus campamentos de invierno o de verano”.

Y esto es lo que hago en la actualidad: volver periódicamente a los rincones de este mundo en los que hallo mi ecosistema y donde soy tratado de maravilla, como aquí en las Colinas Kumaon.

Seguiremos informando.

PASO A PASO – Amazonas, 1988. Continúa de la crónica anterior.

Seguramente habrá poca gente que haya intentado volar en un avión del que, para saber que podrá hacerlo, el representante de la compañía deba llamar por teléfono para confirmar si va a venir o no el avión cuando ya tiene a todos los pasajeros observándole ansiosamente.

Así sucedió mientras el biólogo inglés Simon, yo y el resto del pasaje esperábamos sobre un flotante muelle de madera, escuchando ansiosamente lo que decía el funcionario peruano: “¿Iquitos? Aquí Islandia. ¿Se puede volar? ¿Sí? ¿Que ahora van a despegar? Bien, pues hasta pronto”.

Cada primera experiencia vale por diez de las siguientes. Al ser mi primer vuelo en un hidroavión, aguardaba su llegada sobre el pequeño y tambaleante muelle, con la mirada puesta en el espacio, sintiéndome más excitado que un crío en la noche de los Reyes Magos. 

No obstante, también echaba alguna que otra ojeada a las aguas que acogerían al aparato, pues arrastraban montones de troncos que una empresa maderera cercana echaba al río, después de haberles quitado la corteza, única parte que parecían usar.

Un poco angustiado pensé: “El casco de un barco es duro y pesado, pero el de un avión es muy frágil y cualquiera de estos cilindros de madera lo mandaría a la mierda sin demasiado esfuerzo”,

Oímos los ruidosos motores después tres horas de plantón. Entonces apareció frente a nosotros un pequeño y hermoso hidroavión rojo. Con la agilidad de un pato, se posó sobre las aguas en el momento en que se hallaba junto al muelle, y se detuvo inmediatamente.

Pero la espera para aquel vuelo semanal no había terminado aún. Sospechamos que sería así al ver como los dos elegantes pilotos, tras desembarcar teniendo plena conciencia de la expectación que provocaban, partían hacia la población brasileña de Tabatinga en una lancha rápida con el propósito de tomar unas copas.

Una hora más tarde, en cuanto la docena corta de viajeros subimos a bordo apelotonándonos en la pequeña cabina, Simón recibió el primer beneficio de ir acompañado por alguien que hablaba perfectamente la lengua local, pues, aunque de entrada le tocó un asiento alejado de la ventanilla, yo, enrollándome con el amable peruano que la gozaba, le convencí de ceder tan preciado lugar al turista británico.

El despegue fue ajetreado al vernos obligados correr bastante rato sobre unas aguas llenas de obstáculos, hasta que logramos tomar altura. Entonces, con la nariz pegada al cristal de la ventanilla, me quedé atónito al poder ver, por primera vez, la selva infinita y el gran río a vista de pájaro.“¡Rediós”, exclamé, “no se trataba de si estaba harto de navegar por estos ríos, sino la de alcanzar el conocimiento comprendido al observarlos desde arriba! ¡Es como si de pronto me hubiese puesto gafas y lo viese todo claro!”.

Al volar a poca altura, podíamos reconocer y apreciar muchos detalles de aquel mundo cubierto de verdor, entre el que serpenteaban diferentes ríos. Recordé lo que me había dicho Baldomiro mientras navegábamos en su barca por el Río Negro: “Las copas de los árboles tienen una altura uniforme porque dejan de crecer a toda hostia en cuanto alcanzan la luz solar. Y estos ríos, al zigzaguear continuamente, lograrían que, si alguien se perdiese en la selva y avanzara en línea recta, llegara a creer que los había a cientos, a pesar de que, en realidad, estuviese encontrando cada vez el mismo”.

Yo no había estado nunca en la cabina de mando de un avión comercial durante el vuelo, pero tuve claro que ningún otro seguiría las fórmulas de aquél; pues el piloto y el copiloto se guiaban con la vista y, si observaban la presencia de una tormenta, se desviaban tranquilamente para evitarla. Al contrario de lo sucedido con la larga espera, la duración del vuelo fue meticulosamente exacta. Después de una hora y media acuatizábamos en el puerto de Iquitos entre docenas de elegantes veleros.

Continuará. 

MIRA LO QUE PIENSO

  • Si frente a cualquier forma de arte (música, literatura, pintura, arquitectura) uso el intelecto en vez de limitarme a dejar volar mis sentimientos, significa que algo falla en la obra o es que estoy haciendo el imbécil al tomar el rol de juez y crítico.
  • Sabes que te has hecho viejo cuando hablas más del pasado que del presente. 

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

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