La crónica cósmica. Una foto mental difícil de imaginar

ENSAYO DEL CALOR – Después de haber afirmado en la crónica anterior que el calor que padecíamos en Cataluña era comparable al de algunos lugares de Asia o África, pensé que había exagerado un poco porque, aún siendo un bochorno molesto, en ningún momento sentí el temor que me provocó el calor, con mayúsculas, de aquellas tierras.

Y ahora sí que no exagero, pues no hay otra forma de definir la acojonante sensación que tuve, por ejemplo, cuando el aire que entraba por las ventanillas de un tren con el que recorría el centro de la India en mayo era tan caliente que te dejaba reseco en poco rato, o cuando pasado el mediodía me adentraba en un templo subterráneo de Omkareshwar y me acostaba sobre las losas de piedra del suelo para refrescarme psicológicamente, o cuando en Pondicherry permanecía unas horas dentro del mar, o cuando en Siem Riep seguía sudando a chorros, a pesar de tener el ventilador del techo a toda marcha, o cuando, en Nueva Delhi, con cuarenta y ocho grados de temperatura, creía que iba a derretirme.

No quiero ni imaginar cómo me habría sentido en esos sitios si no hubiese tenido agua para refrescarme continuamente (en la ciudad tailandesa de Kanchanaburi me daba a diario una docena de duchas); como lo hice cuando tuve la genial idea de visitar Córdoba en el mes de agosto y por la noche me acostaba teniendo un cubo de agua junto a mi cama para ir rociándome de vez en cuando sin llegar a despertar.

El peor momento de un día caluroso es el de la siesta (que yo hago sea cómo sea y dónde sea), pues ya sabéis que las sensaciones (miedo, estrés, picor, frío) se multiplican dentro de los sueños, y es horroroso sudar como un cerdo (¡los cerdos no sudan!) mientras duermes.

Por si os estáis preguntando cómo me las arreglo para hacer la siesta en tales condiciones, os lo aclararé mostrándoos una foto mental difícil de imaginar: primero cerrad los ojos, poned a trabajar vuestras aplatanadas neuronas y trasladaos al Sudán, país que, según leí, es el más caluroso de África; ahora id a una pequeña aldea del Desierto de Nubia en la que solamente hay cuatro casas de adobe (nada de carreteras, electricidad o servicio telefónico) y un polvoriento caravasar en el que pululan millones de pequeñas moscas que me cubren de arriba abajo, exceptuando la cabeza que me he tapado con el lungui mientras hago la siesta en el suelo de un porche. Casi nada, ¿verdad?

IDA Y VUELTA – Después de pasar un mes en Cataluña, he regresado al Ardéche y al pueblo de Le Teil (¡la France!), en las mismas fechas que lo hice hace un año para acompañar a mi buen amigo occitano en sus últimos meses de vida. En esta ocasión he venido para cuidar durante tres semanas de la casa, el jardín y los perros mientras su viuda, la amiga parisina, está en el festival de música de Ozora, en Hungría, donde colabora con la organización montando un artístico chill out de su propio diseño.

Como ya mencioné en la última crónica en la sección de dedicada a lo que me gustaba, me gustan mucho mis amigos (Malditos pesados. ¡Ja!). Pero, sobre todo, me encanta residir en sus casas (que se hallan en buenos sitios) para gozar a solas de sus positivas vibraciones cuando ellos se ausentan. Este es el caso de la vivienda de la amiga parisina, que con su denso jardín cubierto de árboles parece una burbuja verde a pesar de hallarse en un barrio de casas ajardinadas y estar rodeado de bosques.

Si añado a esa información que el Ardéche es una de las zonas más calurosas de Francia, quizás os preguntaréis cómo se alimenta ese verdor durante la ola de calor cuyas temperaturas han superado a las de España: tal milagro se debe al rico pozo que cada atardecer me permite usar durante más de una hora la bomba de agua para regar una vegetación que, con tales temperaturas y tanta agua, debe de creer que se halla en alguno de esos países tropicales en que llueve diariamente.

PASO A PASO – Himachal Pradesh, India, 1986. Una mañana, mientras tomaba el chai del desayuno en nuestra cabaña de Bhagsu Nag, el amigo californiano me dijo: “En el hotel que me hospedaba en Delhi conocí a un “pajari” (gente de las montañas) de un pueblo llamado Naggar, en el Valle de Kullu, también llamado el Valle de los Dioses por su riqueza y belleza, quien me animó a no perderme el que aseguró que era el mejor lugar de Himachal.

Al marcharme de aquí planeo ir a esa zona, y si quieres…”. Yo había oído hablar de aquel famoso valle porque allí se producía muy buen charas (costo). Además sabía que no quedaba muy lejos de Dharamsala, ¡quizás sólo a unas doce horas de autobús! Así que no tuve necesidad de pensarlo y le pregunté: ¿Cuándo nos vamos?”.

Naggar, que había sido la antigua capital del valle, se halla colgada a doscientos metros por encima del río Beas y de la carretera principal del Valle de Kullu, donde nos dejó el autobús con el que habíamos venido desde Dharamsala. Así que nos vimos obligados a tomar otro autobús para subir hasta el pueblo. Aunque solamente era un viaje de quince minutos, nos pareció que duraba varias horas porque el vehículo se encontraba totalmente abarrotado, o sea sin asientos libres, y la altura de su techo no permitía estar cómodamente de pie a nadie que midiese más de metro y medio.

El pueblo estaba compuesto por dos docenas de casas y granjas muy dispersas. Sus calles y sus caminos tenían unas pendientes inimaginables; tal hecho, sumado a los mil ochocientos metros de altitud, afectaba en gran manera a un fumador como yo, por lo que debía detenerme continuamente para recobrar el aliento y el ritmo cardíaco.

Trepando con el cuerpo inclinado hacia delante por la única calle pavimentada, me pregunté cómo habrían logrado meter allí la maquinaria para asfaltar aquel lugar al que le faltaba poco para ser vertical. Era una pregunta absurda porque, como la mayor parte de las construcciones, aquélla habría sido hecha de forma artesanal por el simple hecho de que la mano de obra india es mucho más barata que cualquier máquina.

Después de preguntar aquí y allá y de seguir por un camino que nacía en una curva de la empinada calle, llegamos a la granja del hombre que el amigo californiano había conocido en Delhi. Se llamaba Arún, estaría cercano a la treintena, y tenía el aspecto normal de los pajari: estatura media, pelo negro, piel bronceada por el sol y el cuerpo atlético que exigía la topografía.

Como buen montañero, nos trató de tú a tú y sin la exagerada humildad de los habitantes de las llanuras. Su sincera sonrisa mostró el agrado que sentía por la visita mientras decía: “Esta noche podéis dormir aquí, y mañana buscaremos alguna casa para alquilar”. Al entrar por primera vez en aquel tipo de viviendas de piedra labrada, que hasta entonces solamente habíamos visto exteriormente, descubrimos encantados las acogedoras paredes y los techos recubiertos de madera, el suelo de adobe y un fuego de leña que se encargaba de mantener el lugar cálido, además de lograr un ambiente muy agradable.

Yo lo expresé así: “En tu hogar se tiene una sensación de confort que pocas veces había sentido en otras viviendas de la India”.

Y Arún nos explicó: “En invierno, las habitaciones con muros de cemento que os alquilarían en los hoteles de Manali y Kullu son inhabitables porque no tienen sistema alguno de calefacción y parecen neveras. No debéis olvidar que, como mínimo, este valle se encuentra cubierto de nieve durante tres meses; y entonces nosotros pasamos el tiempo sentados junto a la hoguera, bebiendo chai y fumando costo”.

Por la mañana, bajo un transparente cielo azul, y antes de que el sol sacase la cabeza tras las montañas que coronaban Naggar, Arún nos guió por unos prados que me obligaban a detenerme cada dos pasos para no morir en el intento de conseguir vivienda. Mientras sufría dolorosamente trepando por aquel mundo que me parecía sádica y absurdamente empinado, me prometía salir cuanto antes de aquella comarca en la que creía que solamente podrían sobrevivir las cabras. Era mi primer encuentro con las altas montañas y mi cuerpo aún tenía mucho qué aprender. No podía imaginar que tales tierras se encargarían de recargar mis baterías y me fortalecerían de una forma insospechada.

Nuestro destino, un templo dedicado al dios Krishna, que se hallaba a medio kilómetro por encima de la parte central de Naggar, era un edificio de piedra muy antiguo junto al que se encontraba la cabaña que se convertiría en nuestra nueva residencia. La simple vivienda disponía de tres habitaciones, la mayor de éstas tenía unos ventanales que miraban hacia el sur y permitían la entrada de los rayos del sol. De todas maneras, sus paredes de madera pésimamente ensamblada, también dejaban correr graciosamente el aire, algo que encantó a un naturista como el amigo californiano.

Otra habitación, pequeña y oscura, serviría de cocina. Y la tercera era la del baño, siempre que nos molestáramos en traer cubos de agua desde el grifo que había en el exterior, por lo que decidimos que sería mucho mejor lavarse fuera.

El propietario de la cabaña era el mismo brahmán que cuidaba del templo. Debido a la estúpida costumbre hindú por la que el padre de la novia se veía obligado a pagar una exagerada dote para casarla, nuestro anfitrión estaría toda la vida en la ruina porque su bella esposa le había parido cinco hermosas hembras antes de darle un varón. Conviviendo con aquella familia pudimos advertir de nuevo la diferencia que se daba con los indios de las llanuras por la libertad que se respiraba y la facilidad de trato que había entre nosotros y las mujeres.

La situación de nuestra cabaña nos permitía contemplar el valle a vista de pájaro y, definitivamente, nos enamoró porque cuanto llegaba a nuestros ojos parecía sacado de una pintura paisajista. Entre los campos aparecían pequeñas aldeas, y la naturaleza daba continuamente diferentes tonos de verdor dependiendo de la altitud y orientación.

En la vertiente opuesta, la que más recibía el sol de la mañana, había grandes zonas de cultivo, que sólo terminaban al aumentar la exagerada inclinación de unas tierras que únicamente permitían la presencia de los árboles que aferraran el subsuelo. Y por doquier, riqueza, riqueza, y más riqueza natural.

En cuanto a la maría, como sucedía con los rosales silvestres, ya habíamos comprobado que crecía por todas partes, e incluso en las calles de Naggar: “Es la mala hierba del valle”, dijo Arún riendo. Luego añadió: “Lo triste y cómico del caso es que, desde que empezó la prohibición y los carroñeros de la policía van como locos buscando “bakshísh” (propina), te pueden meter en la cárcel si te ven manoseándola, o sea haciendo costo”. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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