La crónica cósmica. Vivir como un nómada apátrida

UN RESUMEN – Hace un año, cuando acababa de pasar un mes en el Lago Toba de Sumatra y me disponía a regresar por enésima vez al Nepal, no podía imaginar que, debido a la maldita COVID19, terminaría permaneciendo trescientos cincuenta y cinco días en el mismo lugar; un hecho insólito en las últimas décadas que ni tan siquiera se había dado cuando estuve viviendo en la Selva Negra alemana. Pero también se podría considerar de insólito que yo desease hacerlo así, y la razón quizás fuese que durante aquellos últimos meses había cambiado continuamente de domicilio entre Tailandia, Malasia e Indonesia: Kanchanaburi, Pulau Duyong, Pulau Kapas, Taman Negara, Malaca, Tuktuk.

Nómada

Al contrario de lo que sentiría un amante de la vida sedentaria, a quien le resultaría inimaginable vivir como un nómada apátrida, para mí el simple hecho de permanecer en el mismo lugar representaba un extremo que dudaba si sería capaz de alcanzar, y me felicité al comprobar que, como en todo lo demás, me adaptaba a la nueva situación sin amargarme ni comerme el coco en plan, “¡Cuánto me gustaría ir a…!”, o “¡Vendería mi alma a cambio de…!”.

De todos modos, si la pandemia me hubiese inmovilizado en cualquier otro sitio, las cosas habría sido más complicadas, pues difícilmente habría hallado un ecosistema tan ideal para mí como el de Sauraha (Chitwán, Nepal), donde, como ya mencioné en otras crónicas, el entorno, las temperaturas, la comida, el costo, los amigos y cada uno de sus días rozan la perfección y no me preocupaba la posibilidad de verme obligado a permanecer eternamente aquí, de morir aquí: el plan de vida que llevo me permite acostarme todas las noches con la plena seguridad de no tener deseos ni obligaciones pendientes y que podría expirar en paz sabiendo que esta época ha sido una de las más maravillosas de mi vida.

He dicho que no me preocupaba, en tiempo pasado, porque recientemente se han dado unos hechos inesperados y en estos mismos instantes, mientras escribo con la mano izquierda, con la derecha ya estoy haciendo el equipaje y me preparo para partir de Sauraha. Pero estos son planes inmediatos de los que ya os hablaré de en la próxima crónica, pues en esta, y como la he titulado, quiero hacer un resumen, o más bien deseo darle unos últimos trazos a la acuarela literaria que he tratado de plasmar en estas crónicas. ¿Vamos allá con unas cuantas imágenes mentales que despierten vuestra imaginación?

Hormiguitas: ayer contemplé asombrado a tres hombres que descargaban a mano miles de ladrillos de un camión. El que estaba en el vehículo se los iba entregando a sus compañeros de cinco a en cinco y éstos los colocaban en el suelo formando una estructura cúbica que iría creciendo a través de las horas. Pero no os quedéis a medias y echadle una “mirada” a los episodios anteriores del mismo drama cuando los ladrillos fueron hechos a mano uno a uno, cuando, de la misma forma, los pusieron a secar al sol o los metieron en uno de los primitivos hornos que polucionan el aire con sus humos, cuando, siempre de uno en uno, los amontonaron para transportarlos y, al fin, cuando, quizás esos mismos tres hombres, los metieron en el camión que ahora descargaban. Me pregunté si estarían trabajando de forma parecida a la de los esclavos que construyeron las pirámides de Guiza, o sea como unos animales de carga, y aunque a estos no les pegasen latigazos, supuse que su salario sería miserable y daría para poco más que un “dal bhat” (plato típico nepalés).

La niebla matinal ha hecho su esperada aparición confirmando la cercanía del invierno. Todas las mañanas aguardo pacientemente a que los rayos solares la atraviesen y caigan sobre unos campos a los que las flores de la mostaza han teñido de amarillo de un día para otro. Ayer la niebla se abrió cuando más de trescientos cormoranes cruzaban el cielo majestuosamente dirigiéndose hacia el Río Rapti haciendo oídos sordos a los insultos que les lanzaban una veintena de loros desde las ramas de un gran tamarindo. Pero entonces, como si hubiesen cambiado el decorado de un teatro, esas simpáticas imágenes fueron de pronto substituidas por otras bastante terroríficas: lo que ahora volaba por encima de mí ensombreciendo el cielo era un enjambre de las agresivas abejas de la jungla que habrían decidido cambiar de domicilio. Apretando el esfínter les mandé un saludo mental agradeciéndoles la denominada “miel de la jungla” que aquí en Sauraha siempre forma parte de mi dieta.

Igual que la “miel de la jungla”, también existe la llamada “miel de montaña”, que es recolectada de forma muy arriesgada por unos tipos que se descuelgan con largas cañas de bambú por unos abismos rocosos en los que las abejas construyen sus colmenas. Supongo que en las revistas como “National Geographic” habréis visto algunas fotos de esos locos acróbatas. Pero no he tocado este tema para hablaros de ellos, sino de una categoría especial de la “miel de montaña” que las abejas producen durante un solo mes al año en el que meten sus narices en unas flores venenosas. Lógicamente, también esta miel es tóxica, o sea que coloca, y tuve la prueba de ello al escuchar por boca de Shankar y del Señor Tolstoi dos incidentes relacionados con ella. El primero me contó que dos amigos suyos habían comido cuatro cucharaditas de esa miel y habían permanecido más de seis horas inconscientes. La historia del ruso es más dramática, pues tuvo como actor a un turista japonés que se pasó de la raya y falleció. Un dato más: esta “miel de montaña” alcanza precios exorbitantes en el mercado y la policía va tras ella como si fuese una droga ilegal.

Ya que he mencionado a estos dos amigos, os contaré que Shankar empezó a currar de carpintero a los nueve años cuando quedó huérfano de padre. A los trece emigró desde su aldea a Katmandú, con las pocas rupias que había logrado ahorrar y, como buen pueblerino, en un restaurante que pararon de camino, perdió el autobús y su equipaje al entretenerse comiendo. Luego permaneció tres años en Katmandú haciendo distintos empleos hasta que le ofrecieron trabajar en un resort de Sauraha, donde se enamoró de él una chica muy guapa llamada Narmada, con la que sigue casado.

Una anécdota cómica: Shankar es exageradamente bajito y, cuando construyeron el nuevo restaurante, diseñó la puerta de la cocina según su propia altura, así que ahora todo el mundo se ha de agachar al entrar por ella. Shankar recuerda la primera vez que comió pan: tenía quince años.

En cuanto al Señor Tolstoi, ha aprovechado la inactividad pandémica para estudiar por Internet algunas asignaturas de Derecho Civil, que tiene pendientes. También ha seguido unos cursos de psicología, y ahora se está leyendo el mítico Mahabharata hindú. Qué viva la tecnología, ¿verdad? Pero, de todos modos, el Señor Tolstoi, como si pretendiese demostrar que se ha “nepalizado”, el otro día afilaba un lápiz con la misma hoz que usan para pelar las patatas, cortar la carne, recolectar forraje o podar un árbol. ¡This is Nepal!

Las cortas tardes otoñales y la penumbra que reina en Sauraha tras la puesta de sol provocan que, al cruzarme por la calle con alguien, que por lo general tendrá la piel oscura, no le reconozco ni salude y tengan que ser ellos quienes lo hagan: “¡Bhole Nath, Nando Baba!”. Me sucedió lo mismo durante los meses que pasé en una aldea de Gambia (África Occidental) en la que sus habitantes tenían la piel más negra que el carbón, y cuando me saludaban de noche en sus calles faltadas de iluminación, solamente lograba ver el blanco de sus dientes.

Siempre presumo de no echar nada en falta, pero, tras permanecer casi un año en Sauraha, supongo que echaré en falta sus silenciosas noches, el colocón diario y el pedo nocturno, las risas con Shankar y el Señor Tolstoi, los solitarios paseos por la noche, el “dal bhat” y el “achar” del almuerzo que cocina Ranjana y los momos fritos que prepara mi imaginativo paisano, la verdura del huerto y el arroz de los arrozales familiares, la sabrosa agua subterránea y “mi” cabaña del “Oso Perezoso” que, gracias al error gramatical del artista que pintó el letrero, se llama la de la “Cerveza Perezosa” (“bear” o “beer”). También echaré en falta el humo del tabaco, de la maría y del incienso de sándalo mezclándose con el de la hoguera.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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