CON MOCHILA

La crónica cósmica. Vivir con suma simplicidad

¡QUÉ PLACER! – Langkawi, Malasia. Cuánto me place hacer exclusivamente lo que me place. Tal afirmación tendría un significado distinto si en vez de hallar satisfacción en un simple sorbo de agua de un manantial o en contemplar una puesta de sol, llenara el día con aditivos, creándome nuevas necesidades con las que tratar inútilmente de hallar satisfacción a la vida; una vida vacía y faltada de sentido.

Entonces, si estaba solo, me evadiría de la realidad con cualquier artilugio; como un joven chino que pasea diariamente frente a mi casa con la mirada puesta en su móvil, sin ver a la familia de monos langures negros que le observa desde la ramas de un mango atiborrándose de fruta, o el milano brahmánico de alas castañas, cabeza nívea y pecho blanco que, grande como un águila, planea encima de los negros primates.

De no haberme empeñado en vivir con suma simplicidad, seguramente también haría algo tan perjudicial como sería comer algo cada vez que sintiera mi estómago vacío. Incluso aumentaría quizás mis limitaciones creando necesidades que incrementaran el contenido del equipaje que transporto por la vida, sin confesarme que ya iban resultando demasiado pesadas.

No obstante, doy por sentado que mis placenteras costumbres os resultarían aburridas, como lo es, por ejemplo, despertar cuando mi cuerpo así lo desea y escucho solamente el canto de los pájaros o los quiquiriquíes de los gallos silvestres que habrán pasado la noche en los árboles; o contemplar las correrías de las ardillas mientras me dirijo cantando a la playa de Pantai Cenang, que a primera hora de la mañana parece una balsa gracias a hallarse en una bahía encerrada por varias islitas a las que, durante la marea baja, casi se pueden llegar andando.

No hace falta que mencione lo aburrido que os resultaría dedicar las siguientes tres o cuatro horas a escribir, que por cierto transcurren en un santiamén, o, por la tarde, contemplar las siempre espectaculares puestas de sol que tiñen el cielo de rosados tonos. “Actividad” que habitualmente llevo a cabo sentado en una parte de la playa que queda frente a un resort de lujo, donde una cantante interpreta música suave acompañada por un piano, un saxo y una guitarra.

FAUNÓPOLIS – Tras desempolvar algunos archivos de mi memoria, expondré unos cuantos ejemplos de las distracciones que gocé junto al Parque Nacional de Chitwán, en la población nepalesa de Sauraha, observando a los habitantes de la naturaleza.

El nido de una cobra real en medio de la jungla, en el que había una docena de huevos. El cuervo manco que se había hecho amigo inseparable de un becerro deforme que tenía una de las patas delanteras más larga que las demás. El grano de arroz que, transportado por varias hormigas diminutas, parecía moverse solo sobre la mesa en que yo comía mi dal bhat. El perrito adoptado por mi amigo el Señor Tolstoi que destrozaba a mordiscos una mesa sin que nadie se lo impidiese. Los tres becerros a los que encerraban de noche en el vestíbulo de esta misma vivienda para evitar que sirviesen de cena a algún tigre o leopardo.

El rinoceronte que, a pleno día, recorría las calles de aquella población soportando que unos niños lo apedrearan, hasta que una perra se metió de por medio y los alejó con sus ladridos, como si les recriminase tal comportamiento.

El tráfico rodado avanzando con mucha lentitud al tener que seguir el ritmo marcado por un toro corpulento. Los insectos volando alrededor de una farola durante un chubasco monzónico. El ciervo sámbar de gran tamaño y cuerpo parecido al de los caballos, atravesando un lago a nado.

PASO A PASO – Río Negro, Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior. Abrí los ojos cuando solamente empezaba a amanecer. El decorado que tenía alrededor iba definiéndose poco a poco. Un denso rocío goteaba de los árboles. Del agua salían algunos “chap, chap” a los que pronto se sumaron unos “piu, piu”, “crec, crec” y “gloc, gloc” llegados de la espesura. Entonces apareció en escena una pareja de patos cruzando el espacio con su elegante vuelo. A éstos los siguió una bandada de ruidosos pájaros parecidos a las golondrinas y, en el mismo momento, un delfín asomó la cabeza para observarme.

La primera tarea del señor Baldomiro al saltar de su hamaca fue dirigirse en la piragua hasta las redes que instalara por la noche, donde recogió los frutos del río: varios peces que, como mínimo, medían tres palmos de largo. Con él llevaba un arpón que le sirvió para atacar y matar con saña a un pez de metro y medio con aspecto de serpiente.

Luego me explicó: “De los diversos elementos peligrosos que habitan esas aguas, éste, el “puraqué”, es uno de los peores porque, de llegar a tocarlo, produce una descarga eléctrica capaz de matar a un caballo. Otros peces de los que debes cuidarte son los “cangirú”; aunque su tamaño da risa, ya que casi podrías tomarlos por gusanos, son muy rápidos y tienen la afición de meterse por agujeros tan extraños como el del culo o, peor todavía, el de la polla o el coño. Los atrae con locura el olor a orina. Y lo peor es que tienen unos dientes parecidos a cuchillas, con los que, si el agujero es demasiado pequeño, muerden y muerden. Así que evita mear dentro del agua, y, sobre todo, no te bañes nunca desnudo”.

Para corroborar sus palabras, el señor Baldomiro se desabotonó los pantalones cortos que vestía y sacó la polla para mostrarme tres feas cicatrices que le dejara un “cangirú”. Yo comenté: “Por lo que cuentas, parece que en estos ríos conviven montones de bichos distintos”. Y él añadió: “Uf, no te lo puedes ni imaginar. Hay peces que llegan a los doscientos kilos, y otros que viven fuera del agua…, mira, allí, sobre el barro”, dijo señalando hacia unos peces difíciles de distinguir porque estaban completamente embarrados. Me asombró ver que se desplazaban tranquilamente por el suelo usando sus aletas frontales como piernas.

La señora Elena salió entonces del mundo de los sueños, e inmediatamente, después de encender la cachimba, empezó a preparar el “café de manhá” (desayuno). Al apercibirse que yo observaba sus quehaceres, me contó:

“Aunque, como puedes ver, no tengo un solo cabello blanco, yo he parido ocho hijos y pronto cumpliré sesenta años con buena salud. Es un hecho habitual entre los que hemos crecido en la selva y hacemos vida sana. Mi padre era portugués, pero mamá provenía de una tribu que todavía existe. Él poseía un comercio junto al río al que acudían tanto los colonos como los indios. Entre éstos iba a comprar de vez en cuando una familia que tenía una hija de muy buen ver.

Un día, mientras discutían sobre una transacción: “… yo te doy este machete y tú me das esas piedras”, el comerciante portugués propuso meter a la hija en el trueque. Y el indio aceptó. Así funcionan las cosas en la selva.

Como el portugués era un tipo ardiente y la india una mujer fértil, su comercio junto al río empezó a llenarse de hijos. Entre ellos estaba yo, una cría muy simpática de la que, un día, cuando tendría unos tres años, se encaprichó un indio que pasaba por allí. Como esa gente de la selva no está acostumbrada a reprimir sus impulsos, el indio me cogió en brazos y un rato después ya estaba yo en su tribu jugando encantada con los otros críos.

Mis padres no me echaron en falta hasta la hora cenar; entonces empezó una búsqueda desesperada, que sólo terminó de noche cerrada, cuando aceptaron que me habría devorado algún jaguar. Pasaron los días y, paulatinamente, empecé a formar parte de sus recuerdos. Hasta que, por casualidad, mi padre le contó a un buscador de oro que paró en la tienda para adquirir vituallas, que había desaparecido una de sus crías.

El buscador de oro le dijo haber visto en la selva a una niña mestiza. Poco después, mi padre se presentaba en mi nuevo hogar para reclamarme amablemente, pues sabía que con violencia no conseguiría nada. La transacción se solucionó después de que mi padre aceptara entregar un machete y un arpón por el intercambio. Así funcionan las cosas en la selva”.

La buena Elena dio por terminada la narración de su biografía y dedicó su atención a la humeante cafetera. Mientras ella servía tres tazas, su marido me contó otra aventura selvática:

“Hace un par de semanas, una tarde en que mi primo iba tranquilamente en su barca con la mano derecha al timón y la izquierda apoyada en la borda, de pronto, y a la velocidad del rayo, una anaconda salió disparada del agua, clavó las fauces en su brazo y tiró de él con fuerza, intentando arrastrarle dentro del río.

Pero el bicho tuvo la mala suerte de haber escogido a un veterano del Amazonas que, después de soportar el primer empujón sujetándose con fuerza al timón, sacó rápidamente el machete, cortó la cabeza que todavía le mordía, y olvidándose de todo lo demás, se apresuró a agarrar el cuerpo de la serpiente antes no se perdiese en el río. Ya que, sin la prueba, nadie creería su hazaña”. Le pregunté si la anaconda era muy grande, y respondió: “No, pues solamente medía cinco metros”.

Pensé que aquellos habitantes del Amazonas se movían entre tantos peligros con la tranquilidad que yo me pasearía por mi pueblo. El señor Baldomiro, como si leyese mis pensamientos, comentó:

“De todas maneras, esta orilla del Río Negro es bastante tranquila, a no ser que las pirañas te huelan una herida, que una anaconda pase justo a tu lado o que un caimán ande hambriento. Mientras que en la orilla oriental, que es la zona protegida que hay después de esa isla que asoma tras el horizonte a unos veinte kilómetros de aquí, sí que es realmente peligrosa: si caen cinco hombres al agua, los cinco desaparecen sin que nunca nadie sepa de ellos”.

“Gracias por tranquilizarme”, bromeé pensando que nunca había estado en un lugar tan salpicado de depredadores.

“Ah, sí”, continuó Baldomiro; “olvidaba mencionarte que por aquí también hay unos peces de hasta dos metros de largo llamados “piraibas”, que, aparte de morder, también te pueden clavar los espolones que llevan en las aletas provocándote una herida muy dolorosa, que al final acaba matándote. Y de los delfines rosados, no te fíes, porque son más malos que el demonio”. Continuará.

MIRA LO QUE VEO – Aquí van tres películas que os recomiendo.

  • La primera se titula: “Todo a la vez y en todas partes” (Everything everywhere all at once); es un gran logro imaginativo que fue escrito y dirigido conjuntamente por Daniel Kwan y Daniel Scheinert.
  • La segunda película era una asignatura que yo tenía pendiente y me maravilló: “Cinema Paradiso”, de Guiseppe Tornatore del año 1988.
  • La tercera la dirigió mi admirado Werner Herzog en el año 2015; se titula: “La reina del desierto”, y está basada en la vida de Gertrude Bell, una aventurera, escritora y arqueóloga antropóloga británica que recorrió los desiertos de Oriente Medio a principios del Siglo XX y se ganó el respeto de la tribus árabes.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

  1. Fe de erratas: Gertrude Bell no era arqueóloga, sino antropóloga.

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