Navegando el Amazonas hacia el punto de las tres fronteras: Perú, Colombia y Brasil

Pescábamos pirañas con las que luego nos hacíamos unas ricas sopas en el campamento que habíamos montado. Navegar a seis nudos de velocidad en un carguero por el Amazonas, sobre la planicie achocolatada de sus aguas y contemplar a tus 360 grados la inmensidad color verde rabioso de ese manto de jungla te ralentiza la vida.

Piraña del Amazonas
Piraña del Amazonas

Se pierde la noción del tiempo y del espacio y uno no es capaz de parametrizar ni ese pequeño punto que representamos en lo inabarcable ni mucho menos el tiempo que le separa del destino.

Pasa el tiempo en el barco, sin reloj ni celular, y sólo el sol ecuatorial da unas pequeñas pistas de hacia dónde va el día. Se levanta uno con el amanecer y el día se va en charlas, lecturas y paseos por cubierta sorteando hamacas.

Acodado sobre la balconada de popa, uno se obnubila con las vistas de lo que se deja atrás, agua y selva y de vez en cuando despierta del ‘sueño’ al ver una destartalada lanchita cargada de plátanos verdes y papayas, pequeñas malocas (chozas) moteando la orilla, un grupo de delfines rosados que sorpresivamente nos juguetea con su danza fluvial, una balsa gigantesca cargada de troncos y unos pescadores en ‘peque peque’ (onomatopeya del ruido del motorcito de estas lanchitas) buscando sábalos, las facilonas pirañas y los esquivos y gigantes pirarucús (pez llamado paiche en Perú).

La gente se mueve por el río en ´pequepeques´, esas pequeñas lanchas cuyo motor suena así “peque peque peque”.
La gente se mueve por el río en ‘pequepeques’, esas pequeñas lanchas cuyo motor suena así “peque peque peque”.

El carguero Henry 8 había llegado en su quinto día de navegación a la bahía de Iquitos y tras atracar me tocaba afrontar el desembarco en la capital de Loreto, una ciudad de casi medio millón de habitantes venida a menos tras el esplendor que forjó en décadas pasadas por la riqueza que trajo el negocio del caucho.

Iquitos es una ciudad vibrante y algo decadente tras el esplendor perdido por el negocio del caucho

La casi prohibición de esta industria por su impacto depredador en la selva ha convertido a Iquitos en una ciudad decadente pero muy vibrante, volcada ahora en atraer gente gracias al creciente turismo al Amazonas.

Iquitos está rodeada por ríos y a ella sólo se puede llegar por barco o por avión. No hay puentes que permitan saltar el Amazonas, el Nanay, el Itaya…; así que podríamos decir que es una especie de isla fluvial.

Uno de los muchos brazos fluviales del Amazonas y sus miles de afluentes.
Uno de los muchos brazos fluviales del Amazonas y sus miles de afluentes.

Al lado de la terminal de hidroaviones los grandes barcos atracan como pueden en unos pantalanes destartalados. Una manada rugiente y caótica de motocarros (tuktuks) busca clientes y mochileros. El centro de Iquitos ofrece albergues y hostels muy baratos, así que no merece la pena irse a las afueras para ahorrar unos pocos soles.

El amigo Raúl, un de esos locos necesarios que se inventa la mitad de lo que cuenta pero con el que nunca te aburrirás, nos invita a pasar unos días en su maloca, a dos horas en motocarro de Iquitos, a orillas del Alto Nanay, uno de los miles de brazos del Amazonas, a unos minutos de la aldeita Nani Rumi.

Una pequeña chacra (finca) llena de frutales, en la que colgamos la hamaca, encendemos fuego y preparamos la cena a la luz de las velas y los frontales. El baño y la ‘ducha’, en la charca cercana, el agua se bebe del río que baja clarito, que además ofrece sus pescaditos, aunque no estuvimos muy duchos a la hora de pescarlos.

Colgamos las hamacas en la chacra de Raúl, al que conocí en el carguero, y salimos a pescar

Mi primer baño en el Amazonas fue en el Nanay, en una playa de arena blanquísima a la que llegamos en un pequeña canoa. Efectivamente, el color del agua y los oscuros fondos del Amazonas no te dejan ver lo que tienes debajo mientras nadas, y las morbosas historias sobre anacondas, cocodrilos, pirañas y hasta microbichitos que se cuelan en glandes y vaginas, y la propia inventiva que calza uno en su cabecita hacen que el primer chapuzón sea rápido y cercano a la orilla.

Se come todo tipo de pescados del río, la carne del cocodrilo, las frutas de la selva
Se come todo tipo de pescados del río, la carne del cocodrilo, las frutas de la selva

Pero ver a los locales disfrutar de su maravilloso y limpio brazo del río y cruzarlo de orilla a orilla le da uno la confianza suficiente como para volver a bañarse, eso sí con mucho miedo.

En Iquitos se come bien, comida peruana, pero con su toque amazónico. Los ceviches son de paiche o corvina de río, el arroz y los patacones acompañan todo, se puede encontrar lomo saltado y algún tiradito, pero los platos estrella de la zona son los pescados a la hoja (se envuelven en hojas de Bijao o platanera y se ponen sobre las brasas (espectacular sábalo que me comí en Blanquita), la carne de cocodrilo (aquí llamado lagarto), los gusanos ‘suri’ enbrochetados a la brasa y los huevos cocidos de tortuga charapa, que huelen a podrido.

Comida peruana con toque amazónico: sábalos y corvinas a la hoja de Bijao sobre barbacoa

Los caimanes de entre uno y dos metros son cazados por los pescadores furtivos por la noche desde sus lanchitas, pero como con esta práctica ilegal no alcanza hay granjas de engorde de estos deseados reptiles gigantes.

Lo sorprendente es que el Amazonas no deja en la ‘carne’ de sus peces ese olor-sabor a cieno y lodo que otros muchos ríos sí impregnan. De ahí que los sábalos, pirañas, omimas, pirarucús y otros tantos ‘frutos’ del río tengan un sabor fino casi marítimo.

El pequeño puerto de Nanay y el mercado de Belén son las opciones más auténticas, más allá de los restaurantes, para disfrutar de estos platos. Allá van los lugareños y allí que se fue este mochilero. Para algo más turístico váyase al bulevar, de bonito paseo y mejores vistas, pero con precios para pieles blancas y ojos claros.

Ya he navegado 2.000 kilómetros pero aún quedan unos 4.000

Había que dejar atrás Iquitos para continuar navegación río abajo camino del punto de las tres fronteras, donde el Amazonas se despide del Perú para saludar a Colombia y adentrarse en el gigantesco Brasil. Ya he dejado atrás más de 2.000 kilómetros navegados pero aún me quedan otros 4.000, que van a dar para muchas sorpresas.

Vaya atardeceres los que se pueden ver navegando desde el río.
Vaya atardeceres los que se pueden ver navegando desde el río.

Para el siguiente asalto me enrolo en un barco de los fiordos noruegos (sí sí, en Latinoamérica, igual te encuentras barcos de tercera mano y viejos autobuses vascos, catalanes, zaragozanos o madrileños, así como de otras ciudades y países europeos, haciendo rutas urbanas -Montevideo, Bogotá, Lima…- o trayectos fluviales como el que ahora me toca). Suelen ser donaciones o ventas a bajos precios en virtud de los acuerdos de cooperación con países en desarrollo.

El barco cubre en 13 horas (80 soles, 23 euros) la ruta que separa Iquitos de la fantasmal aldea de Santa Rosa (es una plataforma de atraque y una calle principal con un puesto fronterizo). Es un trayecto limpio, rápido y un poco aburrido comparado con el del Henry 8.

Hay casas flotantes ya sean para vivir o para pescar o para las dos cosas
Hay casas flotantes ya sean para vivir o para pescar o para las dos cosas

Se deja Perú para pasar en lancha (son dos minutos y tres soles, menos de un euro) a Leticia (Colombia) o Tabatinga (Brasil), en un triángulo al que se va en bermudas y en el que lo único que se pierde y se volatiliza es el miedo y la vergüenza; porque el Amazonas aquí te obliga a elegir qué ruta seguir, con qué nuevas músicas arropar tus andanzas (samba, forró, bossa, candomblé, salsa, vallenato, cumbia, champeta…) y con qué caldos aderezar el próximo asalto (cachaça, caipirinha, aguardiente antioqueño, viejo de Caldas…).

Paso primero por Leticia y me encuentro con Lucero, a la que conocí en los carnavales de Blancos y Negros de Pasto (Nariño, sur de Colombia) en mi anterior viaje por Colombia. Me recibe con una rica pola (cerveza) y un planazo: entrar en la selva, en la zona del río Calderón, uno de los miles de brazos fluviales del Amazonas, con sus dos hermanos, criados en la jungla y amaestrados por su padre en el rito necesario de la supervivencia.

En Leticia me junto con dos cazadores de la selva para estar con ellos una semana

Rifle en mano, caña y red en la otra, vista, olfato y saber modelar las inclemencias y bondades de la jungla a tu favor hacen que lo único que haya que cargar a tu espalda sean unas galletas saladas, arroz, algo de ron y fariña (preparado seco de la yuca brava que acompaña los platos como guarnición en Colombia y Brasil, donde también es llamado farofa).

El resto te lo regala la naturaleza y sus extremas barbaridades: lo mismo te inflas a coger frutas de nombres impronunciables, que cazas un puerco de selva, una boruga (roedor grande y sabroso) o una babilla (caimán) o pescas unas pirañas, sábalos u omimas.

La selva te lo da todo para vivir: carne, pescado, frutas, agua y de vez en cuando algunos sustos.
La selva te lo da todo para vivir: carne, pescado, frutas, agua y de vez en cuando algunos sustos.

Pero al mismo tiempo te calzas una tormenta que eleva tres metros el agua del río hasta hacer peligrar el campamento que montaste o tumba árboles de 20 metros que en su caída desesperada arrastran todo a su paso y estropean los ritos sexuales de los monos aulladores que cuelgan de sus ramas.

Refiero aquí dos aventuras que me tocó vivir con el grupo y ejemplifican la suprema ley de la supervivencia en la selva. A las dos horas de arrancar por la selva, el primer día, Gato, el jefe, el maestro, olió, no vio, el hedor de una manada de unos 50 jabalíes (marrano o puerco de monte), salió corriendo en silencio, rozando con la culata de su rifle y la funda de su machete las imbricadas trenzas de la selva baja; lo perdimos en 30 segundos, al rato sonó un disparo seco, después un grito de «vengan».

El primer día cazó un jabalí y de su carne nos alimentamos varios días

Había caído un joven ejemplar de unos 35 kilos. Gato nos explicó que cuando hay tantos jabalíes juntos, antes de disparar hay que pertrecharse bajo un árbol de fácil trepada, porque a veces, otros miembros de la manada, en lugar de huir, se lanzan a por el cazador; no pasa siempre, pero pasa.

A preguntas nerviosas por mi excitación, Gato contestó que pudo cazar dos piezas más, pero que sólo hay que quitarle a la selva y a la vida lo que necesitábamos para esos días. Con un jabalí bastaba.

Curiosamente en la selva colombiana mis amigos no cazaban monos para comer, sí aves y otros animales.
Curiosamente en la selva colombiana mis amigos no cazaban monos para comer, sí aves y otros animales.

Otra historia, más simple pero también cruda, fue enfrentarme a una piraña. Hay millones y es muy fácil pescarlas, aunque te tienen que enseñar a lanzar la caña y al primer muerdo tirar rápido para enganchar a uno de los peces más listos del Amazonas.

Cuando ese bichejo bonito y suave, con sus dientes asesinos, cae en la canoa dando golpes espasmódicos tratando de zafarse del anzuelo, sólo quedan dos opciones: agarrarlo rápido detrás de las branquias, cortar las comisuras de su boca y ya sin fuerza molar, retirar el anzuelo sin peligro; o darle dos machetazos en la cabeza, atontarla o casi matarla y desprenderla tranquilamente del sedal. A la leña o en sopa están ricas, suaves y de ‘carne’ muy blanca.

No miramos la hora, amanece y anochece, cazamos o pescamos, sol o lluvia

Así transcurre el día a día o el ‘no día a día’ (nadie echa cuenta de fecha u hora, sólo día y noche, caza o pesca, sol o lluvia y a veces ambos dos). ¿Qué preparamos para almorzar o cenar? ¿pillamos la canoa para bajar por el Calderón o le damos al machete para abrir el sendero e ir a por chantauros, bacabas, mangos, limones y plátanos? ¿dónde colocamos la hamaca? ¿En serio hay jaguares por aquí o me estáis vacilando?

Todo fluye fácil una vez adaptados a las incomodidades de la jungla.

Los mosquitos, la pesada humedad, las botas hundidas en el barro en las caminatas, las plantas de los pies aguijoneadas bajo la ley de la floresta son solo ese pequeño sacrificio que uno asume cuando decide hacer casi lo mismo que hacen sus amigos del lugar, ir a todos lados sin miedo.

Hay todo tipo de buques con pasajeros, la mayoría de ellos en hamacas porque es lo más barato.
Hay todo tipo de buques con pasajeros, la mayoría de ellos en hamacas porque es lo más barato.

Hay tanto mito, pero también tanta realidad, sobre los peligros de la selva que uno siempre espera a que los que conocen el entorno marquen la pauta. Así que si se bañan en un río en el que moran anacondas, caimanes y pirañas, porque así es, yo voy detrás; si vamos descalzos desde la canoa al poblado abandonado hace diez años de la secta de los israelitas allá que estos pies de leche abandonan sus botas.

Me baño en el río porque ellos lo hacen con normalidad, yo con mucho miedo 

Y salir por la noche a intentar cazar en los saladeros (abrevaderos naturales a los que acuden los animales a beber y comer en la noche) es toda una experiencia, bueno otra más. Magullado y arañado, pero feliz, llega uno al campamento y ayuda a los chicos a preparar la sopa del pescado del día y una ensalada de chantauro cocido (una especie selvática mitad patata mitad batata) con ajito y cebolla. Todos felices y a dormir a la hamaca mientras diluvia, de nuevo.

Sin billete de vuelta, por Balta
Sin billete de vuelta, por Balta
Share:
Published by

Baltasar Montaño

    Deja una respuesta

    Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *