LA EXTINCIÓN – Kanchanaburi, Tailandia. Supongo, y es sólo un suponer, que antiguamente el término extinción se usaba con menos frecuencia que en la actualidad, cuando nos estamos acostumbrando a enterarnos con triste frecuencia que se han extinguido, o corren el riesgo de hacerlo, muchos animales y plantas.
¡Rediós, ¿cómo podéis seguir tan panchos con vuestro ritmo sabiendo que ha desaparecido un sinfín de insectos?! Al ser conscientes de esa desastrosa extinción, ¿no sería más apropiado denominarla exterminio?
Pero tal barbarie no termina ahí, pues también se extinguen continuamente diferentes lenguas nativas y etnias que pasan a ser historia junto con sus milenarias culturas. ¿No os preocupa que vuestros bisnietos vivan en un mundo de mierda? ¿O que la humanidad acabe asimismo extinguiéndose?
A veces me pregunto si sois tontos o es que tenéis instinto suicida. Un día de estos me hartaré de vosotros los terráqueos y regresaré a mi planeta.
¡Uy, uy, uy, pero qué depresivo me he levantado hoy de la cama! La pura verdad es que solamente os quería mencionar un tipo de extinción concreta, la del frágil silencio que va desapareciendo a marchas forzadas ante el imparable e implacable avance que están llevando a cabo los ruidos en todos los frentes.
Es una jauría formada por motores, cláxones, portazos, frenazos, voces y gritos que arrasa con el silencio y la paz de los plácidos rincones de este mundo que todavía son de mi gusto. Imagino que quienes vivís en una ciudad (¿parecida a Mordor?) quizás seáis incapaces de notar ese cambio.
En mi caso, afortunadamente, he desarrollado la habilidad de adaptarme a ello sin enloquecer. Por ejemplo, aquí en Kanchanaburi he aceptado sin lloriquear que, en la orilla contraria del río Kwai, hayan montado una especie de discoteca a campo abierto en la que todos los días, diferentes grupos y cantantes, interpretan música en vivo que puede oírse por todo el vecindario. Es un espectáculo que empieza a media tarde y termina más o menos a las once de la noche.
Tengo que decir a su favor que los artistas son buenos profesionales y la música, aceptable. Aunque en manera alguna está a la altura de la que escucho mientras ceno en mi puesto callejero habitual; donde tengo a mis espaldas un bar en el que todos los días canta una mujer inglesa, que tiene una voz y un estilo parecidos a los de Janis Joplin.
Tales circunstancias me recuerdan el titulo (que no la trama) de la novela “Música constante” (“An equal music”) del gran escritor indio Vikram Seth, autor también de “Un buen partido” (“A suitable boy”), que es una divertida introducción a las usanzas indostanas.
RETAZOS DE KANCHANABURI – Entre la población de este barrio junto al río Kwai, hay muchas parejas, de avanzada edad, formadas por hombres occidentales y mujeres tailandesas. Así que no es de extrañar que se celebre la Navidad por todo lo grande, sin que falten las luces, los arbolitos decorados debidamente, los regalos y los niños (docenas de ellos) disfrazados de Papá Noel.
En la crónica de la semana anterior os mencionaba que mis baterías se recargaban al hallarme en lugares bonitos. Aquí, en la pensión Sugar Cane, me sucede así al tener continuamente frente a mí el precioso río Kwai, al que veo mientras escribo estas líneas sentado sobre la cama de mi cabaña.
Por supuesto, también le dedico toda mi atención durante las espectaculares puestas de sol, que contemplo sentado en un banco de madera revieja, que hay en el extremo del jardín y que se encuentra justo por encima de su cauce.
Curiosamente, y retomando la cuestión del ruido, me gusta ver pasar las ruidosas y esbeltas lanchas que pasean a los turistas. Claro que prefiero los momentos en que ninguna de ellas altera la paz y puedo centrarme en los tonos rosados del atardecer que se reflejan en el agua, en las islas flotantes que forman los lotos y en los lagartos monitor que nadan de un lado a otro.
Desde mi holgazana existencia rindo mi admiración a la recepcionista birmana que se halla al frente de esta pensión y que, en realidad, es su alma. Su jornada laboral empieza a las siete de la mañana, cuando llega en su motocicleta. Valga mencionar que a esa temprana hora ya habrá servido el desayuno a su familia. Entonces pone en marcha a las seis chicas que están bajo su mando y que duermen en un local adjunto.
Después de pasar todo el día al pie del cañón, la recepcionista termina de trabajar a las ocho de la tarde y regresa a casa. ¡Curra trece horas diarias, pero es que, además, lo hace los siete días de la semana! Una vez le pregunté si hacía vacaciones, y me replicó riendo que ya haría vacaciones cuando muriese.
Durante uno de mis paseos por el cementerio dedicado a quienes fallecieron en la Segunda Guerra Mundial construyendo el puente sobre el río Kwai, entre los cientos de tumbas hallé una que tenía el nombre de Homer Simpson. Aunque en este caso la víctima de la imbecilidad belicista se fue al otro barrio mucho antes de que naciese la serie de Los Simpson, pensé que a mucha gente le endilgan de por vida con unos apelativos que son parecidos a una pesada carga.
Después de permanecer medio año en la India y el Nepal, y a pesar de llevar ahora casi dos meses aquí en Tailandia, de vez en cuando aún se me escapa alguna palabra indostana, y los tailandeses me observan boquiabiertos al escuchar namasté, bhai (hermano), dhanyavaad (gracias) o Bholenath, que es uno de los ciento ocho nombres del dios Shiva. Más cómico todavía: a veces, al pedir “fry rice” (arroz frito) en un restaurante, digo “fry dal” (lentejas fritas, plato típico de la India).
PASO A PASO – Manaus, Amazonas, Brasil. 1988. Continúa de la crónica anterior. Manaus, la capital del Amazonas, tenía atractivos coloniales, como el impresionante Teatro de la Ópera, y también zonas antiguas. Pero su mayor encanto estaba en unos variopintos barrios cuyas casas de madera colgaban sobre la orilla del Río Negro. Completando la información acerca de aquella Manaus aislada en medio de la selva, diré que debía su riqueza al contrabando de todo lo imaginable, y al tráfico de blancas, de oro y cocaína.
Buscando una seguridad de la que la ciudad iba faltada, me hospedé en la buena Pensâo Sulista, evitando la posibilidad de que, como sucedía en residencias menos seguras, cualquier vecino reventase la puerta de mi habitación para robarme. Después, dando una mirada al periódico “A Crítica” comprobé que había docenas de agencias de viajes dedicadas al lucrativo negocio de llevar a los turistas al interior de la selva. Yo deseaba hacer una de esas excursiones pero, al conocer de sobra mis manías, no quería de ninguna manera encontrarme dentro de un grupo o, todavía menos, que me tomaran el pelo cobrándome un pastón.
Afortunadamente iba a funcionar de nuevo lo que denomino la conexión cósmica. Sucedió la tarde en que estaba plantado frente al Teatro de la Opera admirando su arquitectura y vi las oficinas de una de tantas agencias turísticas. Entonces la señora intuición me dio un toque como si me empujase a entrar en ella y entablase relación con Pedro, un argentino que conocía perfectamente la selva tras haber sido instructor de las fuerzas especiales brasileñas.
Poco después, mientras le contaba a Pedro cuáles eran mis deseos, la puerta se abrió dando paso a un hombre de unos sesenta años, pequeño, delgado, con un bigote fino sobre los labios, y de movimientos y hablar suaves. Se llamaba Baldomiro y antes de jubilarse había pasado los últimos treinta años trabajando como policía fluvial.
Pedro intercambió unas palabras con el recién llegado, y luego me dijo: “Creo que has encontrado a tu hombre, porque el señor Baldomiro, quien ha recorrido todos los rincones y ensenadas de estas aguas, tiene la intención de ascender por el Río Negro con su barca, y le iría de maravilla la compañía de alguien que corriese con los gastos”.
No tuve necesidad de pensarlo dos veces. El precio no era exagerado y yo sería el único pasajero. Sólo viajaría con nosotros la esposa del señor Baldomiro, que se encargaría de cocinar. Durante una semana navegaríamos por lugares a los que no iba un solo turista. “Trato hecho”, acepté encantado.
Por la tarde estuve haciendo las compras que creí necesarias: “maconha” (maría), tabaco, papel de liar, y poco más.
Sorpresas te da la vida: me crucé con Ramona y Sandy por la calle y pasé un rato charlando con ellas. Ramona me comentó: “Mi instinto, o llámale cómo quieras, sabía que andabas cerca y que hoy me iba a encontrar contigo”. Las dos chicas bávaras acababan de regresar de un viaje organizado por la selva, y me contaron: “Impresionante y bonito, pero todo muy montado y siempre metidas en un gran grupo de turistas”.
Nos despedimos teniendo la extraña convicción de que nos veríamos de nuevo en algún rincón de aquel inmenso continente. Continuará.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.