VAMOS A LA PLAYA, OH, OH, OH… – Langkawi, Malasia. En estos meses que he pasado en Cenang, he llevado a cabo diariamente el ritual de recorrer su playa.
Por la mañana, con la única compañía de los cuervos y las palomas que picotean entre las conchas de los moluscos, que en algunas partes cubren totalmente la arena. Y al atardecer, para contemplar las espectaculares puestas de sol que, con diferentes colores, tiñen unas nubes muy finas que parecen trazos de una acuarela.
Sin embargo, han sido contadas las ocasiones en que me haya bañado en esta playa, porque me desagrada tenerme que adentrar en sus aguas, una buena distancia, para que me cubran.
De nuevo tuvo que ser Gonzalo, el amigo gallego que reside aquí y dirige la pensión Home Sol, quien me llevara a una playa denominada Tanjung Rhu, que fue totalmente de mi gusto.
Me recogió una mañana en “mi” casa y, sin aclararme adonde íbamos, me dijo: “Tráete el bañador”. Después de circular por distintas carreteras, nos adentramos en pistas forestales, de arena, por las que pudimos avanzar gracias a ir en un 4×4.
Nos detuvimos bajo unos árboles y, tras andar un centenar de metros, llegamos a una playa en la que no había ni un alma.
Se hallaba al principio de una amplia ensenada que, por la derecha, penetraba en la zona de manglares más espectacular de la isla. A la izquierda estaba el mar abierto, y al frente, las junglas que cubrían la empinada orilla contraria de la ensenada.
Cuando di dos pasos apartándome de la playa, me hundí completamente en sus transparentes aguas esmeraldinas y pude empezar a nadar sintiéndome en la gloria. Permanecí un buen rato en remojo, hasta que mi viejo cuerpo, al perder temperatura, empezó a quejarse.
Siempre guiado por Gonzalo, la recuperé recorriendo la playa hasta donde la ensenada empezaba a serpentear entre los manglares.
De regreso hacia Pantai Cenang, completamos la excursión paseando por la Reserva Natural de Temurun, que rematamos con un baño de agua dulce en la cascada que caía desde un alto muro de roca.
EL PLÁSTICO – Al contrario de lo que sucede en otras playas del Sudeste Asiático, en Cenang es raro encontrar envoltorios o botellas de plástico. Dudo que tal milagro se deba a que los turistas de distintas nacionalidades que la visitan se preocupen por la ecología; supongo que debe de existir algún equipo de limpieza nocturno, como los hombres que barren las calles de la población durante el día.
De todos modos, me temo que en esta isla se produce gran cantidad de desperdicios, supuestamente reciclables, porque todo el mundo utiliza envases y recipientes de usar y tirar, que terminarán almacenados o quemados en los países pobres, como la basura que exporta Occidente.
Así sucede incluso en la mayoría de restaurantes, donde sirven las bebidas en vasos de plástico. Y no digamos cuando se trata de la comida y la bebida que la clientela se lleva a casa.
Sentado en el porche de mi vivienda, observo a los turistas que regresan a sus pensiones acarreando bolsas de plástico, atiborradas de envoltorios de ese material, o a los mensajeros de Grab que los reparten. ¡Qué pena!
PASO A PASO – Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior mientras yo ascendía por el curso del Amazonas en el barco Benjamín.
Cuando Lupa, la chica colombiana, me preguntó, “¿Y tú quién eres?”, por una vez no me apeteció hablar de mis correrías, y resumí:
“Soy un trotamundos compulsivo y he dedicado los últimos años exclusivamente a viajar. También soy adicto a las experiencias porque, con ellas, aprendo más que en los libros. Además me gusta colocarme y probar cuánto me apetece. Después de haber sido muy amante de la vida social, ahora estoy apreciando cada vez más la soledad”.
Cuando estuvo claro que había terminado con mi historia, tomó la palabra un hombre joven, feúcho, que con voz cascada dijo:
“Me llamo Julio y soy un peruano del Callao, donde crecí aprendiendo las leyes de la calle para sobrevivir. Siendo todavía un crío, me aficioné a las drogas. Pronto los derivados de la coca entraron a formar parte de la vida cotidiana. Pero, claro, los vicios cuestan su buena plata, y mi padre era un pobre currante que hasta se quejaba si le pedía cuatro soles para ir al cine.
Así que, viéndome obligado a buscarme la vida, empecé a trapichear. Práctica que, al funcionarme de maravilla, me evitó tener que trabajar. Siempre con un buen fajo de billetes en un bolsillo y una navaja en el otro, llegué a los veinte años convertido en un chulo de mucho cuidado dispuesto, en todo momento, a romperle la cara al primero que se me pusiese tonto.
Hasta que un día me encontré metido en una trifulca entre hampones en la que mataron a puñaladas a un buen colega. Entonces decidí que había llegado la hora de cambiar de vida y de domicilio si no quería terminar mal.
Empaqueté cuatro cosas, subí a un autobús que se dirigía a Iquitos, y dos días más tarde me enrolaba como marinero en un barco peruano, en el que conocí a Pedro”, concluyó Julio señalando a su amigo Pedro.
Pedro era un joven de aspecto muy distinto a Julio. Tanto su rostro como su labia eran delicados y suaves, y cuando empezó a hablar lo hizo así:
“Yo soy de Lima, donde mi padre, un comerciante adinerado, esperaba que estudiara en la universidad y me convirtiera en un hombre de bien. Supongo que habría ocurrido así de haber sido él más tolerante y de haber tenido yo un poco más de paciencia. En la época que yo rondaba los diecisiete años, salíamos a bronca diaria y terminé harto de aquel plan de vida.
Una mañana, cuando se suponía que me dirigía al instituto, desaparecí del mapa. Yo, que a esa edad era un crío cándido, y a diferencia de Julio poco sabía de la vida, me alisté al Ejército Peruano sin tener ni remota idea de donde me metía.
Después de algunas semanas de entrenamiento, nos mandaron a la sierra, o sea a los Andes, a cuatro mil metros de altitud, con un frío terrible. Sirva de ejemplo que, mientras el sol te calentaba por delante, se formaba escarcha donde caía tu sombra.
Si estábamos allí arriba era para enfrentarnos a los guerrilleros de Sendero Luminoso, a quienes, por supuesto, nunca encontrábamos. Las órdenes que recibíamos eran claras: teníamos que disparar sobre cualquiera que saliese corriendo.
Debido a que nuestra presencia provocaba el pánico general, esto sucedía frecuentemente, y cuando llegábamos a una aldea todo el mundo huía. Muchas veces llevábamos a cabo auténticas matanzas. A continuación, antes de que llegasen reporteros que pudieran denunciar nuestras atrocidades, debíamos esconder el montón de cadáveres.
También nos encargábamos de cachear a la gente que pudiese llevar correos y entregarlos a los oficiales. Los carteros, que generalmente eran niñas o chicas, las haríamos desaparecer después de tenerlas varios días atadas sobre una cama.
Buscando armas, poníamos patas arriba cualquier casa o granja. Si hallábamos la dinamita que ellos usaban para deshacer el granizo que les quemaba las cosechas, de nuevo entregábamos a los pobres campesinos para que los oficiales los hiciesen desaparecer sin más historias.
He visto como mataban a docenas de ellos. He sido testigo de la macabra ceremonia de obligar a un tío a cavar su propia fosa, para después empujarlo dentro y dispararle en el vientre dejándolo morir lenta y dolorosamente. Asesinaron a un prisionero para quedarse con el dinero que tenía, etcétera, etcétera. Hacían desaparecer asimismo a los soldados que intentaban desertar.
No dormíamos más de tres horas seguidas, y siempre nos despertaban con una alarma. Mucho tiempo después de licenciarme, aún tenía pesadillas todas las noches. Fue una locura de la que me arrepiento cada día.
Una noche, los de Sendero Luminoso se cargaron a cuatro muchachos que habían estado conmigo en la misma compañía. Aquellos desgraciados tomaban una cerveza en un bar de Lima cuando, de pronto, volaron por los aires. Al enterarme de lo sucedido, me asusté, salí por piernas y llegué al Amazonas, donde me enrolé como marinero.
Allí conocí a mi mejor y único amigo Julio. Durante muchos meses estuvimos ahorrando con la idea de dar la vuelta al mundo. Pero cuando empezamos nuestro viaje y fuimos hasta Manaus, cuatro días más tarde alguien reventó la puerta de la habitación que ocupábamos en una pensión barata y nos robó cuánto teníamos. Ahora estamos regresando a Iquitos gracias a la caridad del capitán de este barco, a quien pagaremos el trayecto dándole lo único que nos queda: nuestras hamacas y los sacos de dormir”.
El tenebroso relato de Pedro dejó en silencio a los oyentes. Resultaba difícil imaginar a aquel hombre de buenos modales, que no fumaba ni tomaba drogas, metido en tan sangrientas acciones. Continuará.
MIRA LO QUE VEO – Esta última semana he estado viendo algunos clásicos cinematográficos en los que actuó el gran Humphrey Bogart. “El bosque petrificado” que dirigió Archie Mayo en 1936, en el que Bogart todavía era un actor secundario y los papeles principales corrían a cargo de unos jovencitos Leslie Howard y Betty Davis. “En un lugar solitario”, que dirigió Nicholas Ray en 1950. “Sin conciencia”, dirigida por Raoul Walsh en 1951. Y “El cuarto poder”, que dirigió Richard Brooks en 1952. Anoche completé esta serie de asignaturas pendientes con la película de John Huston “Vidas rebeldes”, en la que Clark Gable, Marilyn Monroe, Eli Walach y Montgomery Clift dieron lo mejor de sí mismos.
MIRA LO QUE LEO – Mi admiración por Haruki Murakami aumentó recientemente un poco más, si cabe, cuando leí su recopilación de relatos titulada “Sauce ciego, mujer dormida”. ¡La imaginación al poder!
MIRA LO QUE OS PREGUNTO – Si, según dicen, en el momento de fallecer vemos cómo ha sido nuestra vida, ¿no es así que nos llevaríamos un buen chasco si comprobásemos cuánto tiempo habíamos malgastado plantados frente a un espejo?
Emociones contradictorias: ¿Acaso no te fastidia que no te inviten a una fiesta a la que en realidad no deseabas ir?
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.