¡HASTA LA PRÓXIMA! – Langkawi, Malasia. Llegó de nuevo el momento de empaquetar el equipaje y salir volando hacia otras tierras. Tal como hago habitualmente en estos casos, celebré mi ceremonia personal de despedida de esta isla, en que he residido tres meses, y a la que sé que regresaré.
Las luces y colores de la última puesta de sol en la playa de Cenang superaron, si cabe, a los que había gozado todas las tardes. También fue de mis gusto la calma y el silencio que reinaba en el jardín de “mi” casa mientras, de mañanita, tomaba el último chai y fumaba el ultimo bidi.
Mi anfitrión, el bueno de Wan, me llevó al cercano aeropuerto, donde, gracias a sus pequeñas dimensiones y limitado número de vuelos, también me sentí a gusto mientras me solventaban los trámites burocráticos, sin hacer colas ni tener que esperar.
¡Lo nunca visto! El avión de la compañía IndiGo partió con antelación a la hora prevista. Una de mis distracciones en Cenang era ver los aviones que, ya fuese al despegar o aterrizar, pasaban a poca altura sobre la playa al llegar o alejarse por el mar. En esta ocasión, en cuanto mi avión salió volando, pegué la nariz a la ventanilla para contemplar, a vista de pájaro, la playa y los islotes de su bahía.
Es un ritual que repito cada vez que voy desde Kuala Lumpur hacia la India o Nepal, pues la costa occidental de Malasia, bañada por el Mar de Andamán, me parece maravillosa porque está plagada de islitas e islotes que, cubiertos de jungla, asemejan burbujas verdes. Sin embargo, en esta ocasión mi entretenimiento se vio pronto interrumpido debido a la aparición en escena de un manto de nubes.
Lo que hice a partir de entonces fue rememorar algunos detalles y experiencias de Langkawi que quería asentar debidamente en mi volátil memoria. Aquí van unos ejemplos.
La excursión con la que el amigo gallego me paseó por una carretera de la costa que me permitió contemplar una atractiva colección de bahías salteadas de islotes. Fue uno de esos satisfactorios recorridos que restan importancia al destino final. De todos modos, éste no me decepcionó.
Tras adentrarnos por una solitaria carreta forestal, poco después llegamos frente a un impresionante muro de roca, alto y vertical, a cuyos pies se hallaba el templo budista tailandés de Wat Tham Kisap en el que había esculturas de los dioses hindúes. Era un lugar ideal de retiro en el que imperaba la paz y el silencio. Unos pocos monjes y una docena de perros nos dieron la bienvenida. Me dediqué a deambular entre unos jardines que completaban tan delicado entorno y que, a veces, colgaban desde el muro de roca.
En Langkawi, la suerte estuvo conmigo porque, con el cambio de estación, cuando el calor suele aumentar de forma apoteósica, y probablemente habría las habituales restricciones en el servicio de agua, cayeron a diario sustanciales chubascos aportando agradables temperaturas.
Una de mis aficiones era observar las nubes tormentosas y calcular cuánto tardaría en llover para ver, por ejemplo, si me daba tiempo a recorrer los cuatro kilómetros que distaba la tienda donde compraba la fruta.
Con la llegada de la primavera aparecieron pájaros de distintas razas que, con sus cantos y colores, completaron el decorado de los jardines. Junto al barrio en que me hospedaba, había un establecimiento denominado Ecomuseo Vivo. Ocupaba una gran extensión de terreno y estaba dedicado a todo lo relacionado con el cultivo tradicional de arroz.
Además de las desgranadoras y otros aparatos que se habrían usado durante muchos siglos, también se habían construido algunas cabañas y barracones típicos, con terrazas y galerías, que se encontraban rodeados de cuidados jardines. Tampoco faltaban auténticos arrozales con sus pertinentes espantapájaros; aunque éstos no parecían asustar a las docenas de pájaros y aves zancudas que se juntaban allí.
A pesar de ser un lugar ideal para pasear, el número de turistas que lo visitaban era muy limitado. Por el contrario, las parejas malayas de recién casados acudían allí para fotografiarse en tan perfecto entorno luciendo sus elegantes vestimentas tradicionales.
Cerré el baúl de los recuerdos cuando se abrió el manto de nubes sobre el que estuvimos volando, poco antes de aterrizar en el moderno aeropuerto Kempegowda de Bengaluru, al sur de la India.
Tras pasar los trámites de inmigración sin tener que hacer cola, embarqué en el siguiente avión para dirigirme a Delhi. En esta ocasión, las dos horas y pico de recorrido fueron inmejorables, ya que volamos junto a unas nubes gordinflonas, que creaban obras de arte comparables a grandiosas formaciones de algodón y a veces tenían la apariencia de castillos (en el aire); me recordaron a las que se ven frecuentemente en Laos.
En cuanto a las tierras que sobrevolábamos no pude evitar compararlas, por su color pajizo, con el perenne verdor de Malasia.
PASO A PASO – Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior, mientras ascendía por el curso del Amazonas en el barco Benjamín. En todo aquel largo viaje, sólo hicimos una parada en un lugar que tenía varias calles y era parecido a un pueblo. El Benjamín abrió de par en par las compuertas de sus bodegas para recibir a toda una población dispuesta a adquirir cuánto contenían.
Al enterarme de que pasaríamos varias horas allí, decidí saltarme la repetitiva dieta de “feijao” y, poniendo por primera vez los pies en tierra, recorrí el simple bazar por una calle embarrada. Poco después me sentaba en la única mesa de un chiringuito donde servían pescado frito acompañado de mandioca. También aproveché para regresar al barco con un par de barras de pan y varias papayas y aguacates, que más adelante saborearía gustosamente.
En aquel pueblo, el Benjamín embarcó a un nuevo pasajero. Era un hombre viejo, charlatán y bromista que, en cuanto logró un poco de audiencia alrededor de la gran mesa comunal, nos contó:
“Muchas de las tribus que habitan dentro de la selva son tan desconfiadas como peligrosas. Si deseas entrar en contacto con ellas y sobrevivir, debes seguir unas reglas de comportamiento determinadas que incluyen, pongamos por caso, dejar que ellos, siempre invisibles dentro de la espesura, te sigan sin demostrarles que te estás cagando de miedo.
Yo lo hice de esta forma hasta que, al llegar frente a una playa, salieron de pronto por todos lados rodeándome. Me apuntaban con sus lanzas y flechas. Sabía que cualquier movimiento equivocado me podría costar la vida. Así que, muy lentamente, levanté la mano, la llevé hasta mi cabeza, agarré el cabello y…”.
Acompañando su explicación con la práctica, el viejo se sacó el tupé artificial con el que cubría su calva cabeza, y provocó las carcajadas de los presentes antes de continuar explicando:
“Los indios se quedaron atónitos porque no habían visto nunca una peluca o una calva. Pero yo aún les tenía preparadas otras sorpresas. A continuación me quité la dentadura postiza”. Otra acción con la que logró los aplausos del auditorio. “Y terminé…”, y ahí logró dejarnos boquiabiertos, “quitándome este ojo de cristal. A partir de entonces me trataron con gran respeto, y me invitaron a pasar varios días entre ellos”.
Cuando el viejo terminó de narrarnos su insólita aventura, el pausado biólogo inglés Simón tomó la palabra para contar:
“En Nueva Guinea hay una tribu en la que sus gentes tienen la más horrenda de las costumbres. Es una especie de ceremonia con la que deben de hacer amistad con un forastero y ganar su confianza. Después de conseguir esto, lo invitan a comer y le agasajan como a un rey.
El último acto de este drama es un poco sangriento, y no es recomendable para personas sensibles, porque a continuación matarán a su nuevo amigo por la espalda, le cortarán la cabeza, y la colgarán en la entrada de su cabaña mostrándola con orgullo, porque consideran tan bajo acto como una heroicidad.
Y sucedió que, en los tiempos modernos, un día llegaron a esa tribu unos misioneros que intentaban convertirlos al cristianismo. Aquellas gentes escucharon con mucho interés todo lo que les contaron acerca de la vida y la muerte de Jesús, y opinaron inmediatamente que el héroe de la historia era, ni más ni menos, que Judas”. Continuará.
MIRA LO QUE LEO – El autor inglés Wilkie Collins me encandila un poco más con cada nueva novela suya que leo, en las que sus curiosas tramas armonizan con unos insólitos personajes que él define perfectamente. Me sucedió así con “La pobre señorita Finch”, y también con “El hotel encantado”, “El secreto de Sarah” y “La reina del mal”.
En la novela de Henning Mankell, “El retorno del profesor de baile”, aparece un viejo reviejo que me plagia diciendo: “Ni hablo ni escucho lo que me dicen los demás”.
Y en la novela “Sputnik mi amor” de Haruki Murakami, se dice: “Lo que importa no son las grandes ideas de los otros, sino las pequeñas cosas que se te ocurren a ti”.
MIRA LO QUE PIENSO – La decadencia de la vejez no afecta a mi imaginación; y ésta me echa una mano cuando no entiendo algo y me siento perdido.
Al realizar tareas domésticas siempre sigo un protocolo que me evita tener que pensar y correr el riesgo de olvidar.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.