VASCO DE GAMA EXPRESS – Goa, India. Los días que pasé en la ciudad de Hospet, en el estado de Karnataka, me acostumbré a beber el chai de la puesta de sol en una cafetería que solamente servían productos biológicos; era un poco más cara que otras cafeterías, pero valía la pena porque el té era de primera calidad e incluía dos de mis especias predilectas: cardamomo y clavo.
Mientras daba placer al paladar sorbiendo ruidosamente como hace todo el mundo en Asia, levantaba la mirada para contemplar a los grandes murciélagos frugívoros que salían de marcha a esa hora.
Una tarde recordé cierta isla malaya del Mar de la China Meridional, en la que había cientos de estos mamíferos (a los que los ingleses llaman zorras voladoras), que con la llegada del ocaso se dirigían a tierra firme en busca de fruta y agua dulce.
Automáticamente pensé en el recorrido que había hecho durante las últimas semanas partiendo precisamente de las costas de ese mismo mar, cuando había viajado hacia poniente cruzando en avión la península malaya y luego el Mar de Andaman, hasta Chennai, antes de venir a Hospet en tren.
Me planteé que podría completar este improvisado periplo llegando hasta la costa de Goa, en el Mar de Arabia, así aprovecharía para visitar esa antigua colonia portuguesa de la India, en la que no había puesto los pies desde hacía más de tres décadas. Sin embargo, adonde no iría es a ninguna de sus famosas playas, como hiciera en las otras ocasiones porque, aparte de ser auténticos guetos para turistas, serían demasiado caras para mi mísero presupuesto.
La mañana siguiente me presenté en la pequeña y tranquila estación de ferrocarriles de Hospet, donde, sin tener que hacer colas ni recibir empujones, un amable funcionario me informó que había un tren llamado Vasco de Gama Express que partía a las seis y cuarto de la mañana y llegaba a Goa a las tres y media de la tarde. El mismo hombre me consiguió una reserva en clase 3, con a/c y litera (1.105 rupias. Euro: 89 rupias), para dos días después.
Regresé a mi hotel sintiéndome muy satisfecho al no haber tenido que pasar por las manos de alguno de los intermediarios que te cobran un montón de rupias por las reservas de última hora. Echando una mirada al largo recorrido que hacía el Vasco de Gama Express comprobé que partía de Calcuta (Kolkata).
Aunque di por sentado que vendría con algún retraso, decidí presentarme en la estación de ferrocarriles a la hora indicada. Al llegar me informaron que, por el momento, la demora era de cuatro horas.
Acostumbrado a los descontroles de los ferrocarriles indios, me dirigí sin inmutarme a la sala de espera, donde me alegró comprobar que estaba completamente vacía, que disponía de confortables sofás y de a/c. Tomé asiento y estuve leyendo la interesante novela de Eduardo Mendoza, Riña de Gatos, Madrid 1936. Un par de horas más tarde salí a tomar un chai y me reí cuando me informaron que el retraso del Vasco de Gama Express había aumentado a siete horas.
Habituado como estoy a pasar muchas horas en las estaciones y los aeropuertos, tampoco el nuevo retraso me preocupó; lo que sí me mosqueó es que, en vez de llegar a mi destino por la tarde, lo haría pasada la medianoche.
El Vasco de Gama Express apareció a las dos y media de la tarde, con ocho horas de retraso. Debido a la larga longitud de los trenes indios, que pueden tener más de veinte vagones, en los andenes de las estaciones indican dónde parará el tuyo; de otra manera difícilmente conseguirías subir a él antes de que el convoy se pusiese de nuevo en marcha.
Normalmente un tren expreso se limita a parar en contadas estaciones; aunque así lo hizo el mío, su velocidad era exageradamente lenta. La parte positiva es que me permitió gozar de unos paisajes regados por los monzones que, en Karnataka, eran de infinitas llanuras dedicadas al cultivo y, ya en Goa, de pura jungla.
Debido al retraso del tren pasamos bajo unas espectaculares cascadas que no pude ver porque ya había anochecido. Unos currantes encargados de la limpieza recorrían de vez en cuando el vagón barriendo los desperdicios que la gente había tirado al suelo, pero luego lo arrojaban todo a las vías.
Aunque mi tique era hasta Vasco de Gama, cerca ya de la medianoche descendí del tren al llegar a Margao, ciudad que conocía de anteriores viajes y sabía que se encontraba en la costa. Como sería de esperar a tan intempestiva hora, el taxista me cobró la cuota el plus de nocturnidad por recorrer los siete kilómetros hasta Cola, la playa más cercana. Empeorando las cosas, acabé instalado en un hotel en el que compartí la cama con un sinfín de insectos.
Como prueba de lo majara que estoy, os diré que me divertí mucho con estos inconvenientes. De todos modos, al comprobar por la mañana que Cola no era lugar de mi gusto y que, además, los precios eran bastante caros, escuché el consejo de un indio con el que conversé mientras tomábamos un chai y partí inmediatamente hacia la playa que me recomendó: Palolem. Seguiremos informando.
PASO A PASO – Omkareshwar, Madhya Pradesh, India, otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. Terminé mis reflexiones cuando el tren en que había viajado desde Udaipur se detuvo por enésima vez. Al asomarme por la ventanilla esperando ver otro andén diminuto y desconocido, me encontré leyendo Omkareshwar Road en el obligado gran cartel amarillo que hay en todas las estaciones y me apresuré a descender de aquel vagón que ocupaba en exclusiva. El sol caía a plomo sobre mi cabeza y empecé a sudar casi antes de ponerme a andar. A mi alrededor no había un alma. Junto a los muros de la pequeña estación descubrí la carretera que venía de Indore.
Al poner los pies sobre ésta me crucé con un labriego que iba acompañado de un asno enclenque. Al preguntarle dónde quedaba Omkareshwar, me dijo por señas que le siguiese. Marchando hacia oriente, cien metros después llegamos a un cruce del que, en diagonal, partía una pequeña carretera hacia la izquierda. Levantando la mano, mi improvisado guía dijo: “Omkareshwar, baarah kilomiter”.
No necesité pensar demasiado para decidir que bajo aquel tórrido sol no estaba dispuesto a andar ni quinientos metros y menos todavía doce kilómetros. Busqué refugio en un chiringuito en el que servían chai y refrescos, donde pedí un “nimbu pani”. Mientras saboreaba el restaurador zumo de limón mezclado con sal y azúcar me limité a esperar que apareciera algún tipo de transporte.
Empezaba a preocuparme la pequeña pero dolorosa infección de mi pie izquierdo, que no parecía menguar a pesar de haberme calzado con unas sandalias. Además, como si el cosmos quisiera advertirme que habían llegado los malos tiempos, un clavo se coló entre mi nuevo calzado y el pie cuando me dirigía a la estación de Udaipur y mi propio peso se encargó de clavármelo en el talón. Afortunadamente, el agresor era de brillante y limpio acero y la herida, aparte de aparatosa, no parecía dramática.
Cuando estaba echando las últimas caladas de un humeante bidi apareció un autobús levantando polvareda y soltando bocinazos. Los kilómetros que restaban hasta Omkareshwar los hicimos por una estrecha carretera cubierta por los árboles que la bordeaban. Se hacía difícil averiguar la cantidad de baches que habría por metro cuadrado. De nuevo, como era habitual, al entrar en la estación el conductor del autobús dio gas mientras hacía sonar el claxon.
La primera impresión que tuve de Omkareshwar fue pobre. Un gran árbol baniano se encargaba de dar sombra a un par de autobuses. La carretera se convertía en una calle que, después de pasar frente a una diminuta oficina de correos, ascendía por un pequeño y solitario bazar. La tierra era árida y de aspecto estéril, algo que no era de extrañar si durante el resto del año también sufrían el bochorno que caía en aquellos momentos. Por el lado izquierdo, el terreno trepaba por una colina rocosa y, por la derecha, descendía hasta una llanura en la que había media docena de grandes árboles, entre los que pastaba un rebaño de vacas.
Decidido a no permanecer más rato del necesario bajo aquel achicharrante sol, me dirigí al bazar notando, asustado, el dolor bajo el pie izquierdo. La calle empezó a descender después de pasar frente a la que era la única oficina bancaria. Estaba bordeada constantemente de diferentes comercios dedicados, sobre todo, a la venta de material religioso: polvos de los colores sagrados, imágenes y estatuas de dioses y gurús importantes, botellas para recoger agua del río Narmada, collares y “malas” (guirnaldas) hechos con las semillas del “rúdrax”, y también libros inmensos.
Cuando el camino asfaltado dio un giro hacia la izquierda empecé a ver algunos edificios antiguos y las cúpulas de piedra de diferentes templos. A mi derecha nacían unas escalinatas que bajaban hasta los ghats (la traducción más cercana sería peldaños) que había junto al río Narmada, que fluía perezosamente por el fondo de un profundo cañón, tras el que se hallaba Omkareshwar: la isla con la forma de Om. Se podía llegar a ésta cruzando un puente peatonal, exageradamente feo, en el que estaban parapetados docenas de macacos; o usando las pesadas barcazas que los barqueros movían con grandes remos y alquilaban por precios moderados.
Justo donde empezaba el puente había una dharamsala (pensión para peregrinos) de fantasiosa arquitectura, en la que alquilé una habitación. Me maravilló el precio, ocho rupias. Mientras me sorprendía del inexistente mobiliario, pues no había ni tan siquiera un camastro, sólo las cuatro paredes de cemento pintado de blanco. Pensando ya en la noche, desenrollé la colchoneta y el saco de dormir y, a su lado, dejé la bolsa sin decidirme a esparcir su contenido por el áspero suelo.
De regreso al bazar busqué un lugar para comer. Aparte de tener pocas opciones, las tres tristes dhabas (restaurante típico) que había, no prometían nada del otro mundo. En esa ocasión lo había adivinado correctamente, ya que el único problema de aquel milenario lugar sagrado tenía que ver con la alimentación, pues estaba compuesto esencialmente por áshrams, templos y dharamsalas en los que los monjes o los peregrinos cocinaban sus propias comidas. Tal ecosistema, claro, hacía difícil la existencia de buenos restaurantes.
Comprobaba tales supuestos mientras comía unas miserables lentejas acompañadas de unos chapatis que se hallaban en armonía, cuando, de pronto, el bochorno reinante desapareció de escena con la llegada de una tormenta acompañada de relámpagos y truenos. El cielo oscureció en un instante, el polvo de la calle empezó a correr de un lado a otro llevado por un vendaval que sacudía las ramas de los árboles, los monos del puente salieron corriendo en busca de refugio y el poco concurrido bazar quedó completamente desierto.
Entonces empezó a caer agua a toneladas y en pocos minutos la calle se convirtió en un lodazal. El agua, que saltaba por doquier, trajo a mi mente una imagen terrorífica al recordar que en mi habitación y a diferentes niveles había dos agujeros, uno junto a la puerta y el otro en la pared opuesta, a nivel del suelo. ¡Su razón de ser sólo podría deberse a permitir la entrada y salida del agua! ¡Agua que muy bien podría llegar desde la azotea a la que daba la puerta!”.
Crucé la calle corriendo y, olvidándome del dolor de mi pie, salté de charco en charco, entré por el portal de la dharamsala y subí los escalones de las escaleras de tres en tres. Cuando abrí la puerta de mi habitación me encontré que el cauce de agua cubría la mitad del suelo, exactamente la parte en que no había dejado mis pertenencias.
Una hora más tarde había cambiado de residencia. El edificio de la nueva dharamsala no tenía ningún atractivo, pero las habitaciones, aparte de incluir cosas imprescindibles como un armario empotrado, un gran ventilador de cinco velocidades en el techo y un camastro con una confortable colchoneta, daban a una amplia terraza desde la que, a vista de pájaro, se gozaba una buena panorámica de la isla, del río y de los ghats.
Rizando el rizo, el precio era de cinco rupias diarias, o sea el ideal para poner orden en el presupuesto. Continuará.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.
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