La crónica cósmica. Tan “guapo” como Harpo Marx

NEPALIDADES – Chitwán, Nepal. Al atardecer, y después de dedicar un rato a la reflexión con la mirada puesta en el techo de mi cabaña, abro la bolsa de lama budista que adquirí en Laos (¿o era en Tailandia?) hace cinco años, introduzco en ella el chal, el tablero de backgammon de paño que el amigo valenciano me compró en Londres, la bolsita marroquí de cuero con el costo y todo lo necesario para liar porros, y me dirijo a la casa de mi amigo ruso el señor Tolstoi, que está casado con una chica local.

Como todos los días, le encuentro enzarzado en discusiones políticas que lleva a cabo a través de internet con rusos que residen en otros países. Aparte de tener mucha cultura y más memoria que un elefante, es un gran provocador y los fórums en los que participa reciben miles de visitas en pocas horas.

Mi amigo ruso, que regresó al Nepal poco antes de que cerrasen las fronteras de su país, opina que, durante los últimos meses, a los rusos les han hecho un sistemático lavado de coco provocando su nacionalismo y el odio hacia Ucrania y Europa.

El señor Tolstoi y yo regamos nuestras partidas de backgammon con varios litros de té negro al estilo ruso y, de vez en cuando (sólo de vez en cuando… ¡ja!), le añadimos un poco de vodka, aunque yo prefiero el ron porque se hace mejor pareja con el té. Esta bebida, claro, acaba provocándome unas urgentes ganas de mear.

Lo primero que hago al despedirme de mi amigo es cruzar a toda prisa la carreterita que pasa ante el patio de su casa y adentrarme en el bosque que hay enfrente, donde hago una larguísima y placentera meada a la vez que compruebo que mi próstata sigue funcionando de maravilla.

Sin embargo, ayer las cosas se complicaron porque, al meterme bajo los árboles, casi me di de bruces con el aparatoso trasero de un rinoceronte que había decidido pastar allí y tuve que buscar otro rincón para “hacer mis necesidades” mirando sobre el hombro para asegurarme de que aquel paquidermo de dos toneladas no viniese a por mí.

El señor Tolstoi mantiene una buena relación con su padre, con quien charla frecuentemente y se ven las caras por Skype. Anteayer, cuando aquí en Sauraha habíamos tenido veintiséis grados centígrados, con nueve de mínima por la noche, nos dejó “helados” al escucharle que, en su ciudad, la histórica Kostromá, estaban a treinta y dos grados bajo cero.

Pensé automáticamente en los soldados rusos y ucranianos que las estarían pasando canutas en las trincheras y se cagarían en la perra sarnosa que había parido al desquiciado que corta el bacalao en el Kremlin.

Esta semana se ha celebrado el aniversario del rey Prithvi Narayan Shah, el que unificó Nepal en el año 1768. El 15 de enero también hubo otra festividad, la del Maghi, el antiguo año nuevo de los Tharu, etnia india de Rajastán que emigró a las llanuras nepalesas del Terai durante la invasión de los mogoles musulmanes.

Sin embargo, y al contrario de lo que sucede normalmente con las migraciones, en esa ocasión los emigrantes no fueron cuatro desarrapados hambrientos, sino unas princesas y sus hijas acompañadas del obligado séquito, a las que protegía un pequeño ejército de caballeros.

La familia con la que siempre he convivido aquí en Sauraha, así como la mayoría de mis amigos locales, pertenecen a la etnia Tharu. Me gusta su tolerante faceta del hinduismo, me gusta su simpatía y su amabilidad, me gusta el color cobrizo de su piel, me gustan las prendas tradicionales de sus mujeres, que me recuerdan a las de algunas tribus africanas, y, más importante, me gusta su especiada comida, que es mayormente vegetariana e incluye mucha clorofila y algunas verduras y tubérculos autóctonos, que en esta casa provienen del huerto familiar, como también sucede con el arroz, que cultivaron en verano en los mismos campos en que ahora crece la mostaza.

Sí, mi amor por Sauraha tiene mucho que ver con el placer del paladar y la satisfacción del estómago, porque ni tan siquiera llegué a hastiarme de la comida tharu el año en que permanecí aquí durante el confinamiento del COVID.

Cuando recientemente estuve en la India me sucedió algo insólito, pues perdí el apetito como si me hubiese hartado de su cocina, a pesar de que había sido mi predilecta durante varias décadas. Al mediodía aún era capaz de comer algo, pero muchas noches me contentaba con un vaso de leche.

Era un hecho preocupante porque mi simple y casi monacal vida se alteraría de mala manera si no gozaba de la comida. Y cuál no sería mi alegría cuando recuperé el apetito con tan solo cruzar la frontera de Sonauli y regresar al Nepal. “Póngame un dal bhat, por favor”.

Según el censo oficial de 2011, la población nepalí se distribuía entre 122 castas y grupos étnicos: 63 pueblos indígenas y 59 castas, incluyendo 15 castas Dalit (intocables). De los 30 millones de habitantes que tiene el Nepal, 4.054.649 son adultos analfabetos.

Existe una etnia nómada llamada Raute que reside sobre todo en las junglas nepalesas de Karnali. Sus hábitos son muy respetuosos con la naturaleza y cambian los campamentos de sitio dependiendo de la estación para evitar la deforestación.

En lo que ya no funcionan tan bien es en una cuestión tan determinante como la maternidad, pues la mitad de los niños muere en la infancia porque, a), las madres no van a parir en los hospitales, y b), muchas mujeres son alcohólicas y ni tan siquiera dejan de beber durante el embarazo.

PASO A PASO – Cachemira, norte de la India, verano de 1987. La mezquita Jami Masjid era uno de los escasos rincones con encanto de la poco atractiva Srinagar. Se hallaba en un gran edificio de madera, cuadrado, de estilo himalayo y sin el mínimo toque arábigo, y tenía cuatro minaretes y un hermoso jardín en el centro. En su interior, trescientas veinte columnas de seis metros de altura procedentes de árboles de grandes dimensiones, sostenían la elevada bóveda artesonada. En sus varias docenas de ventanas una multitud de palomas se encargaban de dar ambiente y vida al lugar, además de llenarlo de porquería.

Durante una de mis excursiones por Srinagar entablé conversación con un cachemir que me rogó humildemente que aceptara comer en su casa. Me pareció de maravilla y quedamos citados para el día siguiente en el mismo lugar.

Que me entregase una tarjeta de visita con su dirección no me sorprendió, pues muchos indios lo hacían habitualmente, pero cuando al día siguiente me vino a buscar con un lujoso automóvil Contessa, conducido por su chófer, y poco después llegamos frente a la dirección señalada y vi la inmensa, moderna y amurallada vivienda, que sólo podría pertenecer a un multimillonario, entonces sí me quedé atónito.

Ya en el interior, y mientras el amable propietario me mostraba diferentes jardines y salones sin que nos cruzásemos con un alma, me contó que la casa tenía dieciocho habitaciones y un salón para setecientos invitados, y que él tocaba todos los negocios imaginables, incluido el del costo.

Más tarde, tras terminar de comer una buena colección de platos que nos trajeron silenciosamente varios sirvientes, el amo de la casa acabó de sorprenderme diciendo: “Si lo deseas podrías vivir aquí durante el tiempo que permanezcas en Srinagar”.

Tal invitación no llegó a convertirse realidad por dos razones: la primera, que la “chabola” se hallaba muy alejada del centro de la ciudad, y todavía más lejos del lago Dal; la segunda, que ya empezaba a soñar con ponerme de nuevo en ruta para llegar a Pahalgam, una localidad cercana a Srinagar que me habían recomendado.

Pahalgam se encontraba en un enclave precioso, a 2.740 metros de altitud, rodeado de prados y junto a un río de aguas cristalinas. Sin embargo, el pueblo era un ruidoso centro turístico formado, sobre todo, por feos hoteles, restaurantes, tiendas de recuerdos y un bazar impresentable, que no fue de mi gusto.

Así que lo atravesé sin detenerme y, guiado por el instinto del trotamundos, seguí por un sendero que descendía hasta el río, crucé sus dos lenguas por un par de estrechos puentes de madera, continué por un camino que ascendía a través de los prados admirando los densos bosques que nacían un poco más arriba y las cumbres de las blancas montañas que aparecían tras ellos, pasé bajo un frondoso abetal, y allí, aislado, solitario y maltrecho, encontré el encantador Hotel Woodland.

El lugar, que en el pasado habría conocido mejores tiempos, en aquellos momentos se caía a pedazos. Por el simpático precio de quince rupias conseguí una espaciosa habitación con grandes ventanales que daban al este y al sur.

Completando tan delicioso cóctel, el joven musulmán que ejercía de director, así como el cocinero, que no se cortaba por muy extraños que fuesen los encargos porque siempre acababa sirviendo lo que a él le apetecía, eran suaves y amables en armonía con la atmósfera de la casa.

Igual que los clientes, quienes, sin excepción, habían actuado como yo y llegado hasta allí huyendo del bullicio de Pahalgam sin asustarse por tener que andar un poco. Entre ellos había un reportero alemán freelance, bastante histérico y con aspecto de viajar continuamente, que había venido para hacer un reportaje de la peregrinación a la sagrada cueva de Amarnath.

Luego estaba un indio llamado Manhás, maestro de instituto, que ejercía en Jammu e intentaría continuamente emborracharme, a pesar de que yo pasaba milagrosamente del alcohol. También había un médico sij, que residía en Canadá, e iba acompañado de su esposa inglesa. Para terminar con la pequeña comunidad de turistas perezosos había un austríaco, tan “guapo” como Harpo Marx, que sufría la típica locura del viajero indio y no abría la boca ni para dar los buenos días.

En aquellos casi tres mil metros de altitud me encontré con algo que casi no recordaba: el frío. Se dejaba notar poco durante los días soleados, pero, en cuanto oscurecía, las temperaturas descendían y descendían hasta dar miedo. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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