La crónica cósmica. Un honorable silencio

UN CONCIERTO – Una tarde, mientras paseaba con el amigo riojano por las junglas de Chitwán, en el Nepal, me confesó que, a pesar de no ser precisamente un guaperas, siempre había tenido mucho éxito con las mujeres y era incapaz de recordar con cuántas había follado. Le dije que me sucedía lo mismo con los conciertos a los que había asistido, porque durante los años en que estuve haciendo programas musicales en la radio pocas eran las semanas en que no fuese gratuitamente a uno o dos.

De todos modos, igual que a él le ocurría con las mujeres, algunos conciertos me resultaron inolvidables, incluso para alguien con una memoria tan volátil como la mía, como el de Bob Marley, en la Plaza Monumental de Barcelona; el de King Crimson y Roxy Music, en el estadio de Sant Andreu, o el de Patty Smith y Robert Gordon, en el polideportivo de Badalona.

Otro realmente memorable fue el concierto de Manu Chao y su banda Radio Bemba, en La Factoría de Terrassa, donde además de bailar alocadamente durante gran parte de la noche la marchosa música ska que interpretaban, en un intermedio tuve la satisfacción de abrazar y felicitar a Manu Chao cuando me lo presentó un sobrino mío que era amigo suyo.

Manu Chao, antiguo líder del grupo Mano Negra y creador del fabuloso álbum Clandestino que se convirtió inmediatamente en un clásico, es uno de los pocos personajes famosos que me caen bien, porque en los revolucionarios textos de sus canciones da caña a los políticos corruptos, al capitalismo despiadado y al sistema social que da la espalda a los necesitados inmigrantes del Tercer Mundo.

Quiso la suerte que, a los pocos días de haber regresado yo de Lanzarote, Manu Chao hiciese un concierto nocturno al aire libre junto al precioso lago de Banyoles, y que la entrada costase solamente veinte euritos de nada: para asistir a la despedida de Joan Manuel Serrat en el Auditorio de los Jameos del Agua de Lanzarote se pagaban noventa euros, los tiques para asistir al concierto de los Rolling Stones en Madrid costaron entre cincuenta y doscientos ochenta euros, y Bob Dylan celebrará próximamente un concierto en su país en el que las entradas costarán más de mil dolorosos dólares.

Manu Chao, siguiendo con sus populares costumbres, la mañana del concierto interpretó algunas canciones con un grupo que tocaba en las calles de Banyoles. El concierto de aquella noche a orillas del lago fue acústico y, en el escenario, aparte de Manu Chao con su guitarra, solamente había otro guitarrista y un percusionista. Pero esto no fue óbice para que nos transmitiese alegría y marcha con sus nuevas canciones y que estuviésemos bailando todo el rato. Rizando ya el rizo, y al contrario que en los conciertos multitudinarios, el número de espectadores no superaba el millar. Mejor imposible.

UNA BURBUJA VERDE – Acerca del día antes de ese concierto tampoco me puedo quejar, pues celebré la “revetlla de Sant Joan” (la verbena de San Juan) con unos pocos amigos en una finca rural de La Garrotxa, la comarca montañosa y volcánica cercana a los Pirineos que se halla cubierta de unos bosques en los que reina una gran diversidad de árboles, plantas y fauna, como los ciervos corzos o los tejones que se dejaron ver. También había jabalíes en tal cantidad como para ser considerados una plaga. Tanto que, cuando los cazan sistemáticamente, los cazadores se limitan a avisar a una empresa que se encarga de recogerlos y exportarlos a países como Polonia, donde su carne es más apreciada.

En la casa que estuve había dos perros grandotes, un mastín del Pirineo y un grifón (que al olisquear o comer arrastraba sus aparatosas orejas por el suelo), que convivían pacíficamente con una gatita y con los dos gatitos que acababa de parir. En tan perfecto entorno reinaban el silencio, el aire limpio y fresco, y la especial energía de los lugares aislados; además, el agua llegaba desde un arroyo y la electricidad de unas placas fotovoltaicas, y en los prados de los alrededores pastaban felices vacas, caballos y asnos. Entre las bebidas que tomamos esa noche había una insólita cerveza artesanal sazonada con setas mágicas. A pesar de encontrarme entre buenos amigos, yo continué con mi creciente costumbre de guardar casi todo el rato “un honorable silencio”.

PASO A PASO – India septentrional, 1986. El autobús con el que el amigo californiano y yo partimos de Chandigarh de madrugada (continúa de la crónica anterior) tardó diez horas en recorrer los doscientos cincuenta kilómetros hasta Dharamsala. Pero al llegar allí descubrimos que aquella peregrinación todavía no había terminado porque nuestro destino, McLeod Ganj, la aldea donde residía el Dalai Lama, se encontraba a menos de diez kilómetros, pequeña distancia que tardamos en ascender casi una hora porque el autobús se detenía a recoger o dejar a algún pasajero cada veinte metros.

El lugar donde se hallaba el gobierno tibetano en el exilio, que recibía el nombre de un batallón escocés instalado allí durante la ocupación británica, se encontraba colgado a dos mil metros de altitud. Por debajo aparecía el vergel del Valle del Kangra, una maravilla natural orientada de oriente a poniente, que regaban docenas de arroyos de aguas transparentes. Éstos descendían de unas montañas permanentemente cubiertas de nieve que, cerrando el valle por el norte, asomaban sus terroríficas cumbres tras los bosques de las colinas cercanas.

Nos hospedamos en una pensión tibetana llamada, por supuesto, Kailash (el monte sagrado del Tíbet: ¡Free Tíbet!), desde la que gozábamos de unas vistas vertiginosas gracias a que el edificio de madera colgaba literalmente sobre unos profundos precipicios, y podíamos ver docenas de águilas, buitres, cuervos y demás pájaros jugando con el viento por debajo de nuestras ventanas.

Todos los occidentales que estaban un poco hartos de la locura india se relajaban en cuanto ponían los pies en McLeod Ganj, porque parecía el Tíbet, mientras la India se había quedado abajo, en Dharamsala. Además el comportamiento de los seguidores del Dalai Lama no tenía nada que ver con el de los indostanos y podríamos cruzar las dos calles del feo bazar de arriba hasta abajo sin que nadie tratase de engatusarnos.

La otra atracción local que seducía a los occidentales eran unos restaurantes en los que se servían todo tipo de comidas, panes y dulcería tibetanos e internacionales, exceptuando los de la cocina india. En tales establecimientos podían escucharse conversaciones en las que, invariablemente, se criticaba con dureza al país de mis amores: la India. Para conseguir la comida india que deseaba tuve que buscar por todos los rincones hasta dar con un chiringuito, sucio, pequeño y difícil de ver, dónde un pajari (montañés) cocinaba lentejas, alubias y otros platos del país para los conductores de autobuses y los empleados de la oficina de correos.

Pero las diferencias entre los restaurantes tibetanos y los indios no se limitaban al tipo de comida, ya que, para empezar, los primeros tenían habitualmente cortinas en las ventanas y manteles sobre las mesas, aparte de estufas que calentaran agradablemente el local, donde los clientes pasaban muchas horas debido a la lentitud de los servicios y a la diversidad del menú.

En los indostanos de cocina hindú, por el contrario, cualquier sofisticación brillaba por su ausencia, y la falta de confort, sumada a la rapidez del servicio junto con las limitadas ofertas, comportaba que el cliente se encontrase de nuevo en la calle a los diez minutos de haber entrado. Entonces yo me dirigiría a uno de los restaurantes tibetanos para pasar una hora tomando un delicioso postre acompañado de café o té, opciones que no tenía en el indostano.

En una de esas cafeterías tibetanas conocimos a un toledano que, tras aleccionarnos acerca del budismo y la vida de su admirado Dalai Lama, nos comentó que en una aldea cercana llamada Bhagsu Nag vivía una pareja valenciana que se disponía a partir dejando libre la casita que tenían alquilada por un precio irrisorio. Cuando el toledano se ofreció a guiarnos hasta allí, el amigo californiano y yo decidimos inmediatamente ir a echarle una mirada.

Además de la carretera que ascendía desde Dharamsala, en McLeod Ganj había otra muy estrecha que resultaba ideal para pasear porque, cosa extraña en aquellas tierras, era muy llana y no transitaba un solo vehículo por ella, debido a que terminaba después de tres kilómetros al llegar a la antigua y pequeña población de Bhagsu Nag.

Aparte de una docena de granjas aisladas que se hallaban en las laderas de las montañas, esta aldea solamente se componía de una docena de casas, un antiguo templo dedicado al dios Shiva y los baños de aguas heladas que le daban fama. Tras el pequeño centro urbano había un desfiladero de muros verticales por el que se deslizaba, saltando y creando pozas, el arroyo de aguas trasparentes que alimentaba la piscina del templo.

Justo antes de llegar a los edificios sagrados, y a mano derecha, nacía una angosta callejuela que descendía hasta terminar en una plazoleta a la que daban tres casas. Frente a éstas también había un pequeño edificio, de paredes y techo de pizarra sobre vigas de madera, que no alcanzaría los veinte metros cuadrados, cuyas ventanas miraban hacia el sur y, por hallarse al final de la aldea, mostraban solamente los prados.

Nos detuvimos ante la pequeña vivienda guiados por el toledano y supimos con toda seguridad que nos hospedaríamos allí incluso antes de trepar los cuatro escalones y ver su interior, porque acabábamos de comprender que McLeod Ganj era un artificio destinado a los turistas, mientras que en Bhagsu Nag habíamos encontrado de nuevo a la India real. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • ¿Has estado en el país de nunca jamás?
  • ¿Existe una calefacción que use el frío como energía?
  • ¿Por qué en las películas de ciencia-ficción solamente les ponen dos ojos a los robots y a los extraterrestres, y no ocho como las arañas? ¿Poca imaginación?
  • Indiana Jones: “Llegamos a una edad en que la vida deja de darnos cosas y empieza a quitárnoslas”.
  • Reflexión beoda: Maldita sea, mañana no recordaré que me lo estoy pasando de coña.
  • Es evidente que creo buena energía si digo “bien” y mala si digo “mal”; así que no hablo de lo que no me gusta y ni tan siquiera pienso en ello. Si una comida me gusta, siempre lo menciono; pero, al ser compulsivamente sincero, si callo significará que no es así.
  • Entre todas las cosas buenas que te aporta viajar, también te permite saber la opinión que tienen los extranjeros de tu amada patria.
  • Lo más jodido es competir contra ti mismo y perder.
  • Es natural andar, explorar y descubrir; y es antinatural no hacerlo.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 934 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

Artículos por : Nando Baba
1 comentario
  • Las células Peltier pueden producir electricidad, dándoles calor o frío, creo. ;)
    Espero que estés bien nuestro querido viajero.
    Nos haces mucha compañía con tus narraciones.
    Un abrazo.

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