La ‘ruta Yakuza’: de Hokkaido a Okinawa a través de la mafia nipona

Takashi era por aquel entonces el único tipo a cargo de una pequeña taberna japonesa en el barrio para japoneses de Thaniya, en Bangkok. Lo conocí una tarde en la que hacía un calor insufrible, cuando su bar se me apareció como un oasis donde refugiarme al abrazo de una cerveza bien fría. Asahi de barril, cómo no.

Eran las cuatro de la tarde y el bueno de Takashi hacía de psicólogo de barra, lo que tantos barman nipones hacen en esos garitos pequeños donde siempre van los mismos tipos. Esos clientes a veces más interesados en contarle sus penas al que sirve las copas que en bebérselas. Aunque el tipo con el que conversaba el sonriente camarero aquel día se notaba que llevaba ya unas cuantas.

Aquel único cliente no podía disimular lo entrado en años que estaba, y su voz estaba más rota que si en lugar de garganta tuviera el tubo de escape de un Vespino trucado. Y sin embargo, su aura era tan poderosa que hubiera dado igual que el garito estuviese lleno, aquel fulano brillaba con luz propia.

Llevaba unos pantalones negros a juego con un sombrero del mismo color, pero impresionaba más su camiseta casi transparente de tirantes. Y es que podía verse a través de ella, gracias a la luz del fluorescente, el gigantesco tatuaje que llevaba en toda la espalda y que conectaba con los hombros y los pectorales. Un conjunto de diseños nipones que, en Japón, solo se atribuyen a la Yakuza, el entramado mafioso del país.

Un japonés con tatuajes, en un gimnasio de Muay Thai en Bangkok.

No era la primera vez que veía a un gánster nipón. Me había encontrado con muchos en los callejones de Dotonbori en Osaka o en las casas de máquinas de apuestas en el tokiota barrio de Shinjuku. Normalmente ni me miraban, y aquel día tampoco fue una excepción, ya que aquel mafioso perdido en Bangkok ni se percató de mi existencia. Pero cuando se largó del bar, el camarero Takashi no dudó en desvelarme la historia que le había contado.

—Siempre cuenta la misma batallita de cómo fue de un extremo a otro de Japón, fugado de la cárcel —me contó el camarero, que había vivido un tiempo en Estados Unidos y no le importaba compartir sus historias con occidentales.
—¿Y cómo es posible que esté en Tailandia si es un fugado de la justicia japonesa?
—Quizás sea no sea del todo cierto —Takashi paró un instante, como si no supiera si quería decir lo que comentó a continuación—, porque no es fácil salir de Abashiri y luego llegar a Okinawa.

Ese camino al que Takashi se refería es lo que yo apodo como la ruta Yakuza. Una historia fascinante que bien podría ser llevada al cine si le quitaran algo de realidad y le pusieran lo que siempre añaden al celuloide. Y todo empezaba en el terruño más al norte de Japón. Casi en territorio ruso.

La cárcel de Abashiri, prisión por excelencia de la Yakuza

Museo de la cárcel de Abashiri, al norte de la isla de Hokkaido. Foto: Takashi Toyooka (CC).

La historia de la ruta Yakuza arranca en un lugar cinematográfico, la cárcel de Abashiri. La misma que puede ser la prisión por excelencia en el submundo de la cultura de gánsteres de Japón. Dicho recinto penitenciario se hizo famoso con una saga de películas de los años 60 que fue tremendamente popular. Hasta el Gobierno japonés aprovechó el tirón y creó un museo de dicha cárcel para atraer a curiosos.

Abashiri es donde a veces enviaban a los presos más conflictivos, pero sobre todo era el destino elegido para los miembros de la Yakuza más importantes. La prisión se encuentra en la isla más al norte de Japón, Hokkaido, que está frente a Rusia. El recinto penitenciario, además, está en la zona más árida y gélida de la isla, muy cerca ya del subcontinente ruso.

La idea de la justicia nipona de enviar a Abashiri a los Yakuza más peligrosos era en parte como castigo -es muy dura la vida en dicho territorio-, pero sobre todo para evitar que huyeran. Si lograban escapar de prisión tenían que sobrevivir a un frío infernal durante la mayor parte del año. En el siglo XIX, cuando nadie quería vivir en esta isla nipona, también fue habitual que se enviara allí a más prisioneros para que hicieran gratis el trabajo que nadie quería realizar cobrando.

Una calle en la ciudad más grande de la región de Abashiri. al norte de Hokkaido. Foto: Kouki Kuriyama (CC).

Aquel gánster supuestamente retirado en Bangkok dijo haber iniciado, cómo no, su ruta Yakuza en la prisión de Abashiri, de donde dijo haberse fugado. Aun así, nunca fue fácil huir de la prisión del hielo y normalmente quienes lo lograron son bastante famosos. Como el asesino Yoshie Shiratori, muy célebre en la cultura popular carcelaria por haberse fugado de cuatro instituciones penitenciaras, la más sonada en Abashiri.

Es por eso que la ruta Yakuza tiene algo de mito, ya que no es fácil huir de la cárcel nipona más popular en el cine. En la mayoría de casos, salir de Abashiri significaba cumplir sentencia y acabar sin nada en el extremo menos agradecido de Japón, repudiado por la sociedad y con casi ninguna opción más allá de regresar al mundo de la mafia.

El barrio rojo de Sapporo, capital de la isla de Hokkaido. La Yakuza suele ocuparse de estos locales.

Para la Yakuza, pasar un tiempo en la cárcel es meritorio y es también un paso imprescindible en toda organización criminal. Lo que resulta más difícil es abandonar la mafia, ya que entrar en una banda suele ser un camino únicamente de ida. En el submundo de Japón, la sociedad se diferencia entre oficiales -los cuerpos de seguridad-, civiles y el tercer grupo, que es la Yakuza.

Un gánster lo tiene muy difícil abandonar la vida fuera de la Ley para convertirse en lo que ellos llaman «civiles», que quitando a los policías son el resto de la población. Y es complicado primero por la imagen externa de los propios Yakuza, con gigantescos tatuajes para lucir cuando se quitan las camisas y después por la habitual falta de algún meñique en las manos: todo mafioso que cometía un error reparaba su honor rebanándose un dedo y ofreciéndolo como sacrificio.

En aquel bar del barrio nipón de Bangkok, Takashi me explicó cómo dicho cliente tan peculiar narraba siempre la historia de la ruta Yakuza y del por qué de emprender dicho camino.

—Él nunca se arrepiente de la vida que llevó; más bien se enorgullece de ello.
—¿Y habla con orgullo de sus crímenes? —le pregunté ya en la tercera cerveza.
La Yakuza no es tan mala como algunos creen ni tampoco luce igual de pintoresca y atractiva como se ve en las películas. Ni tan buenos ni tan malos.
—Por eso tanta gente en Asia copia los tatuajes de los Yakuza aún sin tener conexiones con la mafia.
—Exacto —a Takashi le brillaban los ojos al hablar de ello—. Los gánsteres normalmente se dedican al juego, los bares y las deudas, y en Japón mucha gente los ve como un mal necesario.

Es cierto que la Yakuza es un quiste en la sociedad nipona que hasta el Gobierno ha asumido como una realidad. Y eso es algo muy común en Japón, donde a veces más vale mirar hacia otro lado. Como cuando las administraciones hacen como si la homosexualidad no existiera o permiten el mercado del sexo, si bien la prostitución no es legal.

¿A qué se dedica realmente la Yakuza?

Un acto público de la Yakuza en la zona central de Japón. Foto: Sanja Matsuri / Tokyo Times (CC).

La palabra Yakuza significa «gente inútil», aunque en parte es un error lingüístico. En realidad, la manera de definir a quien no vale para nada es la misma que para los adictos al juego. Y esa es una de las mejores maneras de definir al crimen organizado nipón moderno, ya que el juego -muy perseguido hace un siglo- fue su actividad principal.

El siglo XX fue el más importante para la Yakuza y el de su gran expansión. Antes de la Segunda Guerra Mundial existían numerosos grupos organizados que montaban timbas de apuestas, a veces amenizadas con alcohol y prostitutas. Y tras el conflicto bélico, en plena posguerra, estas organizaciones crecieron muchísimo y empezaron a dedicarse a todo lo que ocurría en los bajos fondos nipones. Trata de personas, prostitución, pornografía, bares y mucho más.

Sin embargo, ¿cómo fue posible que la Yakuza alcanzara tantísimo poder y visibilidad? Por un lado, debido al blanqueo de dinero y a los pelotazos. Las grandes bandas organizadas fueron clave en la especulación inmobiliaria que llevó al país a la gran recesión de los años 90, por ejemplo.

Algunas calles de ocio nocturno están llevadas por la Yakuza. Foto: sum1akaJ (CC).

Por supuesto, la Yakuza tiene a sus espaldas numerosos asesinatos, atracos violentos y delitos con sangre. Pero, normalmente, la mafia nipona está allá donde haya dinero y lo que hace es sacar tajada de cualquier lugar. Precisamente, en una de esas diversificaciones de negocio para blanquear el dinero negro, ahora la Yakuza está relacionada con la popularización de las bebidas modernas de té azucaradas. Porque da dinero.

El mundillo del cine además ha dotado a la mafia japonesa de una imagen fantasiosa, casi idealizada. Con historias de honor y orgullo junto a una estética muy marcada. El propio entramado mafioso saca partido de ello, a veces financiando dichas historias.

Una anécdota interesante la cuenta siempre la productora de videojuegos Sega, que lanzó hace 14 años el primer videojuego de su saga más exitosa en la actualidad, Ryogagotoku, que en Occidente se conoce como Yakuza y narra las aventuras de un ex mafioso en un mundillo nipón donde los gánsteres no son tan malos.

Cuentan los directores de Sega que, antes del primer juego, más de uno de sus empleados recibió algún puñetazo cuando fueron a hacer fotos a los locales llevados por la Yakuza que tenían que servir de inspiración para los escenarios. Se plantaban delante de bares de alterne donde se reunían las bandas con cámaras y aquello no solía gustar a los malos.

Hoy en día, la saga es tan popular que son los propios mafiosos quienes quieren ayudar a Sega para que sigan mostrando esa cara supuestamente amable de la mafia. Se dice que incluso financian los juegos, aunque si eso se probara sería el fin para la saga: está prohibido por Ley en Japón aceptar dinero de la Yakuza para financiar cualquier negocio.

Quizás por eso en Bangkok es fácil encontrarse a algún ex Yakuza, como aquel que visitó el bar de Takashi. El camarero siguió explicándome historietas de su país mientras yo me sentaba en su barra.

—Esta ciudad es maravillosa para los hombres de mi país que quieren vivir la noche nipona a bajo precio y sin que nadie les vea.
—¿Es normal encontrar a miembros de la Yakuza en Bangkok? —pregunté.
—Retirados hay algunos, en activo no es normal. Por un lado, la Yakuza no podría entrometerse con las mafias locales, pero normalmente es por algo más mundano: los gánsteres ni hablan inglés ni saben adaptarse a otro país que no sea Japón.
—Y entonces, ¿qué hacen si quieren abandonar el mundo del crimen?
—Ahí es donde tiene importancia la historia que te contaba, la de la ruta Yakuza.

Tal y como aquel tipo tatuado de voz rota contaba en el bar de Takashi, la ruta Yakuza empezaba en el extremo más frío y desangelado de Japón, ¿pero cuál era el destino? Obviamente, el opuesto. El paraíso tropical de Okinawa. Un lugar que, para muchos, era donde podían volver a empezar.

De Hokkaido a Okinawa, el retiro de muchos Yakuza

Okinawa calle Naha
Una calle en Naha, la capital de la isla de Okinawa.

La ruta Yakuza de aquellos supuestos fugados de Abashiri recorría la fría isla de Hokkaido para cruzar hacia el principal territorio nipón. Y, desde allí, era preciso llegar hasta Kagoshima, desde donde salen los barcos que viajan hasta el pequeño archipiélago tropical de Japón.

Hokkaido y Okinawa son dos islas que comparten algo: ambos territorios están terriblemente aislados. En todo lo demás, son cara y cruz. En el caso de la fría región del norte, donde se aloja la prisión de Abashiri, dicho aislamiento está más relacionado con un clima atroz, más propio de Siberia que del país del sol naciente.

Okinawa, en cambio, goza de un clima apacible y tropical, pero es un conjunto de islas casi incomunicado con el resto del país. Está mucho más cerca de Taiwán que de Tokio y todo funciona de manera bastante independiente.

—El mito del que habla siempre este gánster en mi bar tiene bastante de realidad —me explicaba Takashi en su local—, la ruta Yakuza existe, pero no creo que sea exactamente como la cuenta él.
—Entonces, ¿qué es eso de los mafiosos fugados de la cárcel de Abashiri que emprenden un periplo hacia Okinawa?
—Por supuesto que siguen una ruta, un camino, pero no es una fuga peliculera. Yo creo que es más bien un proceso de cambio. La conversión de un Yakuza en un tipo normal.

Desde que Takashi me habló de aquella ruta Yakuza quise perderme por Hokkaido y Okinawa. Incluso visité la agreste zona donde se encuentra la prisión de Abashiri. Y por supuesto fui a los lugares donde se reúnen muchos ex Yakuza en Naha, la capital tropical del archipiélago nipón conocido como «el Hawai japonés».

Bar nipón callejero en Naha, capital de Okinawa.

Okinawa se trata de un destino vacacional para los japoneses, pero también es el único territorio nipón donde no todo funciona a la perfección. Los monorraíles salen tarde, la gente trabaja poco y muchos locales se comunican a gritos. No en vano, en el resto del país muchos dicen que los de Okinawa son «los gitanos de Japón».

Yo, en cambio, creo que viviría encantado en alguna de las playas del norte de Okinawa. Precisamente donde muchos antiguos Yakuza decidieron establecerse tras abandonar el mundillo del crimen.

Porque Okinawa les queda lejos, muy lejos, de sus vidas pasadas. Es como irse a otro mundo, pero manteniendo las costumbres de tu mundo. Se habla japonés, la comida es similar y la mentalidad se parece. Además, la mala fama en la isla tropical no la tienen los Yakuza, sino que allí son eclipsados por los soldados estadounidenses, que cada semana protagonizan escándalos que aparecen en la prensa.

tatuaje yakuza
Imagen de un miembro de la Yakuza en una prisión nipona. Foto: Nicoletta Antonitti (CC).

No es fácil dejar la Yakuza, y menos en la isla principal de Japón. Los Yamaguchi-gumi, la banda más grande del país con 40.000 miembros, se encuentra en Kobe, pero sus tentáculos se extienden por todo el territorio. Sus principales rivales son los de la Inagawa-kai, la organización más numerosa de Tokio. En total, hay unas 3.200 bandas en todo el país, y casi la mitad están afiliadas a una de esas dos organizaciones principales.

El pasado de un ex Yakuza, aunque no tenga delitos de sangre, pesa mucho en él para emprender una nueva vida. Porque su imagen y su leyenda es mayor que sus realidades. Así lo explicaba el gánster retirado Eiji Ichiji, en el libro Memorias de un Yakuza que escribió Yunichi Saga «Veíamos las películas que hacían sobre la Yakuza y nos lo pasábamos en grande, pero nosotros no vestíamos como lo hacían en las películas, ni éramos tan violentos, aquello nos parecía una parodia; solo teníamos unos códigos de honor muy marcados y nos dedicábamos a montar timbas. ¡Dios! ¡Incluso durante los bombardeos de la guerra seguíamos organizando grandes timbas y ganando mucho dinero!».

Nunca más volví a ver a aquel ex Yakuza en el bar de Takashi en Bangkok. Quizás fuera porque pronto el mismo Takashi dejó de servir copas y en su lugar puso a una tailandesa, que trabaja bien pero ya no hace de psicóloga de barra. Precisamente lo que necesitaba un gánster nipón retirado y, por qué no decirlo, un europeo curioso al que si hay algo que le gusta más que una Asahi bien fría es una gran historia.

A contrapelo, por Luis Garrido-Julve
A contrapelo, por Luis Garrido-Julve
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